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Iñigo Errejón, secretario de Análisis Estratégico y Cambio Político de Podemos, aborda la situación de la izquierda en España y en Europa

«La reforma más importante es introducir orden»

Fuentes: Le Figaro

Íñigo Errejón, Secretario de Análisis Estratégico y Cambio Político de Podemos, ha vuelto desde hace unos meses a la primera línea política. La semana pasada le entrevistaron en Le Figaro* para abordar la situación de la izquierda en España y en Europa. Un repaso a toda la situación política y social actual que abarca desde […]

Íñigo Errejón, Secretario de Análisis Estratégico y Cambio Político de Podemos, ha vuelto desde hace unos meses a la primera línea política. La semana pasada le entrevistaron en Le Figaro* para abordar la situación de la izquierda en España y en Europa. Un repaso a toda la situación política y social actual que abarca desde el ‘populismo’ hasta las revoluciones y conquistas sociales, reivindicando la importancia del «orden» como una idea inseparable de la lucha contra las desigualdades.

Usted es uno de los teóricos del populismo que está detrás de la estrategia de Podemos. La etiqueta «populismo» sirve a menudo para juntar a la extrema derecha con la extrema izquierda. ¿Qué diferencia a estos dos populismos?

Hay todo un conjunto de fenómenos nacionales que se está produciendo en Europa. Tenemos que tomar esto en cuenta para comprender lo que está pasando: en todo el continente, y especialmente en la Europa del sur, vivimos un ‘momento populista’. Es una reacción al hecho de que los actores políticos y económicos tradicionales han dejado de integrar o de encarnar las necesidades de la mayor parte de la población para preservar las necesidades del sistema. Hoy en día, aunque la mayor parte de los países europeos hayan mantenido sus gobiernos, asistimos a una crisis profunda de horizontes. Esta crisis se expresa esencialmente a través del sentimiento que experimentan muchos europeos de estar abandonados sin ningún tipo de protección. El proyecto europeo tal y como lo hemos conocido ha fracasado porque no ha logrado suscitar la suficiente tranquilidad, confianza y adhesión en el grueso de las poblaciones europeas.

En todas partes, frente a la política de desregulación a la que se entrega una élite cosmopolita (que es una verdadera ley de la jungla que consiste en decirle a los privilegiados que pueden hacer lo que quieran y ganar cada día aún más dinero) se escuchan voces que reclaman que el Estado vuelva a hacerse responsable de los ciudadanos. Hay mucha gente que exige que las ideas de comunidad y pertenencia se refuercen, y que eso se traduzca en un reequilibrio de los derechos y obligaciones que rigen una sociedad. Este contrato, el pacto social que sale de la II Guerra Mundial, está en nuestros días roto. Las minorías privilegiadas, situándose por encima de todo control democrático, han contribuido a esta ruptura. Esto es lo que caracteriza el «momento populista» que atraviesa hoy Europa. Añadiría que Dani Rodrik, un economista progresista, ha recordado recientemente en el New York Times hasta qué punto el New Deal en Estados Unidos fue percibido en su época como un movimiento o incluso una «pulsión» populista.

Existe cada vez más la impresión de que hay un divorcio entre el país real y el país oficial. El país real reclama que las instituciones vuelvan a estar a su servicio, y que vuelvan a estar bajo su control. Exige políticas adecuadas para el conjunto de la población, y por tanto que se creen lazos nacionales (laxos pero extensos) que sustituyan a la pertenencia de clase. El país real agrupa a la inmensa mayoría de los perdedores de las políticas llevadas a cabo estos últimos años, que permanecen unidos en cuanto pertenecen a una comunidad nacional. El populismo, en cuanto forma política, depende de la genealogía de un pueblo; esto es, de la definición que le demos. En los populismos democráticos o progresistas el pueblo no es una comunidad identificada por una esencia, prisionera de la historia, sino que reposa en una adhesión cívica renovada de forma permanente. Somos españoles, franceses o italianos porque decidimos serlos. Reconocemos que compartimos un pasado común, pero que, por encima de todo, tenemos un futuro común que compartir. Pertenecer a un pueblo tiene que ver con una decisión cívica que debe renovarse continuamente. No es algo cerrado, no depende de la raza, del nombre o del lugar de nacimiento. Por el contrario, las construcciones populares o populistas de signo reaccionario se refieren a una forma de identidad esencial y fija en la historia. En ese caso, el pueblo está cerrado, ya está constituido para todo el mundo, lo quiera o no.

En el primer caso el pueblo se piensa dentro de la idea republicana de construir una comunidad de trascendencia, de gente que pertenece a algo más que a su propia individualidad. Como el pueblo no existe, su construcción es una batalla cultural y política permanente, inseparable del pluralismo político y del equilibrio institucional republicano. En el segundo caso, todo lo que tiene que ver con el pluralismo político y los contra-poderes se convierte casi en una molestia. Es la diferencia fundamental que divide en dos la pulsión populista que atraviesa Europa. Hoy en día en Europa la cuestión central es: ¿hacia qué tipo de populismo se inclinarán los países? ¿Hacia un populismo democrático, preocupado por la mejora del gobierno y respetuoso de las instituciones republicanas, o hacia un populismo reaccionario que ponga a luchar a los perdedores de la crisis contra aquellos que son aún más perdedores? Esa es la batalla política de nuestra época.

