Ni saben a dónde van, ni a dónde nos llevan. Preguntarse el cómo, resulta como un chiste narrado por un idiota, de esos que empiezan explicando el final y que añaden luego que ellos no saben hacerlo pero que contado por alguien con gracia es para desternillarse de risa. Y es verdad, aunque no toda. […]
Ni saben a dónde van, ni a dónde nos llevan. Preguntarse el cómo, resulta como un chiste narrado por un idiota, de esos que empiezan explicando el final y que añaden luego que ellos no saben hacerlo pero que contado por alguien con gracia es para desternillarse de risa. Y es verdad, aunque no toda. Hemos vuelto al infantilismo letal de los tiempos de Pujol, el gran ausente de todos los análisis. Esta es una sociedad que no acaba de aceptar la realidad y así nos va.
Tendríamos que preguntarnos de dónde han salido estos genios, de qué botella de alta graduación. Ni siquiera en sus soliloquios son capaces de construir un discurso coherente. Que si la declaración unilateral de independencia, que si las elecciones autonómicas, que si el diálogo. Padecemos del virus de la mediocridad que lo ha infectado todo. Desde que un delincuente anunció un viaje a Ítaca, y que a miles de payasos a cargo del erario público les pareciera de perlas, hemos recorrido todos los caminos del imaginario colectivo, hasta volver al punto de llegada y descubrir que no nos habíamos movido del sitio de salida.
¿De verdad no hay nadie en la sociedad catalana, ni en sus autosuficientes medios públicos o subvencionados, ni en su desvaída caspa intelectual, ni en los centenares de talentos mediáticos, que ose pedir que el supuesto president de la Generalitat, señor Puigdemont, y su abad misacantano Oriol Junqueras, deben irse al carajo, dimitir y dedicarse a la petanca, que es deporte para jubilados? Para hacer el fantasma no se necesita ni la colaboración de Rajoy ni la del Partido Popular. Para ese viaje al ridículo se bastan solos, siempre que los jalee una sociedad complaciente consigo misma, que olvida el hecho incontrovertible de que ha sido gobernada por una familia de mafiosos durante veintitantos años, alabada hasta la vergüenza ajena por los palmeros del análisis.
Pasó el tiempo del diálogo, ese mantra de los perezosos para alegría de presuntos implicados. ¿Sobre qué van a dialogar? ¿Qué entendemos por diálogo? Aún recuerdo el homenaje a Ernest Lluch donde una mediática apelaba a hablar con los asesinos. A tamaño pedazo de mediocridad parlante nadie le replicó si cabía imaginar a Lluch tratando de escapar de sus ejecutores armados diciendo, «un momento, caballeros, vamos a dialogar y así evitamos que me matéis». ¡Cómo se puede mentir tanto y tan reiteradamente sin que la sociedad exija un mínimo nivel de verosimilitud! ¿No hay nadie que les recuerde que son una tribu de mentirosos recalcitrantes que atienden a una sociedad conservadora en un punto que alcanza lo reaccionario?
Una buena parte de la sociedad catalana ha sacado del armario la frustración que llevaba dentro. Está en su derecho, siempre y cuando no le niegue a los demás el deber de contarlo e incluso de sobrevivir a esta oleada de xenofobia ideológica. Se ha traspasado el nivel de la lucha de ideas y se embadurnaron de un supuesto pacifismo construido en base a la intimidación y la violencia . Se ha abierto en canal una sociedad que se jactaba de su capacidad integradora, una máscara. O te callas o nos veremos obligados a hacerte callar llenándote la boca de rosas y claveles, los suficientes para que te ahogues en silencio.
Patética situación donde te dan a escoger entre el mambo o la vida. Nunca nos imaginamos que el buenismo podía matar y que el divertido ritmo de baile se convirtiera en un réquiem. Los temerarios muchachos de la eterna sonrisa nos están haciendo la vida imposible a la mayoría de una sociedad acostumbrada a callar, que sólo pía cuando los mafiosos y sus sicarios tocan a rebato y echan el alpiste. Las gallinas no son gastrónomas ni se sientan a la mesa; para comer han de inclinarse y picotear del suelo, al fin y al cabo tierra patriótica.
No sé si a algunos nos dará tiempo a verlo, o nos lo impedirán los clavelazos con los que nos amenazan los de las eternas sonrisas mortuorias, pero habrá un día que cada cual asumirá su cuota de vergüenza y de mentira. No hay diálogo posible con quien te está acogotando a bofetadas para que te reubiques y seas un buen catalán, una estupidez totalitaria que creíamos superada tras muchos años de que intentaran infructuosamente que fuéramos españoles fetén. Yo no quiero ser español, ni catalán, ni un equidistante del partido de los cínicos. Me conformaría con que me dejaran escribir, vivir y comportarme como un ciudadano que tiene el derecho -y como intelectual, el deber- de no comulgar con ruedas de molino.