El nuevo ensayo de Jean-Yves Jouannais, El uso de las ruinas, está dividido en veintidós capítulos breves pero fulgurantes, centrados en la devastación de una ciudad o de un pueblo, y ligados a su vez a la historia de diferentes personajes, cuyos nombres dan título respectivamente a cada uno de los capítulos. Los nombres que […]
El nuevo ensayo de Jean-Yves Jouannais, El uso de las ruinas, está dividido en veintidós capítulos breves pero fulgurantes, centrados en la devastación de una ciudad o de un pueblo, y ligados a su vez a la historia de diferentes personajes, cuyos nombres dan título respectivamente a cada uno de los capítulos.
Los nombres que encabezan cada una de las partes no siempre son conocidos personajes históricos, como en el caso de Escipión Emiliano, el general romano destructor de Cartago y de Numancia; o de Óscar Andrade Guimaraes, aniquilador de una revuelta de harapientos en el sertão brasileño; o de Agis II, caudillo espartano, que arrasó la ciudad de Mantinea cambiando el curso del río y dirigiendo sus aguas hacia las murallas de adobe, que acabarían disolviéndose como un azucarillo. Militares todos ellos que, a pesar de sus acciones devastadoras, se veían a sí mismos más como pacificadores que como guerreros, más como fundadores que como destructores, más como artífices de una armonía universal que como soldados sanguinarios. Contradicciones tan palpables que los convertirían en «hombres atormentados y melancólicos», tal como afirma el propio autor.
Por el contrario, la mayoría de los nombres que dan título a los diferentes capítulos son personajes anónimos, o poco conocidos, como Emmanuil Evzerijin, que cubrió como fotógrafo la batalla de Stalingrado, y en una de cuyas instantáneas vemos, en medio de una plaza destruida, una escultura intacta, que representa a seis niños bailando en corro alrededor de un cocodrilo amenazante. El corro infantil se convertirá en el símbolo del mayor giro de la Segunda Guera Mundial.
O como Otto von Gentz, el soldado alemán que escribió un diario en las trincheras de Vauquois: «El 28 de diciembre de 1914, al mediodía, dos batallones franceses se lanzan a un combate perdido de antemano. Avanzan a pecho descubierto. Caen todos. Al día siguiente vuelta a empezar. Esta vez a las cinco de la mañana. Caen todos. Viernes, 30 de octubre: mismo ataque de la víspera y de la antevíspera. Empantanados en las ciénagas, los franceses se han detenido al pie del cerro. Nuestra artillería obra maravillas. A veces, se lanzan a la carnicería con la banda de música a la cabeza y las banderas al viento. Asistimos a una cosecha que, de tan eufórica, acaba por descorazonarnos». La batalla por Vauquois duró de 1914 a 1918, cuatro años y dos días exactamente. Y el pueblo desapareció literalmente bajo tierra, al ser horadado su subsuelo, donde los dos ejércitos enfrentados instalaban toneladas de explosivos con la intención de hacer saltar por los aires a las tropas enemigas, que indistintamente vivían como animales agazapados en las trincheras.
O como el periodista sueco Stig Dagerman, que visitó la ciudad de Hamburgo en 1946, y que escribiría: «Desde este tren, durante un cuarto de hora, se contempla una vista ininterrumpida de algo que parece ser un enorme depósito de paredes rotas, paredes solitarias con ventanas vacías que se asemejan a ojos que miran al tren. A una velocidad normal el tren atraviesa esa desolación. El tren está lleno como todos los trenes alemanes, pero aparte de mí no hay una sola persona que mire por la ventanilla para ver lo que posiblemente sea el campo de ruinas más horrible de Europa, y cuando miro a la gente me encuentro con miradas que dicen: Este no es de aquí». Dagerman no podrá olvidar ese momento en el que se le vio, se le reconoció, como el extranjero que visita el campo de ruinas. Él, que por nada del mundo quería recorrer como enemigo la nación castigada, había sido delatado por su mirada.
O como el bibliotecario londinense Peter J. Bibring, retratado en la biblioteca de Holland House, tras el Blitz de Londres en septiembre de 1940. El edificio ha sido destruido, pero aún se mantienen en pie algunas estanterías con sus libros. Bibring, rodeado de polvo, sostiene en sus manos las Historias, de Polibio. Se acuerda de haberlo estudiado en la universidad. Bibring cuenta en su diario que leyó la ultima página en un estado de sonambulismo. Y algo hay de sonámbulo en el texto de El uso de las ruinas.
O como Bernardo Belloto, pintor, cuyas telas y dibujos, debido a su precisión, servirán de modelo para la reconstrucción de los edificios de Varsovia destruidos durante la Segunda Guerra Mundial.
Y para concluir este listado, no me resisto a citar uno de los capítulos más fascinantes del libro, el que encabeza el escritor y filólogo Victor Kemplerer que, a raíz de los bombardeos de los aliados, es el único que ve en Dresde lo que está a la vista de todos pero que nadie parece ver.
El paisaje de las ruinas se yergue, en la mirada de Jean-Yves Jouannais, como una nueva forma de enfrentarse a la historia de las ciudades. Es a través de sus ruinas como se podría detectar el valor de los edificios. O lo que es lo mismo, el valor estético de todo conjunto arquitectónico dependería de lo que anticipa o promete como vestigio, como ruina. El autor nos recuerda incluso una llamada «ciencia de la devastación», cuya función sería predecir el futuro de los países mediante la interpretación de los escombros de guerra. «Escombros sembrados al azar. El más hermoso orden del mundo», escribió Heráclito, cita que le sirve a Jean-Yves Jouannais para reflexionar sobre el valor y el sentido de las ruinas.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-169/la-biblioteca-de-babel/el-uso-de-las-ruinas