Acabo de regresar de Bilbao, donde he tenido la oportunidad de participar como ponente en unas jornadas sobre delitos de odio por orientación sexual e identidad de género organizadas por la asociación Aldarte, que desde 1994 viene trabajando en el ámbito de la diversidad sexual y de género. Allí se dieron cita académicos y activistas […]
Acabo de regresar de Bilbao, donde he tenido la oportunidad de participar como ponente en unas jornadas sobre delitos de odio por orientación sexual e identidad de género organizadas por la asociación Aldarte, que desde 1994 viene trabajando en el ámbito de la diversidad sexual y de género. Allí se dieron cita académicos y activistas de diferentes países para reflexionar colectivamente sobre los tipos de violencia que a lo largo de la historia han servido para justificar la criminalización, la medicalización y la patologización de lesbianas, gais, bisexuales y personas trans, pero también para poner en común aprendizajes, estrategias de lucha y transformación.
Las jornadas no podían ser más oportunas. Si, por un lado, en los últimos años experimentamos un avance significativo en materia de reconocimiento de derechos de las personas LGTBI, asistimos, por otro, a un recrudecimiento del sentimiento homófobo y patriarcal desencadenado en buena medida por la ola reaccionaria global de extrema derecha. En mi ponencia sostuve que este recrudecimiento homófobo se apoya sobre tres pilares: el enaltecimiento de la familia tradicional, la defensa de la masculinidad hegemónica y la animadversión hacia la despectivamente llamada «ideología de género». Sostuve también que una de las más actuales y extremas formas de violencia homófoba es la continuidad del discurso biopsiquiátrico mediante las terapias de conversión gay: cualquier tratamiento orientado a cambiar la orientación sexual de una persona o a suprimir la identidad de género deseada.
A pesar de que la Organización Mundial de la Salud retiró la homosexualidad de su catálogo de enfermedades mentales en 1990, y de que importantes organizaciones de salud mental han denunciado que la terapia de conversión es dañina e inefectiva, algunos sectores conservadores sostienen que la orientación no heterosexual constituye un trastorno mental curable. En 2017 un juez de Brasilia dictó un auto en el que aceptaba como legales las pseudoterapias de reversión de la homosexualidad, prohibidas en Brasil desde 1999 por el Consejo Federal de Psicología. Más recientemente, el Ministerio de Salud del Gobierno de Bolsonaro publicó a principios de febrero una nota en la que anunciaba cambios en la política de salud mental que pasaban por la recuperación de la terapia electroconvulsiva y el internamiento para pacientes psiquiátricos, dos prácticas a menudo utilizadas para el supuesto tratamiento terapéutico de la homosexualidad.
Es precisamente este discurso de odio patologizante en torno a la diversidad sexual y de género el componente que subyace a los cursos para curar la homosexualidad organizados clandestina e ilegalmente por un centro adscrito al obispado de Alcalá de Henares, aunque avalados por la Conferencia Episcopal Española. Sabíamos, por sus controvertidos discursos y polémicas manifestaciones, que Juan Antonio Reig Pla, obispo de Alcalá, es un homófobo y un misógino recalcitrante, además de un nostálgico del franquismo (en 2009 ofició una misa en Paracuellos del Jarama con una bandera franquista en el altar). Tampoco es novedad que la Iglesia católica es una de las instituciones más homófobas del mundo y, al mismo tiempo, una de las más hipócritas en cuanto al sexo se refiere, como documentó brillantemente Pepe Rodríguez en La vida sexual del clero. En ocasiones, tras la máscara de la castidad se ocultan auténticos depredadores o reprimidos sexuales conocidos por sus peroratas homófobas de condena, culpabilidad, tratamiento o compadecimiento paternalista. El propio papa Francisco, que en 2013 mostró una cara más amable de la Iglesia («si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?»), en la reciente entrevista concedida a Jordi Évole en Salvados sacó a relucir su tic homófobo al recomendar consultar a un «profesional» (corrigiendo unas declaraciones anteriores en las que había dicho «psiquiatra») en caso de observar «cosas raras» durante la niñez.
En España, el discurso de la conversión y la reeducación LGTBI es un poso del franquismo asumido tanto por una parte importante de la jerarquía católica como por la derecha cristiana reaccionaria. Siguiendo las doctrinas del catolicismo, que consideraba la homosexualidad un pecado, y en cumplimiento de la legislación vigente, que la consideraba un delito, la medicina y la psiquiatría franquistas consideraron la homosexualidad una enfermedad. Así la concibieron, por ejemplo, Gregorio Marañón y Valentín Pérez Argiles, entre cuya terapéutica se encontraba la oración, el reacondicionamiento masturbatorio, la continencia y la reclusión de los «enfermos» en lugares remotos. En 2005, el Partido Popular Partido Popular defendió en el Senado, por boca de su invitado, Aquilino Polaino, que la homosexualidad era un trastorno. Polaino y Reig Pla son dos caras complementarias de la misma virulencia homófoba.
Las terapias de conversión tienen particular incidencia en Estados Unidos y América Latina, donde los grupos evangélicos son muy influyentes. Según el William Institute, de la Facultad de Derecho de la Universidad de California, alrededor de setecientos mil ciudadanos estadounidenses ya se han sometido a tratamientos de curación gay, y en la actualidad unos veinte mil asisten a campos de conversión, una especie de escuelas cristianas para la corrección de la sexualidad desviada. Se trata de espacios de violencia donde confluyen la psiquiatría, la religión, el heteropatriarcado y la eugenesia. En Europa, por ahora, no se han encontrado evidencias de campos de conversión, aunque ello no quiere decir que no se organicen actividades en este sentido. Lo cierto es que no hay una legislación fuerte al respecto. Malta fue el primer país europeo en prohibir dichas pseudoterapias en 2016. Irlanda y Reino Unido anunciaron en 2018 su intención de hacerlo. Países como España solo cuentan con algunas prohibiciones a escala regional.
Dice Boaventura de Sousa que vivimos tiempos de fortalecimiento de una mirada colonial que convierte al diferente en un objeto de opresión, en una anomalía que cabe controlar y confinar. Las marcas de lo colonial están presentes en los cuerpos patologizados, criminalizados, demonizados y exterminados, en las identidades reprimidas y las memorias borradas, en los campos de concentración para homosexuales de Chechenia conocidos en 2017 y en los campos de conversión. Las expresiones de afecto y amor no son una patología, son la cura. Es hora de juntar nuestras manos, nuestras voces y nuestras pieles para acabar con la violencia colonizadora contra los cuerpos que escapan de los patrones regulatorios. Recuperando la pregunta de Fanon sobre el impacto de este tipo de violencia sobre el cuerpo negro racializado: «¿Qué otra cosa podría significar para mí más que una amputación, un desgarramiento, una hemorragia que salpicaba todo mi cuerpo?».
Fuente: https://blogs.publico.es/dominiopublico/28299/campos-de-conversion/
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