En general los españoles tienen preocupaciones, pero no identidad, ideas o ideología política. Esta anomalía, que puede parecer inquietante y que es resultado de muchas tropelías históricas, nos concede, sin embargo, una ventaja comparativa respecto del resto de Europa. España, cuya decadencia imperial se remonta al siglo XVII, no tiene ningún problema de principios con […]
En general los españoles tienen preocupaciones, pero no identidad, ideas o ideología política. Esta anomalía, que puede parecer inquietante y que es resultado de muchas tropelías históricas, nos concede, sin embargo, una ventaja comparativa respecto del resto de Europa. España, cuya decadencia imperial se remonta al siglo XVII, no tiene ningún problema de principios con la UE, como Gran Bretaña. España, nación invertebrada y negativa, no está llena de sí misma, como Francia, y su «patriotismo», por tanto, puede adquirir formas muy variadas. España, que mató a su mitad mejor hace 80 años y salió del franquismo hacia el consumismo, por eso mismo no es anticomunista, como Rumanía o Hungría, ni particularmente racista, como Austria y Alemania, ni desde luego orgullosamente católica, como Polonia. En definitiva, España es blanda, informe y está, de algún modo, sin fraguar y abierta a cualquier palabra, decente o indecente. Los españoles tienen, como digo, preocupaciones muy claras, como indica la última encuesta del CIS: el paro, la corrupción y, un poco más lejos, la sanidad. No les preocupan nada o casi nada, en cambio, el terrorismo ni los refugiados ni Venezuela ni los nacionalismos, lo que sin duda debería hacernos reflexionar. En España, cuyos habitantes tienen preocupaciones pero no identidad política, nadie sabe qué pensar. Eso es bueno y malo al mismo tiempo. Aquí los únicos que realmente saben lo que piensan son los banqueros, los periodistas, los taxistas y la extrema izquierda. Si dejamos a un lado a los taxistas, pobrecitos, que no pueden hacer demasiado daño, y a la extrema izquierda, que se conforma con tener razón, son las otras dos minorías, fuertemente ideologizadas, las que durante décadas han manejado a la clase política que ahora ve peligrar su poder. Eso es sin duda malo.
Un país en el que nadie -salvo los banqueros y políticos- sabe qué pensar es un país en el que puede ocurrir cualquier cosa. Es casi el único país de Europa, como lo demuestran los hechos, en el que puede, sí, ocurrir cualquier cosa y no sólo una, la peor. Eso es bueno. En un país así, en una situación así, de preocupaciones intensas y gran indeterminación cuántica, son muy importantes las palabras y quién las pronuncie. No por mucho repetirlo va a dejar de ser verdadero: si el 15M tuvo algún valor fue precisamente éste de adelantarse y pronunciar las palabras justas antes de que otros pronunciasen las injustas; y si Podemos -y ahora Unidos Podemos- puede catalizar esas preocupaciones y traducirlas en poder institucional es porque está sabiendo encontrar las palabras que reprimen o abortan el nacimiento de otras palabras potencialmente peligrosas. No las deja salir.
Durante décadas las dos minorías ideologizadas -banqueros y periodistas- han apuntalado a la clase política española mediante un discurso que no se corresponde ya con las preocupaciones no ideológicas de los ciudadanos. Durante décadas han impedido la construcción de un país razonable -han impedido, por ejemplo, la solución de la «cuestión nacional»- y creen que pueden seguir haciéndolo con los mismos instrumentos. Su error es insistir en el vacío, pedalear en el aire: hablar de terrorismo, de comunismo, de Venezuela o de nacionalismos, en paralelo al malestar ciudadano, mientras la constelación quincemayista ha conseguido ya que al menos la mitad larga de España, que no sabe qué pensar y cambia de idea con cada telediario y cada comida, sepa al menos que el paro no tiene nada que ver con los inmigrantes ni la corrupción con la democracia ni las listas sanitarias con Nicolás Maduro. El éxito de Podemos, y su, ya indudable, arraigo político y cultural, es sólo uno de los indicios de esta otra fragua posible en la que cobra forma una nueva clase política, cultural y periodística, condición -aunque no garantía- de la construcción de un nuevo país socialmente más justo y más democrático.
