Luego de 28 días cortando la Panamericana y otras carreteras estratégicas, la Minga indígena, negra y campesina consiguió que el presidente, Iván Duque, reconociera la necesidad de negociar con los movimientos sociales. Quieren un debate público con el mandatario sobre los temas candentes: la paz y el asesinato de líderes sociales, el medioambiente y el […]
Luego de 28 días cortando la Panamericana y otras carreteras estratégicas, la Minga indígena, negra y campesina consiguió que el presidente, Iván Duque, reconociera la necesidad de negociar con los movimientos sociales. Quieren un debate público con el mandatario sobre los temas candentes: la paz y el asesinato de líderes sociales, el medioambiente y el modelo de desarrollo.
La desesperación de las clases medias y altas se apoderó de Popayán cuando transcurrían tres semanas de la Minga que había comenzado el 10 de marzo. Cuando escaseaban los alimentos por el corte de la principal carretera de la región, única vía de comercio internacional con el sur del continente, un concejal de la ultraderecha entregó dinero a emigrantes venezolanos para que apedrearan la sede del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric). El resultado fue de varias personas heridas y la amenaza de los indígenas de tomarse la ciudad colonial si no se frenaba en seco la violencia.
Esta vez, la Minga (trabajo agrícola colectivo, en quechua) fue más amplia que en ocasiones anteriores, ya que no sólo involucró a los pueblos del Cauca, sino también a los del Huila, el Valle del Cauca, Caldas y Risaralda, departamentos en los que la paralización fue importante, aunque no tan contundente como en el primero. Movilizó entre 20 y 25 mil personas en las carreteras durante un mes, con toda la infraestructura necesaria para dormir, alimentarse y trasladarse, con baños, fogones y quemaderos de basura, gracias al trabajo solidario de cientos de comunidades.
Fueron capaces de poner en pie un centro de comunicaciones con sistema de televisión para trasmitir sus deliberaciones por medio de redes sociales y levantaron una carpa para 5 mil sillas. La movilización fue tan amplia como satisfactorio el resultado para los movimientos, en particular desde que el ex presidente Álvaro Uribe, mentor de Duque, mostró su oposición ante la disposición a negociar del gobierno.
En su cuenta de Twitter, Uribe calificó los movimientos de «terroristas» y justificó una eventual «masacre» contra la protesta. El ex está furioso, porque su pupilo aceptó en un inicio ir a negociar en persona al Cauca (epicentro de los mayores conflictos sociales, por tierra y contra la minería), y de esa forma se distanció de su política de confrontación que, en su extremo más radical, llama a la guerra contra Venezuela.
La reunión entre Duque y las comunidades organizadas estaba prevista para este martes 9, pero fracasó luego de que a último momento el gobierno adujera problemas de seguridad en el punto de encuentro. Sin embargo, desde el Ministerio del Interior se afirmó que el presidente espera reunirse con los delegados indígenas en Bogotá (El Tiempo, 10-IV-19).
Al dejar abierta esa posibilidad, el presidente Duque desmiente a quienes sostenían que las demandas indígenas son excesivas, ya que se limitan a concretar acuerdos firmados con el anterior presidente, Juan Manuel Santos. Pero es apenas un detalle. Según el balance de la página Prensa Rural, «por primera vez las comunidades indígenas, campesinas y afros del Norte del Cauca realizan un ejercicio de este tipo en forma unificada y organizada» (prensarural.org, 8-IV-19).
El futuro pasa por «construir procesos autónomos de desarrollo en lo político, económico y cultural», que no terminen delegando en partidos o gobiernos, «como ha ocurrido en Brasil, Venezuela, Ecuador o Bolivia», sostiene el análisis.
Ni paz ni tierra
Más de mil personas marcharon el 5 de abril desde la sede de la embajada de Colombia hasta la sede de la Corte Penal Internacional (Cpi) en La Haya, para visibilizar la violencia contra líderes sociales y autoridades de pueblos indígenas y negros. La firma del acuerdo de paz con las Farc, el 24 de noviembre de 2016, no frenó la sangría.
Los datos oficiales son apabullantes. En 2018 fueron asesinados 172 líderes y lideresas, a los que deben sumarse otros 29 en el curso de este año. Los asesinados entre 2016 y noviembre de 2018 ascienden a 423, según la Defensoría del Pueblo. Ante la impunidad y la inexistente reacción de las autoridades colombianas, los movimientos y los defensores de derechos humanos apelaron a la Cpi para que comience a actuar.
