De siempre, las ciudades y pueblos mediterráneos se han protegido del sol. No ha sido necesario experimentar los efectos del actual cambio climático, originado por la insaciable voracidad del capitalismo en este nuestro tiempo, para que sus habitantes procuraran contrarrestar lo más posible el calor que, en muchos lugares durante seis o siete meses, se […]
De siempre, las ciudades y pueblos mediterráneos se han protegido del sol. No ha sido necesario experimentar los efectos del actual cambio climático, originado por la insaciable voracidad del capitalismo en este nuestro tiempo, para que sus habitantes procuraran contrarrestar lo más posible el calor que, en muchos lugares durante seis o siete meses, se presenta inmisericorde. Así surgió un urbanismo con calles estrechas y sinuosas, casi nunca totalmente rectas para que el sol no combata de plano. Así, también, surgió una arquitectura vernácula adaptada a las condiciones del clima: casas con anchos muros, aislantes, y no demasiados vanos, para defenderse en lo posible de la temperatura exterior, y patios, patinillos o pequeños corrales interiores. En el caso de las familias de clase adinerada, con patios con fuente y toldos durante el verano: las famosas velas, en terminología marinera, de las «casas bien» sevillanas, con planta alta para vivir en invierno y baja para el estío. Y con patinillos llenos de macetas de barro o latas recicladas, siempre verdes, y suelo regado al caer la tarde en los corrales de vecinos y en las viviendas modestas de las clases trabajadoras. Y para la calle, y para los trabajos y otras actividades al aire libre (incluido el paseo), sombreros de paja con pañuelos en la cabeza para las mujeres jornaleras, gorras o gorrillas para los obreros, mascotas para los pequeños burgueses y sombreros más sofisticados para hombres y mujeres de la alta burguesía. Todos sabían que del sol -«padre y tirano», como lo llamara el andalucista José Andrés Vázquez en 1905- había que protegerse. Y cada quién lo hacía a tenor de sus posibilidades y de los recursos que estaban a su alcance.
La expansión de las ciudades y pueblos, sobre todo durante el siglo XX, fuera de los antiguos recintos amurallados y centros tradicionales, y los ensanches interiores, dieron lugar a otro urbanismo de calles y avenidas rectas y anchas (o relativamente anchas) pero, al menos en la primera mitad del siglo, la mayoría de los edificios se siguieron haciendo con elementos y lógicas tradicionales, adaptados al clima y al entorno. Fue en esas nuevas calles, y en las plazas resultado de los derribos en los centros históricos, donde se puso de manifiesto la necesidad de arboledas y de zonas verdes, hasta esos momentos reducidos a lugares muy concretos de las ciudades -en Sevilla, por ejemplo, el que fuera famoso, y único durante siglos, paseo de la Alameda de Hércules, sobre una laguna disecada- y a los jardines interiores de los palacios aristocráticos. Los árboles contribuyeron a paliar la acentuación de los efectos sobre los habitantes de los cambios en el urbanismo y las formas constructivas y a hacer las ciudades razonablemente habitables. También surgieron, en las zonas comerciales, sobre todo peatonales, de algunos cascos históricos, toldos para dar sombra y bajar la temperatura de las calles durante las largas horas de sol, haciéndolas más gratas. Y en algunos nuevos barrios se tradujo el modelo de casas-chalet con pequeño jardín exterior, más o menos grande según la categoría social de los que habían de ser sus moradores.
Este modelo, digamos de transición, que puede aun ser detectado -y que se encuentra hoy seriamente amenazado-, quebró a partir del desarrollismo franquista con la construcción de barriadas de bloques de cuatro, cinco o más plantas para familias de clases trabajadoras expulsadas de sus barrios tradicionales por la especulación (que provocó la «ruina» de sus viviendas) y aquellas procedentes de la inmigración desde zonas rurales. Y también se construyeron, claramente separadas de estas, barriadas para familias burguesas que optaron por vivir en un piso moderno en lugar de seguir haciéndolo en viviendas tradicionales de los centros históricos, difíciles de mantener. Con pocas excepciones, estas nuevas barriadas de bloques -unas y otras- se crearon sin tener prácticamente en cuenta las características del clima, ni la sabiduría tradicional en cuanto a los elementos y formas constructivas. El desprecio a lo autóctono y la repetición de un mismo modelo urbanístico y de viviendas en todos los lugares, sin tener en cuenta el entorno, se convirtió en norma general.