Las últimas elecciones italianas han sido testigos del éxito de dos fuerzas políticas: los populistas del Movimiento Cinco Estrellas y la Liga Norte. ¿Cómo analiza usted la política italiana y el triunfo de estos dos movimiento?

A mi modo de ver la primera lección se encuentra en la suerte que han corrido las formaciones políticas sumisas al diktat de Bruselas, ese poder que sólo es indirectamente democrático. En segundo lugar es una reactualización de la idea según la cual las personas normales ya no están protegidas y son dejadas de lado por las élites políticas y económicas tradicionales. Esta idea ha tomado un cariz claramente conservador y reaccionario que es muy preocupante en el voto a Matteo Salvini. Al lado de esto, el Movimiento Cinco Estrellas ha sabido jugar sobre diferentes tableros. Su programa contiene propuestas progresistas en términos sociales y, al mismo tiempo, propuestas claramente regresivas en materia de derecho penal o inmigración.

En Italia se dibuja un escenario de transición: el sistema actual no va a durar. Lo que ocurre actualmente es el resultado de la desaparición de los grandes partidos políticos italianos y vamos a asistir a la lenta formación de otro sistema. La cuestión fundamental es identificar quién sabrá verdaderamente preocuparse de esta sensación que tienen muchos italianos e italianas de estar abandonados o sentirse maltratados por el sistema político tradicional. Pero esta cuestión no es solamente italiana, sino que está presente en toda Europa. E, insisto, muy particularmente en los países del sur sobre cuyas espaldas pesa la carga de una línea político-económica de austeridad acusada totalmente absurda.

Usted defiende habitualmente la idea de que las revoluciones son también momentos conservadores. ¿Qué quiere usted decir con esto?

Que contrariamente a la idea, de origen liberal (muy corriente también en la izquierda), según la cual la historia sería lineal e iría siempre hacia delante, hacia un mayor grado de progreso, las grandes movilizaciones tienen más bien vocación de defender conquistas sociales, instituciones o derechos pre-existentes, antes que a conquistar nuevos. Por supuesto que también existen movilizaciones para reclamar nuevos derechos, pero pienso que la mayoría de las movilizaciones que más han triunfado son aquellas donde hay una ruptura entre lo que se obtiene y a lo que la gente piensa que tiene derecho. Es decir, una ruptura entre lo que se espera y lo que se produce realmente. Y esto aparece de una manera aún más cruel cuando los que tienen las riendas de un país se muestran incapaces de satisfacer las esperanzas que ellos mismos han hecho crecer.

Esto significa que en política es siempre más fácil defender que atacar. Hablo de defender instituciones, derechos, conjuntos jurídicos de los que la población se siente legítimamente heredera porque ya ha evaluado los beneficios que le comportan, antes que batirse por cosas nuevas. Incluso las utopías más avanzadas en términos de reparto de la riqueza y del poder político se han apoyado siempre sobre mitos o confesiones que ya existían en el imaginario y en la cultura popular. Me refiero, por ejemplo, a la similitud entre ciertas metáforas obreras o socialistas e ideas profundamente enraizadas en el pensamiento cristiano. Un cierto pensamiento liberal se ha autorizado demasiado a creer que el progreso debía ser lineal, sin lazos con el pasado. Ahora bien, cuando apelamos a sentimientos, ideas, prejuicios o mitos que están ya en el imaginario colectivo, entonces incluso las revoluciones más rupturistas se vuelven posibles. Las revoluciones son siempre una negociación con el pasado, incluso cuando quieren hacer tabla rasa con lo que las ha precedido.

¿Por qué las fuerzas progresistas deberían apropiarse de las aspiraciones conservadoras?

Yo no creo que haya una dicotomía entre el progresismo y el conservadurismo. El neoliberalismo ha implicado en todas partes una desorganización masiva de los modos de vida y de los proyectos de vida de la gente. Los jóvenes tienen dificultades para planificar su futuro o para fundar una familia porque se ha hundido la vieja idea de la meritocracia. El desequilibrio es tal que en nuestros días, mucho más que en la época de nuestros padres, ser privilegiado desde la cuna asegura casi con certeza un futuro cómodo, mientras que nacer en un entorno modesto predestina a un futuro como mínimo complicado.

