Las elecciones pueden llegar a ser la perforación por donde el pueblo cansado entre a expulsar a los poderosos de sus poltronas desde donde han hecho sus millones a costa del desprecio y el abuso. De hecho no hay otra opción. Apostar al derrumbe del modelo por una hipotética protesta infinita es no conocer los […]
Las elecciones pueden llegar a ser la perforación por donde el pueblo cansado entre a expulsar a los poderosos de sus poltronas desde donde han hecho sus millones a costa del desprecio y el abuso.
De hecho no hay otra opción. Apostar al derrumbe del modelo por una hipotética protesta infinita es no conocer los recursos del sistema para su autodefensa. Y de una rendición incondicional no se vislumbran rasgos. Menos de un suicidio colectivo de prepotentes, poderosos y millonarios. La única fisura disponible es el voto, así sea que por decenios lo hayamos considerado una lacra de la burguesía, una opción de reformistas o un bastión socialdemócrata.
Pero no. El voto puede llegar a ser un arma letal si es multitudinario y viene acompañado por las más díscolas, rebeldes y decisivas movilizaciones.
La mejor expresión que puede tener la movilización de la gente aburrida es mediante la irrupción de millones de votantes con un propósito muy claro: desembarcar de sus poltronas a la turba de maleantes que han profitado de los beneficios del Estado y de la necesidad de la gente, que han hipotecado el bienestar de las mujeres y niños del pueblo y se han robado las riquezas nacionales del mar, el aire, la tierra y el subsuelo.
Algunos han entendido esta realidad y la han asociado mecánicamente a la constitución de partidos. Pero no sólo por la mala experiencia de más de un cuarto de siglo de sucesiva derrotas electorales con bajísimo apoyo demuestran que ese camino no sirve. Súmese el hecho de que un partido, otro más, en vez de ampliar horizontes, alianzas estratégicas y tácticas, necesariamente encapsula, limita, encierra y condiciona, tal como lo ha demostrado la aparición/desaparición/aparición de tantos otros como los que hoy hacen su intento.
A menos, claro está, que después de ver que por aquí no pasa nada, ese partido acepte las condiciones del sistema y se sume a la Nueva Mayoría. Ese mecanismo exprés ya ha demostrado su eficacia.
La Izquierda debería explorar la opción de transformar la energía del movimiento social en energía política. El movimiento estudiantil no ha sido capaz de hacer del techo al que llegó luego de las estruendosas marchas, el piso del siguiente paso. Ha caído una y otra vez en la trampa del trabajo prelegislativo, que no ha sido otra cosa que el freno recurrente del sistema para bajar la movilización y luego, ha insistido en la otra trampa: el Congreso Nacional, hasta donde llegan como romeros a la espera de que sus santidades tengan a bien hacer leyes que incorporen sus exigencias. Bajo el escudo y la bandera nacional, ese lugar debería estar presidido por la sentencia del Dante: «Abandonad toda esperanza, aquellos que entréis aquí». ¿Es que el movimiento social no puede disputar espacios de la política al sistema?
Postulamos la irrupción de un movimiento que asuma el desafío monumental de enfrentar al sistema en su propio terreno, con sus propias leyes y con sus propias herramientas. Los cambios de fondo solo los hará el pueblo provisto de la suficiente fuerza y poder como para impulsarlos, sostenerlos y defenderlos. Con la experiencia acumulada en casi medio siglo de luchas, es posible levantar un movimiento que con apego a candidaturas de formato independientes y/o afirmadas en las organizaciones sociales, incluso en partidos legales existentes que quieran plegarse, se levante una oleada popular de tal envergadura que no sólo lo haga tambalear sino que simplemente lo expulse del poder político. O por lo menos, que se ganen porciones importantes de poder formal.
Un movimiento liderado por estudiantes, trabajadores y pobladores organizados y no cooptados, extendido en todo Chile, e integrado por todos los movimientos que asuman elegir por votaciones populares a sus mejores candidatos a lo que sea, en donde la gente y sus organizaciones respalden a sus mejores dirigentes o representantes que luego sean elegidos en verdaderas primarias o consultas populares en el convencimiento de la necesidad de deshacerse de la mafia que ha gobernado el país por mucho más de un cuarto de siglo, sería otra cosa.
Este país ha llegado a un límite tal, que la sola exigencia de honradez y decencia en los políticos se transforma en una acción insurgente.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 841, 20 de noviembre, 2015