Como en el resto del mundo, en nuestro país la emergencia histórica de la mujer se produjo tardíamente. Pero además conocemos muy poco de dicho proceso. Notablemente, quien primero abogó por ello fue el líder conservador del siglo XIX, Abdón Cifuentes. Así, en un discurso que pronunció el 16 de agosto de 1865 promovió la […]
Como en el resto del mundo, en nuestro país la emergencia histórica de la mujer se produjo tardíamente. Pero además conocemos muy poco de dicho proceso. Notablemente, quien primero abogó por ello fue el líder conservador del siglo XIX, Abdón Cifuentes. Así, en un discurso que pronunció el 16 de agosto de 1865 promovió la extensión del derecho a voto a las mujeres. Y en sus fundamentos señaló que «las sociedades políticas, tal como están constituidas al presente, reposan bajo cierto aspecto sobre una base esencialmente injusta, contraria al progreso, contraria a todos los principios fundamentales y constitutivos del orden social. Ellas despojan de los derechos políticos nada menos que a la mitad del género humano (la mujer), y precisamente a la mitad más débil y por consiguiente a la que más interés debe tener en el bienestar y progreso de las sociedades, la que reclama y necesita con más imperio la protección social» ( Discursos , Tomo Primero; La Gratitud Nacional, 1916; p. 223). Por cierto, no tuvo resultado alguno.
Un avance efectivo lo obtuvo el ministro de Educación, el liberal Miguel Luis Amunátegui, en 1877 al autorizar la entrada de las mujeres a la Universidad de Chile, única en ese entonces en nuestro país. De este modo, en 1887 Eloisa Díaz Insunza y Ernestina Pérez Barahona se convirtieron en las primeras médicos chilenas y de Hispanoamérica. Sin embargo, hasta el siglo XX la mujer no sólo no tuvo derechos políticos, sino también quedó completamente disminuida respecto del varón en cuando al disfrute de sus derechos civiles. Así por ejemplo, la mujer casada «sólo con la autorización del marido (…) podía dedicarse al ejercicio de una profesión, industria o comercio» y los ingresos resultantes de ello debían estar «bajo la administración del marido» (Felicitas Klimpel; La mujer chilena. El aporte femenino al progreso de Chile. 1910-1960 ; Edit. Andrés Bello, 1962; p. 56).
MUJERES Y CLASES SOCIALES
Por cierto, la situación de las mujeres era muy diferente según la clase social. La peor era naturalmente la de los sectores populares, que debía desempeñar trabajos de muy baja calificación recibiendo remuneraciones bastante menores a la de los varones, además de las labores domésticas. Por otro lado, las mujeres oligárquicas eran cultoras del ocio y consumo conspicuos propios de su clase, pero tenían prácticamente vedado -por los prejuicios de la época- dedicarse a actividades productivas incluyendo las intelectuales. Era en el ámbito de la clase media donde la mujer se favorecía más, en la medida que aumentaban sus posibilidades de educación. Así, en el Censo de 1920 se apreciaban 150.154 mujeres estudiantes y «el número de profesoras de todos los tipos se eleva a 8.078 y los servicios públicos se ven aumentados con 813 funcionarios mujeres» (Ibid.; p. 151). Por otro lado, «la matrícula de alumnas que en 1900 era de 1.228 en los liceos, aumentó en 1925, a 20.492» y en 1919 «todos los liceos femeninos del país seguían los mismos programas de los liceos de hombres» (Ibid.; pp. 223-4).
Sin embargo, los partidos políticos de clase media fueron muy reticentes a luchar por los derechos de la mujer -especialmente el derecho a voto- porque temían que ello reforzara a la oligarquía y al clericalismo, dada su orientación político-cultural más tradicional. A tal punto, que fueron varios diputados conservadores los que en 1917 presentaron por primera vez un proyecto de ley para darle el voto a la mujer -siguiendo la huella planteada en 1865 por Cifuentes- lo cual ni siquiera fue considerado en su momento por la Cámara (ver Sofía Correa, Consuelo Figueroa, Alfredo Jocelyn-Holt, Claudio Rolle y Manuel Vicuña; Historia del siglo XX chileno ; Edit. Sudamericana, 2001; p. 86).
PRIMERAS ORGANIZACIONES
En todo caso, las primeras organizaciones de mujeres surgieron en los sectores populares como mutuales, en el contexto de actividades que incorporaban fundamentalmente mano de obra femenina (ver Gabriel Salazar y Julio Pinto; Historia contemporánea de Chile , Tomo IV: Hombría y feminidad ; Edic. LOM, 2002; pp. 153-5). Y luego como organizaciones feministas a raíz de las conferencias de la española Belén de Sárraga, dirigente feminista y anticlerical que vino a Chile en 1913 invitada por Luis Emilio Recabarren. De este modo, se formaron en Iquique y Antofagasta, y en casi todas las oficinas salitreras, los Centros Femeninos Anticlericales Belén de Sárraga, aunque decayeron prontamente en 1915 (ver Jorge Arrate y Eduardo Rojas; Memoria de la izquierda chilena , Tomo I; Jorge Vergara Editor, 2003; p. 96).