Todo lo anterior ha llevado a que los veranos sean cada más largos en sus efectos y las zonas de sombra cada vez más imprescindibles. Sombras en las calles y no solo en lugares puntuales (parques) adonde haya que ir expresamente a buscarlas en el tiempo de ocio. Sombras para la cotidianidad, desde el momento de salir de casa. Pasillos y pasajes de sombra que, en la gran mayoría de los casos, solo pueden dar árboles frondosos, cercanos unos a otros, cuidados adecuadamente y no tratados como simples adornos (como tales, prescindibles) o como un elemento más del «mobiliario urbano». Es paradójico -en realidad un insulto a la inteligencia o simplemente hipocresía- que a la vez que se pretende, muy adecuadamente, que utilicemos menos el coche privado y caminemos, y que utilicemos el transporte público para distancias mayores, la mayor parte de nuestras calles sean gravemente deficitarias en sombra y que en muchas paradas de autobuses corramos el riesgo de sufrir una insolación. Y no es aceptable que, si, pese a estos inconvenientes, optamos por desplazarnos andando -lo que es excelente para la salud y contribuye a que descienda la contaminación- tengamos que sufrir bocanadas de aire tórrido procedente de los aparatos de aire acondicionado de las viviendas y comercios o se nos empañen las gafas con el agua que nos cae de los «microclimas» que intentan crear algunos bares y restaurantes para que la gente se siente a consumir en sus veladores al aire libre en horas de fuerte calor.
No es aventurado, ni demagógico, afirmar que «nuestros» ayuntamientos no tienen entre sus prioridades hacer las ciudades más habitables y saludables, menos contaminadas y más bellas, forestándolas tal como sería necesario. Forestar el espacio público debería ser un objetivo prioritario en las políticas municipales, dada la deriva del clima hacia la elevación de la temperatura media y las cada vez más frecuentes «olas» de calor. Pero sucede lo contrario. Parece que el árbol fuera el enemigo. ¿Por qué? Sería fácil pensar que la mayoría de «nuestros» políticos van casi siempre en coche oficial con aire acondicionado (y con libre circulación incluso por calles que dicen están peatonalizadas) y no les afecta el rigor de los calores y las calores que hemos de soportar los ciudadan@s de a pie. Que, para ellos, los árboles son, a lo más, elementos del «mobiliario urbano» y como tal son tratados: se pueden podar salvajemente o talar (ahora lo llaman «apear») cuando apetece o «estorban».
Parece que se está activando la sensibilidad ciudadana sobre el tema. Esto es algo que es necesario apoyar decididamente como parte importante de la acción municipalista. Exigiendo que se abran alcorques en todas las aceras enlosadas de las calles o trozos de calles que no los tienen y podrían perfectamente tenerlos. Quitando los tocones y reponiendo los árboles en aquellos alcorques en los que estos dejaron de existir (y han sido, en no pocas ocasiones, tapados con cemento para poner veladores). Forzando a que se actúe con profesionalidad en el mantenimiento de la arboleda, sin actuaciones agresivas y, a veces, fuera de la época del año adecuada. Denunciando la palabrería hueca y las mentiras de alcaldes y concejales que dicen trabajar «para las personas» y no protegen a estas con las sombras necesarias para garantizar su salud y la habitabilidad de sus ciudades y pueblos. Es, por ejemplo, una burla que un ayuntamiento como el de Sevilla, que por sus «méritos» se ha ganado el calificativo de arboricida en las sucesivas alcaldías de Monteseirín (PSOE), Zoido (PP) y Espadas (PSOE) pretenda aspirar a la distinción de «capital verde de Europa». Mucho hubiera tenido (y tiene) que forestar y reforestar antes de que podamos tomar en serio semejante ocurrencia.
Aunque sea para evitar que cunda la alarma en el sector turístico (el único que parece merecer atención en quienes tienen cargos municipales), porque algunos de nuestros visitantes tengan graves problemas de salud por insolaciones o golpes de calor, tomen en serio «nuestros» políticos este tema. Hagan habitables nuestras ciudades. A la vez que dicten ordenanzas para bajar la contaminación de los vehículos a motor, planten árboles, muchos árboles, del porte adecuado y a la distancia (corta) precisa para garantizar la continuidad de la sombra. Y cuídenlos como lo que son: seres vivos que no solo descontaminan sino que hacen posible la vida en la calle en nuestras ciudades mediterráneas. Alegrando, además, nuestra vista e incluso, a veces, nuestro olfato. Multiplicarlos, y protegerlos, no es solo proteger nuestra salud sino también nuestra forma de vida, nuestra cultura.
Isidoro Moreno. Catedrático emérito de Antropología. Miembro de la asociación Asamblea de Andalucía
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