Alejo Carpentier escribió que toda la historia de Cuba está contenida en sus canciones políticas. Se pueden «leer» esas canciones, a la vez, como antropología cultural de la nación, como crónica política de eventos y como historia social de sus procesos. En ellas, aparece el pueblo cubano como centro espectacular de atención, productor de discursos […]
Alejo Carpentier escribió que toda la historia de Cuba está contenida en sus canciones políticas. Se pueden «leer» esas canciones, a la vez, como antropología cultural de la nación, como crónica política de eventos y como historia social de sus procesos. En ellas, aparece el pueblo cubano como centro espectacular de atención, productor de discursos complejos, expresivos de infinitas prácticas contradictorias, capaz de politizar su choteo, su dolor y sus demandas; y de marcar, en grados variables, no solo la formación genérica de la «cultura nacional» -muchas veces presentada de modo despolitizado, como especie de «alma alada» de la nación-, sino, específicamente, el curso y los desenlaces políticos de los procesos reales en los cuales ese pueblo ha estado implicado. Sin embargo, en una gran masa de análisis historiográfico, que repite cronologías de hechos y biografías de líderes, el pueblo cubano permanece desconocido, sepultado una y otra vez por los discursos que lo invisibilizan, aun pretendiendo «defenderlo» o, incluso, «hablar en su nombre».
No es el caso de Fernando Martínez Heredia (1939-2017). Formado en el auge y esplendor del marxismo de los 1960, ya sabía que la historia exclusivamente «política» es un «ídolo» a derrotar, conoció y empleó los avances de esa hora de la historia social y «desde abajo», y fue parte de la recuperación latinoamericana del marxismo heterodoxo, en su caso señaladamente del aporte de Antonio Gramsci y su teoría de la hegemonía.
Ese marco lo situó en una posición ventajosa para comprender las múltiples dimensiones sociales de la política, para visibilizar al pueblo, y para hacer algo tan importante como difícil de entender: identificar cómo gana y cómo pierde la «gente común» dentro de un proceso determinado, y cómo sus demandas son incorporadas, sea en forma beligerante o mediatizada, en las posteridades de tales procesos, por ejemplo, en las formas institucionales que fija y en los cambios culturales duraderos que produce. Desde este código de lectura, Martínez Heredia propinó un golpe significativo a décadas de discursos y «análisis» sobre la «pseudorrepública» cubana, cuando expresó: la república burguesa cubana de 1901 «fue un resultado posrevolucionario, no contrarrevolucionario»(Martínez Heredia 2000), con lo que ello significa para el análisis social.
Es preciso subrayarlo dada la seducción –naíf– ejercida por un juicio que escamotea a su obra su soporte teórico: como Martínez Heredia era «humilde» -y lo era de un modo en el que he conocido a muy pocas personas-, y era «muy revolucionario», su enfoque se desprendería de su carácter y de sus compromisos. Sin embargo, no basta con querer hacer algo, es necesario saber, poder y atreverse a hacerlo.
En ello, Martínez Heredia mantuvo una terquedad admirable a lo largo de su vida. Supo, pudo y se atrevió a hacer: publicó el marxismo occidental cuando era un «problema ideológico»; estudió la revolución de 1930 -«la más desconocida de las revoluciones cubanas»- cuando era conflictivo acercarse con enfoques renovados a la tradición nacionalista cubana, en momentos políticos en que, por otra parte, se deslegitimaba el «pasado» y se buscaba en lares teóricos exóticos las raíces del proceso revolucionario (como la alucinante descripción de Blas Roca sobre las etapas «feudal, capitalista y socialista» que Cuba habría vivido hasta entonces); y escribió el mejor libro producido en Cuba sobre el pensamiento integral de Ernesto Che Guevara, tras dos décadas de silencio analítico nacional sobre el «guerrillero heroico».
