Los presos que participan del proyecto 3H producen alimentos para varios centros carcelarios mientras aprenden un oficio y adquieren el hábito del trabajo. Una experiencia a favor de la rehabilitación. «Esto es el mini Pocitos del sistema carcelario», dice El Brasilero, mientras señala el patio central a donde dan las puertas de los apartamentos individuales […]
Los presos que participan del proyecto 3H producen alimentos para varios centros carcelarios mientras aprenden un oficio y adquieren el hábito del trabajo. Una experiencia a favor de la rehabilitación.
«Esto es el mini Pocitos del sistema carcelario», dice El Brasilero, mientras señala el patio central a donde dan las puertas de los apartamentos individuales en los que viven el centenar de presos («ahora se les dice personas privadas de libertad», apunta una asistente) alojados en la Unidad 2 del Penal de Libertad.
La pieza de El Brasilero -quien hace 15 años viene recorriendo cárceles y ahora está cerca de salir en libertad- es modesta pero dignísima: tiene una cama de dos plazas y una de una plaza que improvisa un living. Tiene un televisor («algunos tenemos plasma», aporta orgulloso otro recluso), unos parlantes, una toalla colgada y un baño (compartido) pegadito a su puerta. Otros reclusos no quieren mostrar su pieza porque, dicen, está desordenada. Hay antenas de Direct TV y varios de los internos tienen Play Station o, dice otro, «hasta X-Box».
El Brasilero, Ruben, Gonzalo (los nombres no son necesariamente esos) son alguno de los 90 presos que viven en esta cárcel «de confianza» vecina del Penal de Libertad. También anda por ahí, un muchacho peruano y un exjugador de fútbol de primera división.
Varios de ellos, además, tienen otra cosa en común: participan del programa 3H, un emprendimiento hortícola que cuenta con el apoyo financiero de la Fundación Rotaria del Rotary Internacional y es manejado por los Rotary Club de Colón y de Sayago con el Rotary Club Winnipeg-St. James, Canadá como sponsor.
En una mañana fría de comienzos de julio, los 15 presos que participan del 3H dejan de trabajar y se paran en una ronda bajo el enorme invernáculo del proyecto, unos 2.000 metros cuadrados dedicados al cultivo hidropónico de tomates, lechugas, rabanitos y perejil, entre otros vegetales de buena presencia.
El que les habla es el ingeniero agrónomo Alvaro Sánchez, el responsable técnico del proyecto. Sánchez además es director del Departamento de Planificación y Producción Agropecuaria del Ministerio del Interior, o sea es quien tiene a su cargo la veintena de emprendimientos agropecuarios carcelarios. Y además es rotario.
En la reunión, no hay guardias, ni policías y sólo anda por ahí el director de la unidad, el comisario Juan Rosa, que charla con algunos presos animadamente. «A algunos los conozco hace años», dice Rosa quien ha estado en varios centros penitenciarios.
Sánchez lanza un discurso motivador que es escuchado con respeto por los presos. Habla de disciplina, de lo orgulloso que tienen que están de lo que hacen y de la importancia de que reciban invitados para ver ese trabajo. Además de este periodista y la fotógrafa la visita guiada incluye a varios de los rotarios que promueven el proyecto pero ya han ido los ministros del Interior y de Trabajo y hasta los alumnos de una escuela cercana. Cuando una vez más se menciona la disciplina, varios presos asienten con la cabeza. Saben que estar ahí es una buena oportunidad y se los ve comprometidos con la causa. La lista para participar es larga y la selección, rigurosa.
En la unidad 2, «el preso sabe que tiene que cumplir y eso genera un compromiso», dirá precisamente Sánchez unos días después en su oficina del ministerio. «Y para eso partimos de la disciplina, que es la herramienta fundamental. Acá se empieza a trabajar a las ocho, no a las ocho y cuarto o a las nueve menos cuarto». Se trabaja hasta las cinco de la tarde con un descanso para almorzar entre las 12 y la una. «Un día me aparecí a las seis y media de la tarde y algunos estaban trabajando», dice Sánchez, quien se define como estricto «primero conmigo mismo y después con los demás».