El neoliberalismo ha provocado una desorganización masiva de nuestros países en todos los niveles. La gente ya no puede proyectarse y ha sido despojada de toda identidad sólida proveedora de certidumbres, de ese sentimiento de pertenecer a algo más grande que uno mismo. Nuestras pertenencias sociales están altamente fragmentadas y quebradas. Frente a esta desorganización que no beneficia más que a una ínfima minoría, el mayor cambio que puede haber es el del orden. Poner orden significa recuperar nuestras antiguas certezas, aquellas sobre las que nuestros padres y madres se construyeron. Esto no impide poner en cuestión la forma patriarcal de la sociedad que, evidentemente, es muy discutible.

Pero al mismo tiempo nadie puede imaginarse un retorno puro y simple a los tiempos del Estado del Bienestar, porque no todas las políticas que se pusieron entonces en marcha funcionarían ahora. En este momento la búsqueda de nuestro bienestar no puede basarse únicamente en nuestra relación con el trabajo asalariado. Tiene que pasar también por mecanismos de redistribución de una parte de la riqueza creada cada vez con menos trabajo a causa de la digitalización y de la robotización. Nos hacen falta políticas públicas diferentes con el mismo objetivo: recuperar la capacidad del orden y de la estabilidad para la gente normal. Los privilegiados tienen relaciones, tienen dinero y tienen la capacidad de ejercer la violencia. Así que nadie necesita más del orden, de la ley y de las instituciones que las personas modestas.

Usted reivindica la idea de encarnar el orden frente al «desorden neoliberal». Sin embargo la idea de orden está muy asociada a la derecha. Algo parecido ocurre con las banderas y los símbolos nacionales. ¿Por qué ir al terreno del adversario?

Es un error de las fuerzas progresistas haber dejado a los conservadores el monopolio de la idea de orden, de estabilidad social y de continuidad. Porque, en mi opinión, este orden es inseparable de la lucha contra las desigualdades sociales.

Las sociedades más desiguales económicamente son las menos eficaces, las menos productivas en términos de creatividad social y las más conflictivas desde el punto de vista democrático. Esto significa que las sociedades más ordenadas son aquellas en las que prevalece un ideal que se parece mucho al ideal republicano francés. Es el orden entendido en el sentido de comunidad. Una comunidad espiritual de destino, de ciudadanos que saben que pertenecen a algo más grande y más viejo que ellos mismos, y que desean conservar. Gracias a esta voluntad nacen instituciones que permiten articular una comunidad de hombres libres e iguales, garantizar la buena organización del territorio, garantizar que exista una escuela pública que asegure la igualdad de oportunidades, asegurar una sanidad pública para todo el mundo o que existan acuerdos sociales en el ámbito del trabajo. En suma, es gracias a esta voluntad como puede nacer un Estado responsable y emprendedor que asuma la misión de desarrollar el conjunto de la fuerza productiva de un país. El liberalismo ha tejido una serie de mentiras que han sido particularmente perniciosas. Nos han dicho que todo proyecto colectivo es una utopía sistemáticamente condenada a transformarse en totalitarismo. Es mentira: la Constitución de los Estados Unidos comienza afirmando We, the people, y no Nosotros, los individuos. Enuncia un horizonte, una comunidad de pertenencia trascendental. Porque sin trascendencia no hay sociedad.

Nos han dicho también que hacía falta primero pensar en uno mismo para triunfar en la vida, dejando de lado toda solidaridad cívica, toda cohesión y cooperación. Esto ha destruido y empobrecido nuestra sociedad. Hay que recuperar estas nociones de pertenencia y comunidad a través de instituciones democráticas y de la soberanía popular.

En cuanto a los símbolos nacionales no me parece que haya que demonizarlos ni dejárselos a la extrema derecha, en parte porque las naciones se forman como conjuntos democráticos frente a los defensores de los privilegios. En el corazón de la nación se encuentra una voluntad democrática. Por el hecho de nacer aquí y de vivir juntos, somos iguales en derechos. En una época en la que los centros de trabajo ya no son proveedores de identidad y donde la suma un tanto disparatada de identidades fragmentadas suministradas por las redes sociales y la sociedad de consumo ha mostrado sus límites, la gente experimenta un cierto deseo de pertenencia. La gente necesita que la identidad encontrada se integre en una sociedad que se preocupa por sus miembros, tanto en los buenos como en los malos momentos. Sin una idea fuerte de bien común, tenemos la pulverización y la atomización aseguradas. Hay algo potencialmente popular y democrático en la reunificación de las pertenencias nacionales, con dos matices: 1) el pueblo no es una comunidad de esencia sino un proyecto en construcción perpetua dirigido hacia el futuro, cívico y no romántico, 2) hacen falta instituciones para conservar, proteger y mantener el pluralismo político. En estas condiciones podemos hacer la apuesta de una renovación europea, de un New Deal verde, puesto que la transición energética y ecológica de nuestras economías es también necesaria. Pero esta Europa no podrá construirse más que a partir de un retorno a la soberanía popular.

Fuente: http://www.publico.es/politica/inigo-errejon-reforma-importante-introducir-orden.html

* Traducción de Guillermo Fernández