No por casualidad, Martínez Heredia escogió a Julio Antonio Mella como tema de uno de sus primeros textos. Con «Por qué Julio Antonio» entendió el entronque de la tradición nacionalista democrática con el mejor marxismo crítico producido en la Isla. Mella recuperó la tradición patriótica de las luchas independentistas y la fusionó con el ideal de la liberación social, en clave de la emancipación de la dominación clasista. A partir de aquí, su lectura sobre Martí fue tan original como antagonista: el proyecto no es sustituir «al rico extranjero por el rico nacional», «¡Cuba Libre, para los trabajadores! Esta es la única manera de aplicar los principios del Partido Revolucionario [Cubano, de José Martí] de 1895 a 1928». Desde este enfoque mellista-y contra una tesis extendida según la cual la revista Pensamiento Crítico se ocupaba solo de pensamiento «extranjero»- fueron elaborados números de esa publicación, asombrosos hasta hoy, como los dedicados a José Martí (No.49-50, 1971), y a la Revolución de 1930-33 (No. 39, 1970). Con ellos, el equipo de la revista, con Martínez Heredia a la cabeza, propuso nuevos enfoques y construyó nuevos archivos, documentales y de memoria, sobre la tradición nacionalista y la teoría marxista de las revoluciones.
Puede existir un número infinito de investigadores que compartan los rasgos personales y los compromisos políticos de Martínez Heredia. También pueden producir, y de hecho lo hacen, resultados analíticos por completo diferentes. El autor de La Revolución cubana del 30 explicó así las condiciones de posibilidad del enfoque teórico que combatió a través de su obra: «tanto la alabanza interesada de la república de 1902-1958 como el rechazo abstracto y en bloque de aquella época histórica tienen en común su falta de relación con la vida y los problemas de la gente común, y cierto hábito mental e ideológico de clases medias, muy lejanas a la brega por la sobrevivencia y por un fatigoso y lento ascenso social a la que están obligadas las mayorías.»(Martínez Heredia 2002)
Su comprensión del «pueblo» partió de una matriz teórica específica que operacionalizó de este modo: a) el pueblo se refiere a una polarización, no a una estratificación social; b) este grupo tiene más identidad desde la identificación del enemigo que desde la de sí mismo, y de los demás como «otros» (mismidad y otredad); c) existe un dinamismo: el pueblo no está dado de una vez para siempre, ni es igual a sí mismo; y pueden historiarse su composición, sus rasgos y sus motivaciones. (Martínez Heredia 1999)
Martínez Heredia explicó que su elaboración pertenecía a una corriente singular del marxismo -pues reconoció siempre la existencia de varios marxismos, como de varios socialismos, en Cuba, tanto en la historia pre como post 1959-. La suya es la tradición de Gramsci, que describió al pueblo, en el marco de sentido de «lo plebeyo», como «el bloque social de los oprimidos», opuesto al «bloque histórico» en el poder, con sentido similar a Rosa Luxemburgo. En la tradición política cubana, el concepto de «pueblo» más afín al trabajado por Martínez Heredia es el de Fidel Castro en La historia me absolverá: «llamamos pueblo, si de lucha se trata….» .
En esta perspectiva, la única sede del poder político es la comunidad política llamada «pueblo», constituida a sí misma a través de su propia experiencia política. Esta noción no confunde al pueblo con la sociedad civil. El primero nace de reconocer diferencias sociales y plantearse la abolición de las formas de dominación nacidas de esas diferencias, que segregan ciudadanos de no ciudadanos, o ciudadanos de primera y segunda. En cambio, la «sociedad civil» no reconoce como punto de partida las asimetrías sociales existentes, pues opera como si ya existiese una comunidad universal de ciudadanos «iguales» entre sí. Martínez Heredia especificó su comprensión de este modo: «yo exploro las posibilidades de conocimiento a partir de considerar que las clases sociales solo se constituyen desde sus contraposiciones, percepciones y actitudes conflictuales, esto es, desde las luchas de clases». (Martínez Heredia 1999)
Sin embargo, no compartió la perspectiva exclusivamente clasista, que hace la metonimia -tan clásica como reductora-, entre la clase y lo social, y que produce «historias del movimiento obrero» en lugar de «historia de los trabajadores». Sus numerosos y eruditos estudios sobre el papel de la raza y el antirracismo en la formación del pueblo cubano, y en sus dinámicas sociales y políticas, así como sobre el cambio cultural y sus consecuencias para una revolución, bastan para demostrarlo.