En la Unidad 2, que depende del Instituto Nacional de Rehabilitación, los 90 presos viven en un nivel de detención llamado «de confianza» y todos se tienen que dedicar a trabajar ocho horas diarias. Ocupan un predio de unas 300 hectáreas separados del penal de Libertad por un tejido. De este lado podrá no verse policías, pero del alambrado para allá varios soldados se toman un descanso y las torretas de vigilancia dejan claro que por ahí el protocolo es bastante menos flexible.
Los presos de la Unidad 2, y de todas las instalaciones de su estilo, están en general cerca de salir en libertad y podría decirse que están rehabilitados. Todos hablan de los planes cuando les llega la libertad. Hablan de proyectos, de familiares que los van a ayudar y de la intención de aprovechar la experiencia del 3H.
Aunque uno piensa que hay que ser discreto sobre cómo fueron a dar a la cárcel, muchos de ellos cuentan su historia. Fueron rapiñeros, homicidas, ladrones, vendedores de drogas. Dicen que aprendieron la lección y que no piensan volver. Y aunque todos los presos suelen tener esa opinión de sí mismos, consiguen convencer a los interlocutores. Se los nota ansiosos por hablar y el ambiente es de una camaradería sin alharacas.
Muchos ya salen los fines de semana y los que no, reciben a sus familias de viernes a domingo. Unos humildes juegos infantiles se llenan, entonces, de niños.
Las tres H.
Hace seis años, los Rotary Club de Colón, Sayago y Villa Colón presentaron un proyecto muy similar a este de la Unidad 2 para realizar en el Hospital Saint Bois. «Se trataba de armar una granja de la que se ocuparían los pacientes con problemas mentales leves», cuenta Bruno Spremolla, entusiasta promotor del proyecto. «Era una opción terapéutica que podría llegar a remplazar a la medicación».
Para eso se presentaron para conseguir fondos de la Fundación Rotaria, una suerte de banco para proyectos de los clubes de todo el mundo. Para el 3H se precisaban 300.000 dólares destinados a comprar materiales, adaptar la tierra y construir invernáculos aptos para una producción hidropónica y empezar a trabajar. El proyecto lo preparó Sánchez, un pionero en la técnica, en la que trabaja desde 1991.
Como suele pasar por cosas que nunca quedan muy claras pero que dependen de la voluntad de algún funcionario, el proyecto del Saint Bois quedó trancado poco después de empezar a trabajar la tierra. Con los fondos asegurados (el proyecto fue seleccionado entre cientos de todo el mundo) y justo ante la eventualidad de perderlos, Spremolla escuchó, en una charla para rotarios del ministro del Interior, Eduardo Bonomi, los beneficios del trabajo de las chacras en las cárceles. Spremolla se iluminó.
«Se lo planteamos a Bonomi y lo apoyó desde el primer momento», dice este jubilado bancario que es rotario hace más de 30 años. Rotary Internacional lo autorizó y se creó la Fundación para la Salud, la Educación y el Desarrollo Humano, al frente de la cual quedaron los ingenieros agrónomos Carlos de Dios y Mario Boroukhovitch.
En la unidad 2 ya había una huerta, un chiquero y un tambo por lo que la intención del Proyecto 3H era complementar e impulsar el trabajo ya hecho. Para ello se le concedieron en régimen de comodato 15 hectáreas. La Fundación compró los materiales (incluyendo un pequeño tractor chino que no parece muy grande pero cuya eficacia es elogiada por varios) y se hizo un pozo de agua de 60 metros de profundidad que, dicen, llega al Acuífero Guaraní. «El agua es purísima», comenta Spremolla.
Las tres H refieren a las iniciales en inglés de Salud («porque contribuye a mejorar sensiblemente y un menor costo, la salud de la población carcelaria mediante la generación del cambio de los hábitos alimentarios», dice el proyecto), Nutrición (una traducción poco ortodoxa de Hunger «porque mejoramos a través de la enseñanza agronómica, una excelente forma de alimentarse con sistemas sencillos y de bajo costo») y Desarrollo Humano («se busca, a través de la formación profesional, reinsertar en la sociedad a la población carcelaria» a través de «la enseñanza de un oficio y/o un medio de autosustentación»). La idea era, además, funcionar como un sistema piloto a desarrollar en otros centros.
Así, la producción de la chacra de la Unidad 2, va directamente al ministerio del Interior que la paga a precio de mercado, con lo que se autosustenta el proyecto. Actualmente su producción la aprovechan cinco centros: la propia unidad 2; la unidad 10, Juan Soler en San José; el Comcar; la unidad 9, El Molino y si hay un remanente también a Punta Rieles.
