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Intervención de Pietro Ingrao en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona en su nombramiento como doctor Honoris causa el 4 de octubre de 2002

Pietro Ingrao cumple cien años

Fuentes: En campo abierto

Traducción de José Luis López Bulla

Pietro Ingrao cumple cien años el próximo día 30 de marzo. Imposible resumir en unas pocas líneas su trayectoria política en el Partido Comunista de Italia y en las formaciones que le han sucedido, se necesitaría un libro voluminoso; y sus aportaciones a la teoría política han ido incluso más allá de su talla de dirigente. Como homenaje al luchador y al maestro, los blogs hermanos En campo abierto, Desde mi cátedra, Metiendo bulla, Punto y Contrapunto y Según Baylos hemos creído oportuno volver a airear el discurso que pronunció en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona el 4 de octubre de 2002, en la ceremonia en la que recibió la distinción de Doctor Honoris Causa de dicha institución académica.

 

Era el mes de julio de 1936. Había cumplido 21 años. Era estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad de Roma, en la plenitud de mi juventud. La agresión del gobierno fascista italiano a la joven República española fue el trauma, la ocasión desconcertante que me orientó (diré: me obligó) a la conspiración antifascista: a aquel empeño en la batalla política que después ha marcado toda mi existencia. Empezó para mí, en aquellos años, una confraternidad con el antifascismo español en el exilio, que se prolongó en el tiempo, y se acompañó con el encuentro de la fascinante poesía española del «Novecento»: Machado, Lorca y Rafael Alberti.

En este largo camino de mi vida he esperado ardientemente que los horrores, las masacres, la pila de víctimas que han marcado la época que he vivido, fueran solamente un amargo recuerdo: casi como la culminación de una locura a la que nos llevaron el capitalismo en su fiebre de la época fordista y, por su parte, los errores fatales del estalinismo. Después me engañé cuando, tras la caída de la URSS, pensé que se podía abrir un espacio nuevo para frenar la carrera de armamentos. No fue así. Cuando cayó el Muro de Berlín en pedazos, vimos que volvía la guerra en una zona crucial del mundo: en la península arábiga, que es un punto de juntura entre Europa, Asia y África. Hoy la cuestión de la guerra ve otro capricho. Ante todo ha sido un turbio y ambiguo pasaje orientado a relegitimar la intervención de las armas en nombre de un deseo de justicia. Recordad: fue la grave acción militar de la OTAN en Serbia, justificada en nombre de la democracia y la liberación de los pueblos destrozados por el déspota Milosevic. Vinieron los sermones de la «guerra justa». Y alguno en Europa se lanzó incluso a evocar un término supremo y antiguo. Habló de «guerra santa».

En verdad, en aquella ocasión de los Balcanes también se lanzó y alimentó (al menos por parte de algunos autores) la esperanza y la imagen de una purificación de la guerra: como si, apartándose del fango del territorio y moviéndose en la pureza de las grandes alturas de la atmósfera, pudiese y se quisiera golpear solamente (con la sabiduría de las técnicas modernas) los medios militares del adversario. Es lo que he llamado la ilusión (o el engaño) de la «guerra celeste». Brotó (¿lo recordáis?) aquella consoladora representación del piloto americano atravesando las orillas atlánticas, allá en la calma solitaria de los cielos lanzó la bomba inteligente, volviendo a casa, a la patria americana, limpio de manchas.

¡Qué horror! Sin embargo, vino la guerra de Afganistán y el ataque del cielo se ha mezclado con la cancelación de la ciudad, con los estragos civiles, con la máquina de las armas, dirigiéndose a los altiplanos y a los pliegues de la tierra. Y, paso a paso, cayeron amargamente las justificaciones éticas, las representaciones salvíficas, los sermones moralizantes.

Verdaderamente hasta ahora no han sido cancelados los vínculos formales que, en muchas Constituciones europeas y en la Carta de las Naciones Unidas, limitan el recurso a las armas. Todavía siguen ahí tales vínculos, escritos en leyes solemnes. Simplemente sucede que se han descabalgado o, de hecho, hechos trizas. El artículo 11 de la Constitución de mi país, que consiente sólo la guerra de defensa, se ha roto, sin que sobre ello haya sorpresa, ni escándalo, ni siquiera una discusión en el Parlamento o algunas aclaración del Presidente de la República, que observa sobre tal violación un religioso silencio.

Y hay algo que me espanta todavía más. Es el hecho amargo que, en nuestros países, el sentido común no se alarma, no tiembla. Hay que decir esta amarga verdad. Ojead los libros, oíd las palabras de los gobernantes, echadle un vistazo a los debates parlamentarios. Veréis que ha desaparecido la palabra «desarme». Ya no la usa nadie. Es, en este sentido amplio y angustioso que yo hablo de «normalización de la guerra». Se ha liquidado el espanto, el horror que sobrecogió a mi generación, que en aquel mayo de 1945, nos hizo jurar que nunca más debería volver la masacre.

