Una estimación, a la baja, permite indicar que por fuegos, expansión agrícola, ganadera y urbanística, descartes y enfermedades, cada día más extendidas y virulentas, hemos perdido unos 900.000 millones de árboles adultos. Otros tantos árboles fueron convertidos en mercancía. Otra forma de aproximarnos a la comprensión de esta tragedia es intentar representarnos la caída y […]
Una estimación, a la baja, permite indicar que por fuegos, expansión agrícola, ganadera y urbanística, descartes y enfermedades, cada día más extendidas y virulentas, hemos perdido unos 900.000 millones de árboles adultos. Otros tantos árboles fueron convertidos en mercancía.
Otra forma de aproximarnos a la comprensión de esta tragedia es intentar representarnos la caída y muerte de unos 20 millones de árboles diarios. Lo que, traducido a un cálculo de extensiones, supone que el planeta pierde la superficie forestal de España todos los años.
Por otro lado, los brinzales plantados durante el mismo periodo vienen a ser la mitad de los pies perdidos. Al respecto conviene percatarse de que un árbol, de un solo año de vida, no nos regala los mismos servicios que uno de 50, 100 o más años.
Recordemos también que por cada árbol de las selvas ecuatoriales y tropicales que acaba en un aserradero al menos una docena se pudre en los suelos cada vez más desnudos. Los que son convertidos en cenizas, por los incendios que cada vez propicia más el calentamiento global, nos recuerdan con zurriagazos emocionales hasta donde pueden llegar los daños colaterales de nuestro actual modelo energético.
Desnudar a la tierra de su mejor logro agranda el abismo entre nuestro primer problema y su solución. Equivale a quemar farmacias en plena epidemia.
En un mundo que se calienta, las sombras deberían ser una prioridad. No menos el jubilar a la mayor parte de los tubos de escape, centrales térmicas y todo lo que queme carbón o petróleo. Pero no. Lo de la anticipación como destreza de la inteligencia se deja invariablemente para mañana y se convierte en lo contrario: en un llegar tarde a todo lo esencial.
Las arboledas son lo más oportuno y necesario que la historia de la vida ha producido. Y lo ha hecho precisamente para que haya más fuentes de vida. El bosque, cuando se mantiene en pie, ya es un cayado que apuntala a una sociedad claramente lisiada en cuanto al comprender como funciona el mundo y que le proporciona precisamente el derredor natural. Lisiada y asfixiándose voluntariamente.
Por eso conviene no olvidar que las selvas, dehesas, arboledas, bosques, son artífices de la mayor parte de la multiplicidad vital, de las mejores reservas de agua limpia, aire transparente y tierra fértil. Son los creadores del alivio que supone interceptar la luz solar a varios metros sobre el suelo. Es más, no hay inclemencia meteorológica que no suavicen y conviertan, en todo o en parte, en algo positivo. Ya sea viento, chaparrón o exceso de insolación o ruido. Poco hay tan lúcido, pues, como las sombras.
Cuando el árbol muere también es de lo mejor que nos pasa. La madera sigue siendo la primera materia prima de la humanidad. Es la puerta y la ventana, la tabla del náufrago y, sobre todo, el libro que deberíamos sacar a pasear por nuestros ojos todos los días. Nunca me cansaré de afirmar que los bosques han publicado todos los libros, revistas y periódicos. El árbol es también calor y comida procesada. Por si todo lo mencionado fuera poco conviene sumar que son más de tres mil los productos, principios activos y derivados que usamos y que proceden exclusivamente de los bosques del planeta. Casi el 80 % de los medicamentos tienen las mismas raíces que los árboles.
Pero como bien sabemos, por ser el primer padecimiento de la humanidad, lo que gobierna es el valor monetario. Al respecto, por mucho que los bosques del mundo deberían ser considerados como manifiestamente inmejorables e invalorables, tenemos algunas propuestas de corte económico que recordar.
Sirva de ejemplo y, con suerte de reflexión, los datos que siguen. Proceden de un largo y pormenorizado estudio sobre el «valor» económico de nuestros bosques. Ya hemos mencionado la lista de servicios y elementos que proporcionan las arboledas, pero en ese estudio se analizaron solo los cinco considerados hoy más cruciales. El cálculo se hizo en euros (€) por hectárea y año.
Como proveedor de agua el bosque tiene un valor 215,37 €. Como controlador de la erosión 23,29 €. Como fijador de elementos químicos persistentes se le adjudicó un valor de 7,13 €. Como sumidero de carbono, acaso lo hoy más necesario, la partida sube a 83,29 €. Finalmente, como hogar de la mayor parte de la multiplicidad vital, las arboledas supondrían 2,56 €. Por tanto cada hectárea de nuestros bosques valdría o nos ahorraría, en este último caso si tuviéramos que suplir esas funciones con sistemas artificiales, unos 352 € por hectárea y año. Más de 50.000 millones de € anuales para la totalidad de la masa forestal española.
Todo esto resulta más que discutible. En primer lugar porque estas cifras solo representarían una mínima parte de lo que podría ser estimado, pero no menos porque no cabe considerarlas como posibles beneficios para los propietarios, entre otras cosas, porque habría que identificar al pagador que solo podría ser el estado que ya haría bastante con garantizar menos incendios, menos enfermedades y muchas menos contaminaciones.
Arboleda, la nuestra que, por cierto, está formada por unos 18.000 millones de pies. En consecuencia contamos con unos 400 árboles por persona. Los resultados del último inventario forestal sitúan nuestras masas forestales sobre unos 18,4 millones de hectáreas, lo que supone el 36,3 % del conjunto del país. Somos, por tanto, la tercera potencia europea en cuanto a superficie arbolada. Por si eso fuera poco contamos con más sombras que en cualquier momento de los últimos 150 años.
Lástima que lo local resulte tan a celebrar como lo global, es decir lo descrito más arriba, a estremecernos. Porque cuando se piensa ecológicamente no conseguimos separar la parte del todo. Eso sí consideremos que la parte más todo que existe es el bosque. Por eso no sobra ni una sola sombra, pues son nuestro mejor remedio para la fiebre global que a todo amenaza. Poco, o nada, hay en el mundo más frágil que los sistemas naturales, ni más fuerte que la arrogancia humana con esa ilimitada palanca, la tecnología movida por energía exógena, que todo lo remueve, quema y ensucia.
En consecuencia deberíamos considerar que poco, o nada, más lúcido, LUMINOSO, oportuno y necesario que sembrar sombras y conservar las que nos quedan para que se nos queme todavía más la piel del mundo.
NOTA: Este artículo forma parte del servicio de firmas de la Agencia EFE al que contribuyen diversas personalidades, cuyos trabajos reflejan exclusivamente las opiniones y puntos de vista de sus autores.
Joaquín Araújo, naturalista, escritor y divulgador medioambiental.
Fuente: http://www.efedocanalisis.com/noticia/bosque-mejor-aliado/