Además, Luis Emilio Recabarren se distinguió especialmente por su valoración de la mujer. Así, escribiría el 30 de abril de 1914: «Mujer: sin ti no hay humanidad ni vida posible. La vida no vale nada, si no está impregnada de amor. Se vive para amar. ¿Ha vivido la Humanidad una existencia? No. La Humanidad ha recorrido un camino abyecto, dejando huellas de sangre y dolor (…) ¿Qué es el hoy? (…) El hombre se disputa predominio, privilegio, relegando a la mujer que ya no quiere ser esclava de nadie (…) ¿Qué será el mañana? (…) El mañana es de la mujer. Porque ella es la que mecerá en su seno los seres componente de la Humanidad Futura cuyo esplendor ya divisamos y nos satisface siquiera concebirla. Madre-mujer tu frente será el sol futuro. Tus labios hablarán tierno cantando la Paz de los Hombres. Tu regazo será el lecho perfumado del Hombre creador de la nueva vida ¡Nace pronto, pues! El socialismo es tu cuna» (Ximena Cruzat y Eduardo Devés; Recabarren. Escritos de prensa , Tomo 3 (1914-1918); Edit. Nuestra América y Terranova, 1986; pp. 27-8).
No obstante, las organizaciones femeninas más relevantes en la promoción específica de los derechos de la mujer fueron las estructuradas en torno a la clase media y a mujeres oligárquicas, pero críticas del sistema vigente. La primera de ellas fue el Círculo de Lectura, creado en 1915 por la educadora radical Amanda Labarca siguiendo un modelo estadounidense, y cuyo directorio lo conformaron además Sofía Eastman de Huneeus, Elvira Santa Cruz Ossa (Roxane), Delia Matte de Izquierdo, Inés Echeverría de Larraín (Iris), Ana Swinburn de Jordán, Luisa Lynch de Gormaz, Delfina Pinto de Montt y Ana Prieto de Amenábar. A su vez, Gabriela Mistral fundó otro círculo asociado en provincias (ver Manuel Vicuña, La belle époque chilena ; Edit. Sudamericana, 2001; pp. 130-1 y 171).
EL CLUB DE SEÑORAS
Vinculada a la anterior surgió en 1916 el Club de Señoras, con objetivos más amplios que comprendían «la educación literaria, musical y artística de las mujeres, el patrocinio de las artistas y escritoras con necesidad de estímulo y apoyo, amén del examen crítico de la posición de las mujeres al interior de la sociedad chilena» (Ibid.; p. 132).
Tanto estas organizaciones y la promoción educacional de las mujeres generaron oposición en el establishment masculino. Así, Matilde Throup, la primera abogada que se tituló en Chile en 1892, tuvo que llegar hasta la Corte Suprema para que se le permitiera acceder a ser notario y secretario de Juzgado de Letras (ver Klimpel; pp. 168-72). A su vez, en 1913 Elvira Santa Cruz sostenía que la clase alta miraba muy mal que la mujer trabajase, señalando que con ello la mujer «queda borrada del escalafón social; el trabajo es una especie de degradación; se diría que el preferirlo (la mujer) a la limosna que de mala gana le dan los parientes, comete un acto reprensible y (es) marcada con un ignominioso baldón» (Gonzalo Vial; Historia de Chile (1891-1973) , Volumen I, Tomo I; Zig-Zag, 1996; p. 282).
En efecto, distinguidas personalidades como Marcial Martínez (político) y Ricardo Dávila (escritor) decían que «la mujer ocupaba un natural plano secundario -y esto, todavía por excepción- en ciencia, literatura y arte; que raciocinando, le faltaban la inventiva, la constancia y la fuerza masculinas; que era sólo apta para la imitación y para el romance y la poesía, dada su índole fantástica; y que otorgarle el voto (salvo el municipal) o hacerla elegible en cualquier cargo público era un error: Los defectos del parlamentarismo se agravarían con la presencia de individualidades que obedecen generalmente a sus nervios, a sus pasiones, a sus caprichos y al espíritu de novedad, de brillo, de apariencia, de lujo, boato y superfluidad, sin por eso quitarles (a las mujeres) los méritos de otro orden que todos les reconocemos» (Ibid.; pp. 282-3).
Incluso, un joven escritor de clase media como Pablo de Rokha escribió en 1918: «Literatas de club, ¿no tenéis un marido? (…) Buscadle, y si lo halláis, sed simplemente esposas; mirad que el mundo no es lo que dicen los libros, que un folletín no es más que un beso honrado y digno. ¿Queréis hablar? Muy bien; más ¡sazonad la sopa!» (Ibid.; p. 283).
