La memoria, la memoria política, la memoria social, no la memoria personal, está sujeta a intereses. Interés de olvidar, interés de recordar. A lo largo de la Historia de toda la historia se recuerda lo que el vencedor decide que se recuerde. Es la historia «política», llena de luchas, algunas incruentas. Otras, las más duras, […]
La memoria, la memoria política, la memoria social, no la memoria personal, está sujeta a intereses. Interés de olvidar, interés de recordar. A lo largo de la Historia de toda la historia se recuerda lo que el vencedor decide que se recuerde. Es la historia «política», llena de luchas, algunas incruentas. Otras, las más duras, llenas de sangre. El vencedor impone su memoria a menudo incompleta. Con frecuencia tergiversada. Ha borrado lo que le molesta.
El siglo XX nos trajo nuevos vencedores, nuevas memorias. También cuando ya acababa, trajo la voz de las vencidos, las reivindicaciones de las víctimas en un proceso que se nos antoja singular en la historia, hacer oír tu voz sin necesidad de imponerla por la fuerza. No sé si hay muchos ejemplos.
En España sabemos de desfiles triunfales y derrotas devastadoras. El resonar de botas imponía silencios como sudarios. Al igual que en otros lugares de Europa llegó el momento en que las víctimas empezaron a hablar sin necesidad de victorias ni de sangre. Se mostraron las heridas abiertas, se clamó compensación y la memoria de los proscritos. Los vencedores algo cedieron a regañadientes, poco, no la restitución de dignidades ofendidas en farsas de juicios. Algún muerto, poco a poco, ha ido llegando al lugar que le correspondía.
Poco a poco han ido desapareciendo nombres de calles y plazas, algunos monumentos que pretendían darles gloria, una gloria de disfraz porque la verdadera se lleva cada día dentro. Se arrancan símbolos trasnochados. Los juicios no se revisan. Los muertos, la mayoría, siguen lejos del lugar que se correspondía. Y como si esto lo compensara, ahora se arrancan placas.
¿Qué placas? Todas las que recuerden 39 años de miedo, sin juzgar, sin seguir un criterio, sin deslindar. Creo que se pretende anular esos años. Pero existieron. Se quiere quitar la placa de un cementerio donde están enterrados aviadores de la Legión Cóndor que lucharon por la libertad ¿¡la libertad!? ¡Qué libertad! Bien está que la quiten. No lucharon por la libertad, pero son aviadores de la Legión Cóndor, parte de nuestra historia, no gloriosa, pero nuestra: aquí vinieron y aquí murieron. Ignorarlo sería un error. Y otras más que informan de proyectos llevados a cabo, de construcciones. Llevan el símbolo de un régimen ilegítimo porque fue quien los proyectó. ¿Quitarlas borrará la autoría? No es posible, solo confundirá la memoria y falsificará la historia, justamente lo que se reprocha y se intenta remediar.
Los pueblos como los seres humanos, tienen hechos que enaltecer y hechos de los que avergonzarse. Ignorar estos últimos, desterrarlos y esconderlos no hará que desaparezcan: no hay vuelta atrás. En algún momento retornarán. Hay que aceptarlos. No enaltecerlos, no atribuirles virtudes por cuya ausencia se distinguieron. Solo es que están ahí y obviarlos es enmascarar la historia, tergiversarla como tantas veces se ha hecho. Es algo que se queda en la superficie, cerrando los ojos la realidad no desaparece. Hay que verla, aceptarla y luchar porque no se repita bajo ningún signo, sea el que sea.
Y mientras tanto los vencedores hacen ver que se indignan, algo se deben indignar, algo les debe pesar en la conciencia porque los juicios no se anulan ni se devuelven los muertos. No nos engañemos, quitando unas placas no se restituyen famas, no se sanan las heridas.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.