Las cifras difieren, pero incluso la fiscalía aceptó que las muertes responden a un mismo patrón. Los crímenes se producen en territorios que han sido abandonados por la guerrilla y están siendo ocupados por paramilitares y narcotraficantes, vinculados con grandes proyectos extractivos (en general, minería a cielo abierto). Las acciones de estas bandas armadas no sólo provocan muertes, sino también el desplazamiento forzado de miles de personas.
La paz y la vida no son bienes que entusiasmen a una parte de los colombianos, en particular a las clases medias urbanas, que componen un sector decisivo en el tablero político y electoral del país. Los terratenientes se las arreglaron, a sangre y fuego, para mantener y ampliar las posesiones que conquistaron durante la colonia y conservan a costa de marginar a los campesinos, y arrastraron a su lógica guerrera a una parte de la sociedad.
En la década del 60, la Alianza para el Progreso aconsejó al presidente Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) que hiciera una reforma agraria para impedir situaciones como la guerra civil conocida como La Violencia (1948-1958), librada entre liberales y conservadores, que se cobró entre 200 y 300 mil vidas y debilitó al Estado al propiciar el nacimiento de las guerrillas. Lleras se propuso organizar y movilizar a los campesinos, pero los terratenientes contratacaron mediante el Pacto de Chicoral (1972), que cerró toda posibilidad de reparto y paz. Hasta hoy.
El Informe Nacional de Desarrollo Humano de 2011 concluye: «A partir de ese momento, no sólo se hizo mucho más difícil poner fin a la guerra civil, sino también retroalimentar positivamente el nuevo impulso a la expulsión del campesinado». Agrega que en la década del 80 los terratenientes se reforzaron «con el encuentro entre las dinámicas del narcotráfico y la guerra».
La piedra en el zapato
La Minga hunde sus raíces en esas heridas. Pero esta vez no sólo se movilizaron indígenas, sino también afrodescendientes y campesinos. Los sectores político-sociales más implicados son el Congreso de los Pueblos y la Cumbre Nacional Agraria y Campesina, articulaciones de los más activos movimientos sociales del país, que ya en 2013 protagonizaron un paro agrario tan contundente que el gobierno de ese entonces se sentó a negociar.
La movilización comenzó a organizarse en febrero, cuando se reunieron 380 delegados de 170 organizaciones para poner en común opiniones sobre el Plan Nacional de Desarrollo del gobierno. Constataron que no había un capítulo dedicado a los pueblos originarios, que, desde el principio, temen que no haya inversiones significativas según lo acordado con el gobierno anterior.
La articulación rural-urbana es otra característica de la Minga. La Central Unitaria de Trabajadores de Colombia convocó una movilización nacional para el 25 de abril, a la que se sumarán organizaciones de campesinos afectados por el programa de sustitución de cultivos ilícitos (entiéndase hoja de coca) y de cultivadores que se oponen al uso del glifosato.
Neis Oliverio Lame, consejero mayor del Cric, cargo rotativo entre dirigentes indígenas, respondió a la agresión de Uribe con una frase que lo dice casi todo: «Le diría al senador que deje el odio, que contribuya a construir país, que entienda que Colombia es pluriétnica» (Semana, 8-IV-19).
El dirigente indígena comentó que no le sorprende que «una parte del establecimiento perciba a los indígenas del Cauca como bárbaros encapuchados», porque «ese rechazo es lo que explica que los indígenas históricamente hayan sido excluidos de un proyecto de nación». En efecto, los medios sólo informaban de la Minga con imágenes de manifestantes que quemaban llantas y lanzaban piedras en la carretera.
Los pueblos nasa (así se denominan la mayoría de los indígenas del Cauca que integran el Cric) han creado una estructura de autodefensa denominada Guardia Indígena, capaz de defender el territorio de narcos, paramilitares y guerrilleros apelando sólo a sus bastones de mando. Son los «guerreros milenarios», que fueron distinguidos con el Premio Nacional de Paz y con reconocimientos al cuidado ambiental y al mejor plan de desarrollo; además, varios de sus referentes fueron nombrados maestros en sabiduría por la Unesco.