Entre sus estudios sobre estos temas recuerdo con especial afecto los dedicados a Ricardo Batrell y a José Isabel Herrera (Mangoché), por las largas disertaciones que le escuché sobre la marca cultural y social de las personas «SOA», «sin otro apellido», y sus recitaciones -que a Carpentier le hubiese gustado escuchar- de canciones populares de la independencia (como también lo hacía con temas populares de la república, de la revolución y de la guerra en Angola). Esa masa de composiciones populares formaba parte de sus análisis y las citaba en sus textos, como hizo con «La clave a Maceo», de Sindo Garay, que transcribió así: «Si Maceo volviera a vivir/y a su noble Patria otra vez contemplara/de seguro la vergüenza lo matara/y volvería a morir». (Martínez Heredia 2001, p. 302)
Con tales recursos, se alejó de cualquier propensión hacia el nacionalismo de contenido étnico, que suele mantener relaciones horrísonas con la democracia política. Ese nacionalismo, como ha explicado Ramón Máiz, se fundamenta en el cruce con la idea de nación como tradición, origen común, historia y cultura compartidas, o sea, «el amor ridículo a la tierra [o] a la yerba que pisan nuestras plantas», en palabras de Martí. La tradición y la adhesión a esos valores orgánicos son más determinantes en la formación de la nación que los valores políticos, esto es, el «odio invencible a quien la oprime […] el rencor eterno a quien la ataca», otra vez en palabras de Martí. Ese discurso etnicista identifica un «espíritu nacional», que es invocado en nombre de un pueblo homogeneizado en el discurso, e instrumentalizado políticamente.
Martínez Heredia adscribió a otra corriente de comprensión sobre el nacionalismo, que identifica cómo la nación y el nacionalismo llegaron a invocarse a través de la justicia social y la justicia racial. Es la tradición del cruce entre Fernando Ortiz, por un lado, y Rafael Soto Paz con Raúl Cepero Bonilla, por otro. Con el primero, comprendió que asentar la «cubanidad» sobre una base estrictamente cultural, era purgarla de toda connotación racial susceptible de ser usada en negativo; con los segundos, comprendió que el liberalismo oligárquico no defendía solo un concepto exclusivo y excluyente de la propiedad privada sobre bienes y recursos, sino defendía también la propiedad exclusiva y excluyente de la patria por parte de la nación blanca.
La comprensión de Martínez Heredia, como en esos tres autores -y también en Eric Hobsbawm, más que en Benedict Anderson-, discutía las teorías orgánicas y voluntaristas de la nación para lograr una construcción abierta: se es cubano por nacer en Cuba y formar parte de su comunidad de cultura, pero también por la «conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser». Así lo escribió el autor de El corrimiento hacia el rojo: «Los cubanos no lo somos porque vengamos de la misma etnia, ni compartamos la misma religión, o nuestra historia sea milenaria y nuestra cocina autóctona variadísima. El gentilicio se hizo realidad por unas representaciones y una conciencia política compartidas que llevaron a una gesta nacionalista y a un holocausto, por una masa de acciones populares colectivas que llamamos la Guerra del 95, ampliada y afirmada por la acción política del pueblo durante la ocupación norteamericana. Ese logro ha sido decisivo para el destino de Cuba hasta hoy.»(Martínez Heredia 2002)
Martínez Heredia combatió siempre el «purismo» doctrinal del «marxismo-leninismo», del cual se deriva, necesariamente, una política sectaria. Un enfoque teórico abierto no es solo más perceptivo hacia lo social, sino habilita políticas también más abiertas hacia lo social. La historia del marxismo tiene capítulos trágicos de esa correlación entre teoría y política sectarias. En lo global, recuérdese el trato dado a la cuestión obrera y campesina durante la revolución china,[1] o a escala nacional empeños como «la faja negra de Oriente» en los 1930, o la discriminación y represión contra personas de diversa orientación sexual y la clausura de espacios de pensamiento crítico en el proceso pos 1959, la que Martínez Heredia experimentó en carne propia.