¡Cómo mentíamos! Mirad hoy, mirad cómo se discute ahora, en estos días, abiertamente de un ataque a Irak y se invoca la «guerra preventiva». Quien habla no es un político descerebrado o un gacetillero fanfarrón. Hoy lo propone al mundo, como obligación ineludible y urgente, el Presidente de los EE.UU ., el jefe de la potencia más grande de la Tierra. Y eso sucede sin escándalo. No se reúnen con angustia los parlamentos. No suenan las campanas de las iglesias, Los sindicatos no convocan huelgas. Atención: se ha convertido en normal la «guerra de prevención», invocada por el país que se considera el guía del mundo.

¿En qué se funda esta revalorización y normalización de la guerra, y, por qué el pacifismo tiene hoy una restringida minoría?

Quiero, solamente, aludir a una explicación que, por comodidad y brevedad, llamaré «técnica». La verdad es que no entra en mis conocimientos la criba de las grandes innovaciones tecnológicas y de los nuevos saberes que han dilatado y revolucionado los sistemas de alarma, la trama de los conflictos, la combinación de las estrategias entre tierra, mar y aire. Sin embargo, tengo «in mente» los fuertes cambios acaecidos en la relación políticosocial entre la vida del hombre sencillo y las masas de civiles, de un lado, y, de otra parte, en lo que se ha convertido la guerra en este cambio de siglo.

Me parece indudable que, en los últimos decenios, se está desarrollando (¿o retornando?) la connotación «especializada» de la práctica de la guerra. Parece que ha desaparecido o empalidecido aquella connotación totalizante que viene clamorosamente desde principios del «Novecento»: aquel camino que, a partir del conflicto mundial de 1914, vio alinearse a millones de hombres en los frentes de varios continentes. Durante años y años, y en una condición humana radicalmente diversa del vivir civil: aquella guerra de masas en el fango de las trincheras que pronto fue dilatándose hasta atrapar al conjunto de las naciones, las ciudades lejanísimas del frente, la vida de los desarmados, las mujeres y los niños. En suma, la guerra de masas. La guerra mundial como la llamábamos.

Hoy las obligaciones prevalentes, el núcleo central de la acción bélica parecen nuevamente confiados a los soldados de oficio: a ciudadanos y ciudadanas que aceptan (o incluso piden) ser llamados a practicar la ciencia de la guerra, con sus tecnologías refinadas y sus riesgos de muerte. El matar colectivo, en nombre del poder público, vuelve a ser una tarea noble y ambicionada, bajo el aspecto de las retribuciones, del rango social y del reconocimiento público. Y la existencia de estos cuerpos especializados en el matar, en nombre de la comunidad pública, aparece como una nueva división de responsabilidades que permite a los civiles garantías de protección y sabiduría especializada para dedicarse (digámoslo de ese modo) serenamente al objetivo de la paz. Así, el soldado Ryan (¿recordáis la famosa película?) puede quedarse tranquilamente en su ciudad, ya que un adecuado «ejército de oficio» echa sobre sus espaldas el cruento y «nuevamente» noble oficio de la guerra.

De ahí que se podría pensar que esta revalorización de las armas y su relanzamiento como nervio y recurso central de la política se apoyen sobre operaciones de desagravio de masas de civiles y sobre eso de la lejanía (de su horizonte) del peligro a una vuelta de las pruebas terribles vividas en dos trágicas guerras mundiales (y aún, otra más). Y se puede pensar que Bin Laden y la feroz masacre de las Torres Gemelas (intencionadamente y con una espectacular audacia) han querido e intentado volver a lanzar al horno de la guerra de masas a «los civiles» del enemigo americano para sembrar en su ánimo nuevamente el espanto de la guerra, el miedo de masas de las masacres de masas. ¿Fue ese el feroz reto? No lo sé. Sé que los terribles acontecimientos a los que me he referido y el hecho de que nosotros queramos atrapar los acontecimientos reabren ásperas preguntas sobre el sentido y las formas que asume la política cuando se abre el Tercer Milenio y en la época de la globalización: un momento en que el capitalismo (desagregados a escala planetaria los momentos del producir y del consumir) vuelve a desorientar y dividir las nuevas subjetividades sociales que, en el curso del trágico «Novecento» habían puesto en discusión sus poderes y parámetros. Sin embargo, para sorpresa de muchos, de esta victoria no brotan ni la primavera del Tercer Milenio ni la calma de una estación segura de sus reglas íntimas. Retorna también sobre el trono, con arrogancia (y con una duda interior) la ciencia del matar; y vuelve, además, incluso sobre aquel vértice del mundo occidental donde (tras la trágica derrota de los «rojos») parecía que florecería una calma sabiduría irrefutable.

Entonces, en aquel 1936, el fragor de las armas sobre vuestra tierra y la masacre de Guernica cambiaron mi existencia, metiéndome dentro del conflicto. No pensaba, nunca lo habría pensado que habiendo tenido la fortuna de vivir casi un siglo, habría tenido finalmente que volver a la pregunta elemental sobre el derecho y sobre la forma del matar colectivo a nuestros semejantes; y que ese arte viniera hoy presentado, incluso, como instrumento de «educación» del mundo, de sabia «prevención».

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Intervención de Pietro Ingrao en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona en su nombramiento como doctor Honoris causa el 4 de octubre de 2002.