Desde la Minga de 2008, que le torció el brazo al entonces presidente Uribe, los indígenas, los afros y los campesinos han sido un muro en el que se ha estrellado la política de la ultraderecha. No debe sonar extraño que, al ser la piedra en el zapato del régimen pos conflicto armado, se hayan convertido en «terroristas» para las elites.
Ahora son los principales adversarios del llamado «desarrollo», que en Colombia se expresa en minería (rechazada cada vez que hubo referendos populares), extracción de petróleo, palma de aceite, hidroeléctricas y grandes obras de infraestructura. «Nosotros no hemos estado incluidos en la visión de desarrollo de los gobiernos. Y está en juego la tierra, que es sagrada», sostiene Neis. «No queremos fracking ni más agresiones a la naturaleza. Eso es lo que no han podido entender.»
Control social y antidemocracia
Por una empanada
La pesadilla de George Orwell es ya realidad en buena parte del mundo. En Colombia se puso en marcha con el Código de Policía, que, desde su vigencia, cosecha un amplio repudio por las prácticas discriminatorias que enseña.
Steven Claros, de 22 años, no podía salir de su asombro cuando un policía le impuso una multa de 834 mil pesos (9 mil pesos uruguayos) por comprar una empanada en la calle a una vendedora ambulante, que también fue multada. Según los uniformados, la multa se colocó al amparo de un artículo del Código Nacional de Policía y Convivencia, porque dicha actividad «promueve o facilita el uso indebido del espacio público».
El hecho de que la movilización social en las redes haya convencido a las autoridades de devolverle a Steven el dinero de la multa no cambia las cosas. Muchas otras personas no tienen la posibilidad de visibilizar una injusticia, como lo hizo el estudiante multado, ni la red de amistades que ayudaron a este a pagar una cifra que sobrepasa el salario mínimo.
El código entró en vigor en enero de 2017, con el objetivo de «prevenir la violencia y los delitos que se derivan de los conflictos de convivencia». Se castiga con más de cien dólares «consumir bebidas alcohólicas en lugares no autorizados»; con 90 dólares al dueño de un perro que no tenga póliza de seguro, y con una cifra similar a quien lo saque a pasear «en estado de embriaguez».
El código regula y castiga desde los modos de comportarse en la protesta social y en el espacio público hasta la venta informal (duramente castigada), en un país donde esa actividad involucra a la mayoría absoluta de los trabajadores y muy en particular a las mujeres de los sectores populares.
El director de la edición colombiana de Le Monde Diplomatique, Carlos Gutiérrez, señala que «no hay día que no se conozca alguna arbitrariedad policial». Al célebre caso de la empanada, se suman otros: «Por correr en una terminal de transporte y así alterar el espacio público, por ocupar y vender de manera ilegal en el espacio público, por reírse e irrespetar a la autoridad, por actuar de manera solidaria con alguien que estaban multando». En ese sentido, señala el caso de un abogado que ofreció sus servicios a un obrero de la construcción multado por empujar una carretilla.
En su opinión, el código pretende reglarlo todo de modo tal que la sociedad se vuelva productiva, como forma de ascender al desarrollo. «El espacio público debe estar libre, facilitando así la efectiva circulación de mercancías», escribe en la edición de abril del mensuario. Pone en la lupa, de modo muy particular, las conductas juveniles de los sectores populares, al castigar que hagan grafitis, que beban en la calle y que practiquen malabarismo, ya que son la porción más vulnerable de la sociedad.
Al amparo del código se aplicaron ya 400 mil multas, pero hay cientos de demandas en su contra. En un país donde 13 millones de personas viven del cuentapropismo, sin empleo formal con derechos, no tiene el menor sentido interponer multas que muchas veces superan el salario mínimo (de 824 mil pesos), cifra a la que no llegan muchos informales.
Según datos oficiales, la mitad de la población colombiana es pobre, porcentaje similar al de la informalidad existente. El mentado Código otorga superpoderes a la policía. El más grave quizás sea que puede entrar en una vivienda sin necesidad de una orden judicial e informar a sus superiores después del allanamiento.
Lo más sintomático, sin embargo, es el período histórico en el cual se promulga este código: cuando se estaba negociando la paz con la guerrilla. No es algo nuevo en la historia: en Brasil, por ejemplo, la policía militar se generalizó cuando se decidió abolir la esclavitud. Para los excluidos de siempre, recordaba Walter Benjamin, la vida cotidiana es el estado de excepción permanente.