Los presos trabajan ocho horas de lunes a viernes («el propio equipo se autoregula», dice Sánchez, «e retan entre ellos, se marcan metas») por las que reciben medio salario mínimo que se les paga a través del Patronato Nacional de Encarcelados y Liberados con el dinero que generan ellos mismos con su trabajo en la huerta. El 40% es para los reclusos y el resto se le entrega a la familia o se le guarda en una cuenta al recluso hasta que salga en libertad.
«Esto hace tres años era una mugre», dice Sánchez señalando un terreno donde ahora se levantan los invernaderos y hay un pedazo grande de tierra preparado para plantar. Algunos de los presos que aún están en el proyecto participaron en la preparación de lugar, que consistió en limpiar, cortar, transportar y curar unos 2.000 troncos de un bosque en el propio predio con los que, además, se construyó un invernáculo de 890 metros cuadrados al que se le sumó, tiempo después, otro igual. Hoy esos 2.000 metros cuadrados techados, son «el mayor invernáculo hidropónico del sistema carcelario», dice Sánchez, lo que no parece un gran mérito, y uno de los más grandes del país dedicados a la hidroponia, lo que suena mejor.
Allí, por ejemplo, se han producido en un año 5.000 kilos de tomates. Además se ven remolachas, lechuga y acelga de dimensiones generosas. Al final del recorrido entregarán con orgullo un surtido con sus productos a todos los invitados.
La unidad 2
«Esto es un premio», dice Gonzalo, que ya disfruta de un régimen de salidas transitorias y se muestra como entusiasta defensor del proyecto. Después de haber estado en Comcar y Libertad, Gonzalo (quien dice estar «rehabilitado desde el primer día» que cayó preso) sabe de la oportunidad que es estar en este lado de un sistema carcelario que algunos definen como colapsado.
«Hasta el horizonte podemos andar nosotros», dice Juan señalando un lugar que se ve bastante lejos, allá como por detrás de un monte. «Hoy, antes que ustedes vinieran estuve caminando por allá solo». Juan está allí por un problema de adicción a las drogas que lo llevó por el mal camino; está molesto porque hace cuatro años espera una decisión del juez.
La unidad no tiene muros, ni alambrado y, por lo menos en la mañana que la visitamos, no había ningún guardia en la puerta. «Pero nadie se fuga», dice Rosa, el director de la unidad. En Navidad se fueron dos presos pero «por problemas familiares»; uno dejó una carta y el otro volvió al otro día. Ambos perdieron el privilegio de estar allí y volvieron a Libertad. Y eso sí que es retroceder varios casilleros.
«Todas las cárceles deberían ser así», dice Rosa, el director, mientras recorre las instalaciones. Todos los apartamentos (es difícil llamar celdas a esos espacios individuales con comodidades de lujo modesto) dan a ese patio central donde al mediodía grupos de presos almuerzan aprovechando un rato de sol invernal. Los apartamentos son muy calurosos en verano y bastante fríos en invierno, dicen.
El comisario Rosa muestra orgulloso unas fotos en su celular de la reciente visita de una escuela de la zona a la cárcel. Los niños recorrieron el lugar, comieron y jugaron un rato largo. Los presos, además, ayudaron a construir un invernáculo en la propia escuela, en lo que fue para muchos la primera excursión en años fuera de un centro de reclusión.
Como quien va hacia los chiqueros, hay una escuela («a los que no terminaron Primaria, los invitamos a venir a clase», dice Rosa, y la invitación casi siempre es aceptada) y un liceo, un taller mecánico atendido por los propios presos, una sala de computación y una capilla evangélica. Cuando uno se cruza con los presos, saludan amablemente.
«Terminé la escuela acá pero no creo que vaya a hacer el liceo», dice un preso joven y con aspecto tímido. No está muy seguro de si va a aprovechar lo aprendido en la huerta pero sí está confiado que el suegro le va a dar una oportunidad en su negocio.
Para llegar a participar del proyecto 3H se hace una selección «muy rigurosa», dice Sánchez. El preso debe ser aprobado por un comité integrado por representantes del Patronato (a través de sus psicólogos y asistentes sociales), el director del centro y el ingeniero agrónomo. Si estar en un centro de confianza, como la unidad 2 ya es un premio, participar en el 3H es el premio mayor.
