El proyecto de revolución democrática que no se apoye en la unidad pueblo-fuerzas armadas, está condenado a la derrota. Esa fue la lección chilena de 1973. Ella repitió lo que ha sucedido invariablemente en la historia. De poco vale una victoria electoral si no se cuenta con respaldo armado para defenderla. Las fuerzas armadas se […]
El proyecto de revolución democrática que no se apoye en la unidad pueblo-fuerzas armadas, está condenado a la derrota. Esa fue la lección chilena de 1973. Ella repitió lo que ha sucedido invariablemente en la historia. De poco vale una victoria electoral si no se cuenta con respaldo armado para defenderla.
Las fuerzas armadas se desempeñan habitualmente como matones profesionales de los poderosos. Sus incursiones represivas han causado mucha muerte y desolación. Sin embargo, hay excepciones. Una muy notable es la de Venezuela. El liderazgo del comandante Hugo Chávez logró hermanar al pueblo y las fuerzas armadas. Ambos factores de poder se plantearon un objetivo común: la revolución bolivariana, socialista y antiimperialista, hoy acosada por la arremetida reaccionaria que encabeza EE.UU.
El cómo integrar a las fuerzas armadas a un proyecto de profundos cambios políticos, sociales y culturales para reemplazar la desgastada y corrompida institucionalidad, es un problema fundamental que el movimiento popular tendrá que descifrar en el próximo futuro.
Por ahora las fuerzas armadas sólo constituyen una pesada carga para el país. Chile soporta uno de los presupuestos de guerra más grandes de América Latina. Eso acarrea la inevitable actividad de la corrupción que pulula en el negocio de los armamentos. La dictadura militar que padeció Chile demostró cómo esos regímenes pueden enlodar mediante la codicia los valores que dicen defender, entre ellos el patriotismo.
Por otra parte, el país sigue viviendo las consecuencias dolorosas de la tragedia que protagonizaron las fuerzas armadas manipuladas entre 1973 y 1990. En 1973 se interrumpió una vía de desarrollo democrático y social que continúa bloqueada. Los gobiernos post dictadura no han hecho sino perfeccionar ese modelo. La lección a tener presente es clara: la revolución democrática no es posible si las fuerzas armadas continúan asociadas ideológicamente y sirviendo de guardia pretoriana a la oligarquía. Es su destino si las fuerzas populares no las rescatan para un proyecto de cambio social.
Ciertamente no hay nada más patriótico para unas fuerzas armadas honorables que una alternativa política destinada a recuperar la soberanía nacional, la propiedad de nuestras riquezas y establecer una plena y efectiva igualdad de derechos de los chilenos. Es evidente que hoy no existe la posibilidad de incorporar a las fuerzas armadas a un proyecto de esta naturaleza. Siguen uncidas a una doctrina que muestra la revolución social como el enemigo interno a reprimir. La solidaridad del alto mando con los ex altos oficiales condenados por crímenes de lesa humanidad continúa hasta después de la muerte de ellos.
Pero la unidad pueblo-fuerzas armadas es tarea indispensable en una estrategia revolucionaria, y habrá que buscar modos de asumirla. Es parte de la «batalla de ideas» cuya misión es poner fin a la pasividad y sumisión en que se encuentra la ciudadanía. Es una batalla ardua y compleja porque significa remover una lápida de temor. En la base de la indiferencia respecto a la política -ahora acentuada por el rechazo a la corrupción-, está el temor de volver a sufrir el terrorismo de Estado. La extrema brutalidad de la dictadura marcó a fuego a un pueblo que aún siente miedo. El temor produce vergüenza, por eso se oculta. Pero está presente en cada acto de la vida cotidiana. En la moderación conservadora del discurso, en las propuestas conciliadoras, en las promesas de reformas inocuas que se diluyen en los consensos. El temor está presente en la renuencia de los jóvenes a asumir las responsabilidades cívicas que hoy les corresponden, eternizando burocracias políticas y sindicales amansadas en el cepo del autoritarismo.
