El masivo despliegue policial ordenado por el Intendente de Santiago en la tarde del 20 de diciembre para impedir que los ciudadanos pudiesen congregarse a protestar en la Plaza de la Dignidad, como lo ha venido haciendo desde el 18 de octubre todos los días viernes, ha sido una expresión más de la voluntad claramente […]
El masivo despliegue policial ordenado por el Intendente de Santiago en la tarde del 20 de diciembre para impedir que los ciudadanos pudiesen congregarse a protestar en la Plaza de la Dignidad, como lo ha venido haciendo desde el 18 de octubre todos los días viernes, ha sido una expresión más de la voluntad claramente antidemocrática que, más allá de la retórica y de las poses engañosas, anima todo el accionar del gobierno de Piñera.
De un accionar cuyo principal objetivo es el de salvaguardar y fortalecer la dictadura del gran capital sobre el conjunto de los chilenos, especialmente ahora que la rebelión popular que estalló el 18 de octubre ha evidenciado el generalizado y profundo descontento de la inmensa mayoría de la población con el régimen político, social, económico y cultural que ha imperado en el país durante las últimas tres décadas de «democracia».
El desempeño del gobierno en materia de violación a los derechos humanos ha alcanzado en estos dos últimos meses niveles difíciles de igualar, tal como lo han constatado de manera unánime los diversos informes emitidos por los organismos, tanto nacionales como internacionales, que los defienden. Resultando imposible negar estos hechos, el gobierno se ha limitado majaderamente a negar su responsabilidad política por lo sucedido.
No obstante, los hechos son elocuentes por sí mismos. Como ha quedado claramente registrado en múltiples testimonios fílmicos, los cuerpos policiales, que en una real democracia tendrían el deber de proteger a la población en el ejercicio de sus derechos, han sido sistemáticamente utilizados para el fin contrario de intimidar y agredir brutalmente a los ciudadanos que simplemente desean hacer uso de su derecho a manifestarse públicamente.
El despliegue sistemático de la violencia policial, con el propósito de acallar a la ciudadanía e impedirle ejercer su derecho a repudiar públicamente su política de atropellos y abusos permanentes en contra del pueblo trabajador, al mismo tiempo que emplaza cínicamente a todos los actores políticos a condenar de plano toda forma de violencia, se ha constituido así en un sello característico de la acción desarrollada por el gobierno de Piñera.
Esta acción represiva suele justificarse aludiendo a la supuesta potestad que tendría la autoridad administrativa para otorgar o no su «autorización» para la realización de cualquier manifestación pública. Sin embargo, aun la Constitución que actualmente nos rige, en su artículo 19 N°13, «asegura a todas las personas, el derecho a reunirse pacíficamente sin permiso previo y sin armas «, replicando en esto lo ya establecido en la Constitución de 1925.
La pretensión de disponer de la facultad de negar este derecho, que ha sido invocada desde 1990 por todos los gobiernos «democráticos», procede de lo dispuesto en el decreto 1086 dictado por Pinochet el 15 de septiembre de 1983, por medio del cual se deja en la práctica sin efecto lo señalado por la Constitución de 1980 sobre el derecho de reunión. Un derecho que, justamente por ser tal, no necesita ser «autorizado» por ninguna autoridad administrativa.
Sin embargo, el decreto 1080 exige que toda reunión pública sea previamente autorizada. Más aun, bastaría con que alguien concurra a una premunido de un simple palo para que se considere que esa persona se encuentra «armada» y, por tal motivo, ella pueda ser disuelta por la policía. Este decreto se ha mantenido vigente desde su dictación, sin que ninguno de los gobiernos supuestamente «progresistas» que hemos tenido haya decidido suprimirlo.
Ello, a pesar de tratarse de una norma no solo ilegítima, por desconocer un derecho básico de la ciudadanía, sino también completamente inconstitucional, ya que una norma inferior no puede invalidar lo establecido por una norma superior, y dado también que contraviene de manera explícita lo señalado a este respecto por los tratados de derechos humanos suscritos por el Estado de Chile, los cuales se hallan investidos, precisamente, de rango constitucional.
Todo esto no hace más que reafirmar la necesidad de terminar, de una vez por todas, con el estado de cosas imperante en el país, como si éste fuese lo más natural del mundo, e incluso como modelo digno de exhibir ante otros a manera de ejemplo a ser imitado. A pesar de la represión y del cerco informativo que se ha vuelto a tender sobre sus luchas, el pueblo chileno no se dejará amedrentar y continuará movilizado hasta hacer respetar todos sus derechos.
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