A la memoria de José Giménez Lorente, cocinero de rebeldías, militante del Campamento Dignidad, víctima de un sistema criminal que condena a millones de personas a la miseria «Nosotros lo tenemos claro: o dormimos aquí o en comisaría. Hablad con vuestros jefes, con los políticos. Que ellos decidan». Es la respuesta de los activistas a […]
A la memoria de José Giménez Lorente, cocinero de rebeldías, militante del Campamento Dignidad, víctima de un sistema criminal que condena a millones de personas a la miseria
«Nosotros lo tenemos claro: o dormimos aquí o en comisaría. Hablad con vuestros jefes, con los políticos. Que ellos decidan». Es la respuesta de los activistas a la advertencia que realiza el cargo policial sobre la ilegalidad de acampar allí, mientras se van alzando las tiendas de campaña. Es 20 de febrero de 2013, estamos en la puerta de la oficina de empleo de Mérida. Pero no son horas de oficina. Anochece ya, y aquí ahora no se escuchan las palabras omnipresentes de la mañana, currículum, documento, depresión, pastillas, escopeta. Ahora hay un rumor de conjura colectiva, una mezcla de determinación y vértigo, el nerviosismo propio de quienes saben que están pisando raya de peligro. Cerca de cien personas se han reunido esta tarde fría en las inmediaciones del SEXPE y han decidido levantar allí un campamento de protesta. El numeroso destacamento policial vigila al grupo contestatario y espera las órdenes para intervenir. «No temáis, son los de siempre, los de la renta básica. Esto ya es un simple eco del 15M, ya se cansarán, dejadlos que se frían en su propia salsa». Aunque no se acaba de fiar, el poder no retira las tiendas esa noche… Y la chispa incendia la pradera.
Así nacía hace tres años el Campamento Dignidad, sin duda uno de los movimientos sociales más combativos de Extremadura y de España. Nacía a la intemperie, en los páramos del desempleo, frente a la institución que nos recuerda nuestra condición de mercancía rehusada, rodeado de policías y rumorosamente arrastrado, protegido por el pueblo más humilde. Una semana más tarde, una nueva acampada arraigaría en la Catedral de Plasencia y, después, dos nuevos enjambres de coraje se levantaban en Almendralejo y Badajoz. Los acontecimientos auténticos siempre llegan con pies de paloma, silenciosos, imprevisibles, desvelando verdades escondidas. Allí se mantuvieron 80 días, hasta el 9 de mayo, fecha de la aprobación por parte del parlamento extremeño de la Ley de Renta Básica.
El sociólogo italiano Francesco Alberoni llamaba a las etapas de efervescencia colectiva «los estados nacientes». En el estado naciente la utopía se concreta, se convierte en fuerza transformadora, una fuerza que explora minuciosamente las fronteras de lo posible. A los campamentos dignidad ya nada precario le es ajeno. De la renta básica ha saltado a ocupar una urbanización de viviendas vacías, a recoger libros de texto para los chavales o a defender el rebusco. Necesidades nuevas y viejas se trenzan y las formas de la revuelta se multiplican. Los escraches a políticos como Floriano o la reina Sofía, los encierros durante las navidades, la puesta en pie, junto a otros muchos colectivos, de las Marchas del 22M, la vigilia permanente frente a la casa de Monago, la constitución de corralas de vivienda, los repartos de alimentos… Miles de penas y de luchas van templando la fortaleza de los campamentos de la Dignidad, extendiendo la semilla «perturbadora» a lugares y causas impensables. Un dato sirve para expresar la vitalidad y penetración del movimiento: 72 personas vinculadas al movimiento han sido multadas o juzgadas en este tiempo por acciones reivindicativas, por otra parte siempre pacíficas; la suma de las multas que les reclaman supera los 180.000 euros.