«Se les paga por su trabajo y por estudiar y además se les da un oficio», dice Edgar Mazza, presidente del Rotary Club de Colón.
Cuando se pasa por el 3H, el preso recibe un certificado que lo califica como idóneo en la técnica en hidroponia. De los 80 presos que pasaron por el proyecto, una docena están aprovechando lo aprendido ya sea como empleados (a todos los recomendó Sánchez con sus propios clientes privados y hasta ahora no ha recibido quejas) o en emprendimientos propios. Para el agrónomo son «trabajadores muy buenos y cada uno rinde por cuatro o cinco de los otros». Aunque reconoce que algunos trabajan más que otros.
El proyecto incluye además un préstamo no reintegrable de 5.000 dólares en materiales para armar su propia propio proyecto hortícola pero ninguno de los excarcelados ha reclamado ese derecho. Los rotarios, además, están en tratativas a través del Instituto de Colonización para darles -a quienes salen en libertad y participaron en el proyecto- pequeñas extensiones de pocas hectáreas en comodato para que inicien su propio proyecto.
El acuerdo con el Ministerio del Interior es a tres años, y el convenio vence en octubre cuando caduca el comodato de las 15 hectáreas. «Los beneficios que uno deja en el predio quedan en el predio», dice Spremolla. «Y nosotros le dejamos maquinaria, insumos, para que se siga trabajando el ministerio». Los rotarios harán un seguimiento del proyecto.
La salida de la pata privada del emprendimiento inquieta a algunos reclusos que no confían demasiado en la capacidad del ministerio del Interior en mantener esta clase de proyectos. Sánchez está confiado en que se seguirá adelante y en buena forma.
Además, el ministerio del Interior pretende aprovechar el know how de los rotarios. Hay intenciones de extender el proyecto, por ejemplo al centro de Piedra del Indio en Colonia. Sánchez tiene planes aún más ambiciosos.
«Como el gobierno quedó muy conforme, el ministerio va a invertir y nosotros poner la maquinaria agrícola y pagar el pozo si es necesario», dice Spremolla. La venta de la producción les ha reportado unos 70.000 dólares que se invertirán en otros establecimientos, también con huertas hidropónicas.
«Estamos muy conformes con el proyecto», dice Spremolla, quien visita una vez por mes la Unidad 2. «Sobre todo que el objetivo final que es la rehabilitación del preso se nos viene dando». Hasta el momento, ninguno de los 90 reclusos que pasaron por el proyecto y recuperaron su libertad volvió a delinquir. «Igual, desde el comienzo del proyecto tuvimos claro que con que uno solo se salvara la inversión ya estaba amortizada», dice Spremolla.
Los presos en los que se confía
Las experiencias de las reclusiones de confianza empezaron en 2005 como una manera de reconocerle al recluso «la buena conducta y los méritos con un privilegio justo», dice el Comisionado Parlamentario, Alvaro Garcé.
La Unidad 2, donde se desarrolla el proyecto 3H es la más importante pero hay chacras con ese sistema en los 18 departamentos del interior.
Hay unos 350 presos amparados en el sistema al que se accede con un procedimiento muy cuidadoso y a los que les hace un seguimiento con criterios objetivos.
La idea del comisionado, que anualmente en sus informes viene alentando esta forma de reclusión, es que debería duplicarse esas plazas «de confianza».
«Hay más intentos de fuga de los celdarios comunes que de estas chacras», dice el comisionado. Además es un sistema barato, en el que no existe hacinamiento y hay mucho menos violencia entre reclusos.
A su vez permite descomprimir las cárceles tradicionales, un reclamo crónico.
Los datos oficiales indican que la experiencia de esa clase de centros consigue bajar drásticamente los niveles de reincidencia de los detenidos.
La propia producción alimentaria
Entre los planes del ministerio del Interior está que los propios centros carcelarios produzcan el total de los alimentos que se consumen en ellos. La autosuficiencia alimentaria es una meta a la que tenemos que llegar», dice Alvaro Sánchez, el director del Departamento de Planificación y Producción Agropecuaria del Ministerio del Interior. Se espera que el propio sistema pueda aportar papa, boniato cebolla, ajo. «Este año capaz que llegamos al 70% de papa y de boniato capaz que llegamos al 90%», dice Sánchez. Eso, asegura, sería un ahorro importante para el Estado.
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