Todo lo demás está por ver, pero el cortafuegos ha funcionado. Ahora bien, en un país en el que nadie sabe qué pensar -en el que todo es posible, también lo justo y lo bueno- las encuestas son como sondas espaciales: recogen apenas regüeldos extraterrestres. Por superstición y por experiencia, tomaría con muchas reservas las que, en las últimas semanas, no sólo confirman el sorpasso al PSOE sino que apuntan a una no imposible victoria electoral de Unidos Podemos el 26J. No olvidemos que son las dos minorías ideologizadas las que encargan, cocinan y gestionan públicamente las encuestas y que, si hace seis meses los bancos y los medios podían estar interesados en anunciar el desplome de Podemos, hoy pueden estar interesados, al contrario, en hinchar su crecimiento. De esas encuestas deberíamos sacar dos cautelosas conclusiones, equidistantes del triunfalismo y del desánimo. La primera es que, en todo caso, las encuestas, y su posible manipulación en sentido descendente o ascendente, indican que nuestra clase política y económica percibe el peligro como real. La segunda es que, sea como fuere, si las encuestas son ciertas, Unidos Podemos se limita a sumar los votos de Podemos e IU del 20D; cuando lo único que sirve en este caso es multiplicar.
En un país en el que nadie sabe lo que piensa, pero en el que ya nadie quiere que se lo diga ni los banqueros ni los periodistas ni la extrema izquierda (¡ni los taxistas!), la campaña va ser más decisiva de lo que el cansancio de los últimos meses podría augurar. En términos convencionales se considera que una campaña -¡lógicamente!- es un medio para ganar votos y, por lo tanto, las elecciones. Unidos Podemos no puede sucumbir a la lógica. Unidos Podemos debería interpretar, al revés, que unas elecciones son, sobre todo, una oportunidad para hacer campaña. En los debates y las entrevistas de televisión se pueden perder votos, pero no ganar las elecciones, y el margen de maniobra discursivo es ya muy limitado y bastante cómodo, habida cuenta del recuerdo muy reciente del 20D y la pérdida de definición del PSOE y C’s durante la fallida investidura.
Si la pugna es con el PP, rocosamente monótono, basta enunciar con claridad las propuestas programáticas, adoptar un tono siempre afirmativo y no meter la pata. Pero la diferencia entre Unidos Podemos y sus rivales no está en los medios, donde todos ya sabemos qué esperar. La televisión la vemos sentados y las elecciones se ganan de pie; la televisión homogeneiza y encuadra y las elecciones las va a ganar la sorpresa y el zigzag; la televisión es propagandística, y por eso mismo poderosísima, pero no es contagiosa, y las elecciones sólo las puede ganar la epidemia. Esa ha sido siempre la especialidad de Podemos y ésa fue la causa de la incompleta «remontada» de hace seis meses: Podemos pone en pie, sorprende y contagia. Por un motivo casi inexplicable, tras cumbres y guadianas, tras muchos errores y algunos aciertos, los simpatizantes de las confluencias llegan al umbral de la cita electoral ilusionados y movilizados. Se dirá que es gracias al acuerdo con IU y en parte es verdad. Pero tiendo a pensar que ese acuerdo no habría tenido el efecto revulsivo que ha tenido si la gente no tuviese muchas ganas de ilusionarse, si no hubiese mantenido una reserva de ilusión presta a ser activada de nuevo. Eso es lo que sólo Podemos puede darnos. Ahora hay que prolongar, excitar y poner a punto de nieve esa ilusión mediante una campaña que recoja a los que la confluencia ha perdido y a todos los que, sin saber qué pensar, saben al menos que ni la crisis ni la corrupción ni la pérdida de servicios públicos tienen nada que ver con los refugiados, el terrorismo del ISIS, los nacionalismos o Venezuela. En este sentido, la campaña no puede ser un instrumento para ganar las elecciones; sólo puede ser un instrumento para ganar las elecciones si se plantea como una fiesta de felicidad contagiosa; si se convierte en la fiesta de celebración de la victoria electoral que, de hacer una buena campaña, volveremos a celebrar el día después. Esto implica, desde luego, desbordes locales ininterrumpidos, a través del ingenio descentralizado colectivo, como ocurrió en diciembre, pero también algún hito o acontecimiento central que anegue hacia delante y hacia detrás todo el calendario y en el que la confluencia entre partidos y fuerzas políticas se traduzca en una confluencia inmediata, multitudinaria y festiva en la plaza pública.
Una campaña así planteada debe servir además para que comencemos lo que no podremos aplazar mucho tiempo más: averiguar todos juntos qué coño pensamos, ahora que sabemos lo que no queremos. Para que no vuelvan a darnos lecciones las viejas minorías ideologizadas: los banqueros, los periodistas, los estalibanes y los cuñados.
Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/06/09/unidos-podemos-26j/8696
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