El movimiento de los Campamentos Dignidad se ha convertido en un instrumento crucial para la clase obrera de Extremadura y en una pesadilla para el poder político. Porque lo decisivo, con ser importante, no es sólo que de la mano de esa lucha se haya conseguido que la renta básica de inserción se le pague a más de 8.000 personas cada mes, en lugar de a las 1.500 que la Junta de Extremadura pretendía; ni que se haya logrado, una y otra vez, torcer la voluntad de bancos y políticos, empeñados en el despiadado propósito de desahuciar a miles de familias de sus casas; ni que se les haya arrancado los comedores escolares durante el verano o fondos para hacer frente a la pobreza energética. Algo más sustancial aún que todo eso se ha logrado en este tiempo, algo intangible pero primordial: la construcción de una herramienta que produce comunidad y esperanza. O lo que es lo mismo: que construye pueblo.
«Cocinar hizo al hombre», decía sin sombra alguna de ironía el biólogo Faustino Cordón. Y la etimología de la palabra compañero, como gusta de recordar Víctor Chamorro, evoca a los jornaleros que se comen el pan juntos, a los que comparten el pan. Producir comunidad es producir, al mismo tiempo, el pan y la fraternidad, los bienes materiales y la lealtad de clase. Producir comunidad es descabalgar el valor de cambio y elevar en su lugar el valor de uso. Producir comunidad es desalambrar el INEM y la SAREB, el derecho al trabajo y al techo. Es poner en pie corralas, somontes, comedores populares, centros sociales, gamonales, medios de comunicación críticos, marchas de la dignidad…
Y producir esperanza es enfrentarse a los «alcázares de la fatalidad», al «esto es lo que hay» que nos machaca los oídos por todos sitios. Pues si esto es lo que hay, peleemos por lo que debería haber, porque podemos instaurar otro estado de cosas, distinto a la precariedad y a la represión, a la pobreza y al miedo. La esperanza está enamorada del triunfo, no del fracaso (Bloch). Producir esperanza es organizar el apoyo mutuo y las pequeñas victorias. Y es también ser capaces de juntar en un todo indivisible pan cotidiano y horizonte de transformación. Porque si sólo peleamos por las necesidades inmediatas acabamos siendo una ONG o una asociación corporativa, funcional al sistema de dominación; y si sólo nos preocupamos de las grandes contradicciones del sistema, del régimen del 78 y del régimen de la Troika, acabamos siendo un partido, un club más o menos simpático que se dedica a emitir diagnóstico ideológico.
Los Campamentos Dignidad, como las Plataformas de Afectados por las Hipotecas (PAH), son expresiones de esa radical novedad. Son herramientas colectivas que producen comunidad y esperanza, «empoderamiento popular». Que construyen pueblo, en definitiva. Porque pueblo es cosa bien distinta a muchedumbre o masa. El pueblo, como la clase, no es algo ya dado, formado de una vez y para siempre. El pueblo, es decir, «la gente menuda», la gente común y humilde, se constituye como tal cuando rompe el silencio y dice su palabra. Y en esas estamos ahora, con el pueblo organizándose, intentando tomar la palabra. De ahí la rabia de quienes detentan el poder político, económico y cultural, contra la irrupción plebeya en la vida social y política; de ahí que arremetan contra cualquier rasta, escrache o huelga que se mueva. A los que tienen el poder les resulta insufrible la osadía de «los pelados». El pueblo ni estaba ni se le esperaba. Y más aún en Extremadura, diezmada históricamente por la pedagogía del miedo y por la lacra del caciquismo. Y mira por dónde, una planta indomable, un acebuche de barrio, una chaparrera obrera crece en el erial extremeño…
Ahora se trata de ser fiel al acontecimiento, de trabajar en las consecuencias de lo nuevo, de no replegarse a las rutinas de la representación. De no olvidar nunca que la maza sin cantera, como cantara Silvio Rodríguez, está condenada a ser «un servidor de pasado en copa nueva». No olvidar nunca que somos pueblo. Pueblo, en pie de lucha.
Manuel Cañada, militante de los Campamentos Dignidad de Extremadura
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