Octubre negro. Noviembre desesperanzador. Todas las ilusiones, todas las esperanzas, se desplazan para más allá de las elecciones catalanas, como si el día 22 de diciembre fuese la fecha definitiva para el desbloqueo de una situación completamente enquistada. Toda la economía catalana se ha visto afectada por los acontecimientos vividos desde septiembre y, por ello, […]
Octubre negro. Noviembre desesperanzador. Todas las ilusiones, todas las esperanzas, se desplazan para más allá de las elecciones catalanas, como si el día 22 de diciembre fuese la fecha definitiva para el desbloqueo de una situación completamente enquistada. Toda la economía catalana se ha visto afectada por los acontecimientos vividos desde septiembre y, por ello, se fantasea con esa fecha como el fin de la funesta penalidad. Lejos de reflexionar acerca de los equívocos o no de esta fantasía, observemos el efecto de la tesitura socio-política catalana en la mayoría de los sectores empresariales de Cataluña. Centremos la mirada, por ejemplo, en un sector, pequeño pero relevante para el funcionamiento de la sociedad catalana: el sector editorial. La industria cultural, con cines y teatros a la cabeza, y el sector editorial, en particular, han visto cómo su rendimiento económico se ha visto enormemente afectado por todos los fenómenos acaecidos desde septiembre. Por ejemplo, y observando los datos facilitados por diferentes librerías, la caída de las ventas oscila entre el 10 y el 15%, dependiendo evidentemente del establecimiento en cuestión. Asimismo, muchos editores miran con preocupación, y algo de estupor, toda esta situación, ya que ven cómo títulos en los que tenían puestas gran parte de las esperanzas de todo el año editorial, tienen unas ventas más bien escasas o, en el mejor de los caso, reducidas a números inquietantes, como poco.
Estos datos, preocupantes en todo caso, van más allá, sin embargo, de la circunstancia política y social en la que se encuadra Catalunya a día de hoy. Dejando de lado el argumento tan sobado de la falta de hábito lector, de las limitaciones actuales, con todas las redes sociales y demás mecanismos de distracción o de empobrecimiento atencional, de las problemáticas económicas del editor en relación con la distribuidora, la librería… debería encararse la mirada hacía los libros que se editan en la actualidad, así como el vínculo que se establece entre el editor y el escritor de turno. Veremos que ambos aspectos están íntimamente unidos.
En una reunión celebrada hace pocos días, y conversando con colegas del gremio, si es que ser escritor es un gremio, llegamos a conclusiones que parecen atemporales: que si no se mira en la actualidad la calidad del libro, que si lo esencial es que el producto, perdón, el libro, sea cada vez más una mercancía vendible al máximo número de consumidores, perdón nuevamente, de lectores posible… Es decir, argumentos imperecederos, ninguna novedad ni, como es obvio, ningún atisbo de autocrítica. La cuestión más importante, a mi juicio, es que, más allá de estas cuestiones, hoy en día es el propio escritor quien se ha convertido en una mercancía que se ve obligado a construir un personaje, más o menos altisonante, más o menos delirante, que no deje de hacer performances para que, finalmente, la editorial en cuestión, a modo de jurado de talent show, decida aceptar ese desvarío ya que es, en el fondo, lo que mejor responde a las exigencias consumistas actuales, dentro del sector. Dicho en otras palabras, cuanto más desquiciado sea el constructo, cuanto más surrealista sea la escenificación, mejor se adaptará a las actuales demandas de la industria cultural. Es decir, ya no es sólo que el contenido de la obra sea cada vez más residual para ser tenido en cuenta en el momento de su publicación, sino que el escritor en cuestión debe ser un personaje conocido, destacado (da igual el por qué), visible, presuntuoso, ruidoso, y, por qué no decirlo, lo más hueco posible.
Como colofón a aquella cita, tuvimos varias conversaciones con algunos editores. Una de ellas, presuntamente defensora acérrima de la obra profunda, con peso, bien trabajada, me decía que hoy en día el escritor, a modo de red social, debe lanzar su propuesta de forma generalizada e indiscriminada a todas las editoriales posibles. Así, argumentaba con lógica apabullante, habría más oportunidades de «colocar» el manuscrito en alguna de ellas. Daba igual la honestidad del escritor para con la editorial a la que se enviaba, en caso de interesarle el manuscrito, o de la discriminación del autor de adecuar su propuesta a la línea editorial exigida, lo importante era «ir a saco» e «indiscriminadamente». Receloso, le repliqué qué pasaría si a ella la dejaban en la estacada, si alguna vez, siguiendo aquella lógica, su elección se desvanecía porque una editorial más grande se interesaba por ese mismo manuscrito, a lo que me contestó, con sonrisa de suficiencia: no pasa nada, ya vendrá otro u otra.
Esa tendencia, más cercana a determinadas redes sociales de apareamiento humano, hace añicos la relación directa, estrecha y de confianza entre el editor y el escritor, donde, por un lado, el autor sentía la complicidad y el asesoramiento del editor, mientras que este último, al apostar por un escritor, lo hacía por una obra, por un trabajo, dándole hospitalidad en su casa editorial y que, tras aconsejarlo y apoyarlo incondicionalmente, vería su apuesta recompensada a medio o largo plazo.
Claro que hay varias excepciones, no muchas no obstante, pero lo que está claro es que el mundo editorial, y sus dificultades, van más allá de las circunstancias socio-políticas en las que estamos inmersos.
Oriol Alonso Cano es escritor y profesor de filosofía en varias universidades.
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