LA IGLESIA CATOLICA MANIOBRA
Pero la oligarquía más conservadora no sólo repudió el feminismo laico y emancipador, sino que además, en estrecha coordinación con la Iglesia Católica, estimuló organizaciones de mujeres para defender los valores tradicionales Así, en 1912 se creó la Liga de Damas Chilenas, con la que «las mujeres de la elite asumieron el papel de censoras de la moralidad pública y de las entretenciones urbanas» (Vicuña; p. 198). Sus primeras autoridades fueron Amalia Errázuriz de Subercaseaux (presidenta), Ana Ortúzar de Valdés, Sofía Linares de Walker, Elena Calvo de Bulnes y Rosa Puelma de Rodríguez; integrantes del comité de censura. Este comité estuvo también originalmente integrado por Ramón Subercaseaux Vicuña, Ismael Valdés Vergara, Antonio Huneeus Gana y Francisco Concha Castillo (ver Ibid.; p. 227).
A medida que aumentaba la decadencia del sistema oligárquico, las mujeres más ilustradas de la clase media, en conjunto con las más críticas de la oligarquía, fueron desarrollando un feminismo cuestionador del sistema. De este modo, en 1919, desde el Círculo de Lectura «se desprende un grupo de mujeres que forma el Consejo Nacional de Mujeres; comienza un decidido debate feminista, y se presenta un programa de acción que va a traducirse, en 1922, en un proyecto sobre derechos civiles y políticos de la mujer» (Julieta Kirkwood; Ser política en Chile. Las feministas y los partidos ; Flacso, 1986; pp. 106-7). Sus creadoras fueron Amanda Labarca y Celinda Reyes de Rodizio; y su primer directorio estuvo compuesto, entre otras, por Adriana Valdivia, Beatriz Letelier, Fresia Escobar Morales, María Ramírez, Julia Mac Iver de Cousiño, Josefina Day y Margarita Escobedo (ver Klimpel; p. 238). El Consejo «desarrolló innumerables actividades: fundó un hogar para estudiantes; apremió la dictación de la ley de instrucción primaria obligatoria y estudió la ley que amplió la capacidad de la mujer. En su sede se dictaron una serie de conferencias dedicadas a la juventud femenina; se dictaron cursos de idiomas, de higiene, de puericultura y de literatura. Se fundaron Consejos Departamentales y realizó una intensa labor social» (Ibid.).
Todo lo anterior llevó al Consejo en la misma dirección reformista que planteaba la Alianza Liberal a fines de la década de 1910. Fue natural, por tanto, que su constitución y su labor recibieran el apoyo explícito de Arturo Alessandri y Pedro Aguirre Cerda, entre otros (ver Kirkwood; p. 107).
DERECHO A VOTO
En este contexto el Consejo hizo en 1922 una petición al Presidente Arturo Alessandri para que se le concediera a la mujer el derecho a voto en las elecciones municipales «a modo de campo de experimentación al sufragio cívico (…) que les permitiría paulatinamente su aprendizaje en materias políticas» (Ibid.). Esto lo lograría Alessandri en 1933 al comenzar su segundo periodo presidencial.
Asimismo, en 1919 surgió la idea de formar el Partido Cívico Femenino, con una composición de clase media y donde notablemente -para la fecha- se reunieron mujeres laicas vinculadas al radicalismo y otras del mundo católico. Su fundadora y primera presidenta fue Ester La Rivera de Sanhueza, acompañada de Berta Recabarren Serrano, Graciela Mandujano, Graciela Lacoste Navarro, Sara Valdés, Flora Heredia Báez, Leticia Repetto, Isabel Avilés y Berta Santiago Hernández (ver Klimpel; p. 238). Su creación formal demoró algún tiempo, ya que «sus estatutos fueron elaborados después de un interesante intercambio epistolar con todos los movimientos feministas de habla hispana de la época» (Kirkwood; p. 108).
Finalmente, en 1922 se constituyó como tal, con los siguientes objetivos: «Conseguir reformas legales para que la mujer pueda tener los derechos que por tanto tiempo se le han negado (voto y derechos civiles); uso consciente (por las mujeres) de las prerrogativas que les aportarán sus legítimos derechos; mejorar la condición de la mujer y el niño; tutela y protección de la infancia, protección a la maternidad; abolir todas las disposiciones legales y constitucionales que colocan a la mujer en una inferioridad indigna» (Ibid.; pp. 108-9).
Su publicación, la revista Acción Femenina , fue especialmente exitosa, ya que llegó a un tiraje inusitado de diez mil ejemplares. En ella se difundieron las diversas aspiraciones de emancipación política, social y cultural de la mujer, dando cabida también a la situación especialmente desmedrada de la mujer proletaria (ver Ibid.; pp. 109-12).
La constitución de estos movimientos feministas, además de contribuir a la sustitución de la república exclusivamente oligárquica, consagró un rol histórico de la mujer en Chile que en los años treinta se consolidaría con el surgimiento del Movimiento Pro Emancipación de la Mujer Chilena (Memch), que entre sus logros más destacados obtuvo el reconocimiento pleno de los derechos políticos de la mujer, en 1949.
(*) Este artículo es parte de una serie que pretende resaltar aspectos o episodios relevantes de nuestra historia que permanecen olvidados. Ellos constituyen elaboraciones extraídas del libro del autor, Los mitos de la democracia chilena, publicado por Editorial Catalonia.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 878, 23 de junio 2017.