La actual relación pueblo-fuerzas armadas se estructura a partir del temor y desconfianza mutuas. También influye la colonización cultural implantada mediante terrorismo de Estado y tarjeta de crédito. El chileno vive de espaldas a sus responsabilidades como ciudadano de un país que aspira a mayores espacios de democracia y justicia, de un país capaz de compartir los frutos de su trabajo. La colonización cultural ha significado un retroceso muy grande en los niveles de educación política y conciencia solidaria alcanzados antes del golpe de 1973. El pensamiento conservador, basado en el individualismo, es hegemónico y bloquea las vertientes ideológicas que deberían alimentar nuestros sueños.
Chile no ha sido nunca una taza de leche como se trata hacer creer para sembrar la sumisión. Nuestro país no escapa a la historia revoltosa y heroica de América Latina y el Caribe, continente del que somos parte aunque no lo sepamos. Los golpes de Estado de José Miguel Carrera -a caballazo limpio-, las guerras civiles de 1829, 1851, 1859 y 1891, la masacre de Lo Cañas, los siete motines militares, la sublevación de la Armada en 1931, el derrocamiento de Ibáñez, la fugaz República Socialista de 1932, el surgimiento del sindicalismo clasista y de los partidos obreros, las masacres del siglo pasado en los gobiernos de Germán Riesco, Arturo Alessandri, Jorge Alessandri y Eduardo Frei Montalva, la traición de González Videla y sus campos de concentración, la conspiración de la Línea Recta ibañista y la efusión de sangre del golpe de Estado de 1973, dan cuenta de una trayectoria de agitación y escasas victorias que nos miran desde el fondo de nuestra alma nacional, tristona y apequenada. La heroica resistencia contra la tiranía de Pinochet y su pandilla protagonizada por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez y el MIR, son capítulos de nuestra historia que merecen el homenaje de las nuevas generaciones.
Corresponde hoy a los jóvenes tomar la iniciativa para construir la nueva alternativa social y política. Lo razonable es tomar en cuenta la historia para no cometer los mismos errores. Seguir los caminos trillados de los 70 que desembocaron en una espantosa derrota para el movimiento popular, sería fatal. El pueblo lo sabe y por eso no se entusiasma ni apoya los intentos de repetir una estrategia cuyo final se conoce de antemano.
Gobernar para las mayorías y velar por la soberanía nacional no es solo un asunto electoral. Toda democracia desarmada que intente efectuar cambios importantes está condenada a sufrir una derrota. De ahí la importancia de construir la alianza pueblo-fuerzas armadas. No es imposible, como lo ha demostrado la experiencia de Venezuela. Se cambió la doctrina militar tradicional y la Fuerza Armada Nacional Bolivariana hizo suyos los valores del socialismo y del antiimperialismo. A esto se debe el furor de la campaña internacional para desestabilizar al gobierno del presidente Nicolás Maduro. La alianza que defiende la revolución es el objetivo a destruir para reapropiarse del petróleo.
¿Es posible en Chile reemplazar la desconfianza y temor hacia las fuerzas armadas por la hermandad de una lucha por objetivos comunes?
Lo creo posible si ese esfuerzo se enmarca en un proyecto de justicia social para los discriminados, que también son los soldados y sus familias. Conjugar intereses comunes puede hacerlo la movilización popular, levantando un programa que incluya las demandas de las fuerzas armadas comenzando por su reorganización democrática. Salud, educación, vivienda, trabajo, salario y previsión social dignos, democracia participativa, revocación de mandatos, recuperación de las riquezas naturales, reconocimiento del pueblo mapuche, integración latinoamericana, etc., debería considerar ese programa. No obstante, para materializarlo se necesita otra Constitución Política, fruto de una Asamblea Constituyente.
Esto no se logrará a través del «proceso constituyente» a que llama el gobierno y que la población ha recibido con frialdad. Se alcanzará en la lucha independiente de las organizaciones sociales. Allí madurará el programa y emergerán nuevos liderazgos, limpios de corrupción. A ese proyecto histórico hay que invitar a las fuerzas armadas. Su destino no es seguir siendo escuderos de la oligarquía y del imperio. Un papel diferente, patriótico y honroso les espera en la construcción de una sociedad más justa y participativa
Editorial de «Punto Final», edición Nº 850, 29 de abril 2016.