Sin embargo, nadie podrá invocar, con legitimidad, al autor de En el horno de los noventa para justificar comprensiones sectarias de la historia de Cuba, ni políticas represivas de la diversidad -ideológica, cultural, racial, etc- en el país actual: «Cuando solo denominamos neocolonial a la república, nos deslizamos hacia unas antinomias que falsean u oscurecen la comprensión de nuestro proceso histórico: «patricios vs.esclavistas», «cubanos vs. españoles», «cubanos vs. imperialistas». De esa manera simplista queda implícita la actuación de bloques que, en la realidad, nunca existieron, al que pertenecerían todos los cubanos -exceptuados los «malos cubanos» o los «traidores»- y desaparece de la escena la clase de los burgueses cubanos, históricamente expoliadora del trabajo, sometida, racista y, cada vez que ha sido necesario, antinacional.» (Martínez Heredia 2002)
El radicalismo de Martínez Heredia tiene este componente, el mismo que explicó también al analizar el contexto de los primeros años 1960 y el triunfo del pueblo cubano en Playa Girón: «El componente nacionalista radical de la Revolución, y el entonces pujante orgullo de ser cubano, se imponían a los ´clasismos´ y los extremismos.» (Martínez Heredia 2002) Si queremos hablar de su carácter personal, supo también vivir como lo que predicó: tuvo legiones de seguidores que pertenecen a corrientes políticas distintas dentro de la política cubana actual. Entre ellos es muy probable que «no se hablen ni se traten», pero tuvieron en Martínez Heredia un puente común en lo político, un maestro en el campo intelectual y una admiración compartida por su ética. En ella, su lealtad a los amigos/compañeros políticos fue proverbial: no se conoce de una palabra suya que deslegitimara sin base a un compañero, aun cuando no compartiese varias de sus ideas.
Con su enfoque teórico, con su ética personal, con su política hacia lo público, con ese amor -no hay que tenerle miedo a la palabra amor- por Cuba y por los cubanos, se entiende lo que Martínez Heredia llamó «la fuerza del pueblo». Es también la propia, personal, fuerza, de su legado. La fuerza de Fernando Martínez Heredia es la de saber, poder y atreverse a admirar, respetar (y a hacer política con y hacia el pueblo de Cuba), como merece ese pueblo cantado en las cuartetas que tanto gustaba a Martínez Heredia recitar, con memoria de elefante, sonrisa guitarrona y, siempre, con un orgullo, muy contagioso, de ser cubano. Por todo esto, Fernando, diremos, contigo y con Ñico Saquito: si lo que quieren es tumba, tumba le vamos a dar.
Bibliografía
Fontana, Josep (2010): La historia de los hombres. El siglo XX. 1ª ed., 2ª reimp. Barcelona: Crítica (Biblioteca de Bolsillo, 81).
Martínez Heredia, Fernando (1999): «La fuerza del pueblo». En Temas (no. 16-17, octubre de 1998- junio), pp. 82-93.
Martínez Heredia, Fernando (2000): «Nacionalizando la nación. Reformulación de la hegemonía en la segunda república cubana». En Ana Vera Estrada (Ed.): Pensamiento y tradiciones populares. Estudios de identidad cultural cubana y latinoamericana. La Habana: Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello.
Martínez Heredia, Fernando (2001): «Ricardo Batrell empuña la pluma». En Orlando García Martínez, Fernando Martínez Heredia, Rebecca Jarvis Scott (Eds.): Espacios, silencios y los sentidos de la libertad. Cuba entre 1878 y 1912. La Habana: Ediciones Unión (Colección Clío).
Martínez Heredia, Fernando (2002): «El pueblo de Cuba y el 20 de mayo». En La Gaceta de Cuba (No. 4, UNEAC, La Habana, jul.-ago.).
Nota:
[1] Fontana lo ha explicado así: «El tema tomó una dimensión política inmediata con motivo de las discusiones respecto de la política que se debía seguir en China. Los que pensaban que la sociedad china estaba en una fase feudal propugnaban la alianza de los comunistas con la burguesía nacional para hacer la revolución burguesa como etapa previa a la socialista; los que suponían, como Trotski, que ya estaba en pleno capitalismo, no veían otra salida que la hegemonía del proletariado. Pensar, en cambio, que China se pudiera hallar en el tránsito del modo de producción asiático al capitalismo dejaba a los teóricos sin recetas para formular una línea de actuación. El resultado práctico de esta confusión fue el caos de la política china, que acabó en un desastre a costa de muchas vidas humanas.» Fontana 2010 imp, p. 63.
Julio César Guanche es un jurista y filósofo político cubano, miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso, muy representativo de una nueva y brillante generación de intelectuales cubanos partidarios de una visión republicano-democrática del socialismo.
Blog del autor: http://jcguanche.wordpress.com/
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