Una de las categorías que ha generado más polémica, páginas y confusión en muchas de las tradiciones marxistas ha sido la dialéctica. Se ha afirmado en ocasiones, nada infrecuentes por lo demás incluso en épocas recientes, que la dialéctica era el método marxista por excelencia, que se trataba de una lógica alternativa, más realista, más […]
Una de las categorías que ha generado más polémica, páginas y confusión en muchas de las tradiciones marxistas ha sido la dialéctica. Se ha afirmado en ocasiones, nada infrecuentes por lo demás incluso en épocas recientes, que la dialéctica era el método marxista por excelencia, que se trataba de una lógica alternativa, más realista, más ajustada y más fructífera que la fijista lógica formal, que la lógica dialéctica era a la lógica formal como la ciencia obrera frente a la ciencia burguesa. Mejor no seguir, no es necesario.
Conviene aclaraciones al respecto y algunas aproximaciones sustantivas. Tomo pie, principalmente, en textos de Manuel Sacristán, Toni Domènech y Francisco Fernández Buey. También de Miguel Candel y Manuel Monleón Pradas.
Sacristán impartió una conferencia «Sobre dialéctica» en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Barcelona en 1973. Tal vez no fuera el lugar más apropiado, tal vez hubo alguna confusión motivada por el encarcelamiento de uno de los organizadores, el profesor y luchador antifascista Juan-Ramón Capella, pero fue en Derecho donde dictó una conferencia de mucho calado y contenido filosófico.
No me centro en su primera intervención, en la primera parte de la conferencia.
En el coloquio, un asistente formuló una larga e interesante pregunta que señalaba el problema de la operatividad del pensamiento dialéctico y se centraba también en el ámbito del derecho y de los condicionamientos sociales. Citaba, en su exposición a Hesse, Platón, Heráclito y Umerto Cerroni. Al final hacía referencia al neopositivismo y a Ludwig Wittgenstein. En algún momento, planteó el asunto de la posibilidad o imposibilidad de realización de las finalidades dialécticas.
La respuesta de Sacristán, larga, profunda, detallada, fue la siguiente. Voy por partes.
Sí, de acuerdo, comentó, «pero casi habría que volver a empezar. Quiero decir, esto es todo el tema». Yo arrancaría, prosiguió, de la aceptación de lo que considerada principal, la palabra «sueño». Si hubiera dictado la última parte de la conferencia -le pareció que era oportuno desistir-, habría podido exponer lo que era su comprensión fundamental de la noción. «Yo no creo que haya un método dialéctico, usando la palabra «método» en el mismo sentido tecnificado en que la usamos, aproximadamente, desde Descartes».
La palabra «método» era una palabra cómodamente laxa hasta el autor de La Geometría, aproximadamente. Se encontraba casi con el mismo valor en autores que hoy llamaríamos científicos; Arquímedes por ejemplo («los ejemplos, como decía Zubiri, se vengan porque Arquímedes no decía método, sino epoco, pero es igual, es una pura variación etimológica de la preposición, no del sustantivo básico que es «ódos», camino»). Más concretamente: en personajes a los que consideraríamos científicos actualmente, como Arquímedes o como toda la escuela geométrica de Megara, y también en autores que hoy llamaríamos moralistas, pedagogos o, incluso, místicos.
El texto clásico en el que había nacido de un modo documentable históricamente el problema del método, el Poema de Parménides, estaba usado literalmente en los dos sentidos. Se habla en el Poema parmenídeo de camino hacia el saber, al mismo tiempo que de camino hacia la salvación.
Las metáforas del camino eran tan propias del hombre religioso o del moralista como del científico (o como del político, entendido como un tipo especial de moralista el autor de política, incluyendo, por supuesto, en el concepto de moralista a Maquiavelo, no en un sentido parcial de moralismo).
En cambio, desde Descartes y desde la cristalización del álgebra moderna (desde Viète y Descartes propiamente), la palabra «método» adquirió, en primer lugar, una frecuencia ya natural del uso en plural. Se empezó a hablar de métodos. «Antes no, era más frecuente el uso en singular, y luego una gran precisión de descripción». Existió entonces el método de los algebristas; existió, sobre todo a partir de Descartes, el método geométrico en el sentido cartesiano, o sea la geometría analítica, el transformar las nociones geométricas en nociones algebraicas. «Eso sí que lo habéis hecho en enseñanza media seguro: las ecuaciones de una recta, las ecuaciones de una curva o de tal o cual curva o de tal o cual recta».
En este sentido muy preciso de método, Sacristán no creía que se pudiera decir método dialéctico, «en ese sentido moderno, inventado por la cultura burguesa moderna». Ante eso cabía decir: «¡fuera este sentido estrecho, rígido, de método que han inventado la ciencia y la filosofía burguesas, desde Descartes en adelante!», y vayamos a una noción antigua del concepto. O, por el contrario, se podía decir: la dialéctica no sirve para nada porque no es operativa en el sentido en que lo son esos otros métodos.
Yo pienso que es equivocado, sectario y anulación de la historia, decir: vamos a suprimir el uso exacto de la palabra método», es decir, vamos a no llamar ya nunca más método a las varias técnicas, por ejemplo, de resolución de sistemas de ecuaciones. Esto lo tenéis presente de la enseñanza media. Recordáis que se hablaba del método… A ver, alguien que recuerde esto. En el bachillerato, en mis tiempos, solían enseñar tres métodos de resolver sistemas de ecuaciones. ¿Quién tiene presente esto fresco? Si sois de primero, lo tenéis que tener fresco. ¿Alguien lo tiene fresco o no?
Un asistente comentó: «Igualdad». ¿Y cómo la llamabais preguntó Sacristán? «Di toda la frase, ¿qué de igualdad?». ¿No decían «método de igualdad»? Decían «método» y eso consistía en una serie de operaciones… Otro asistente interrumpió: El de sustitución. El de sustitución, etc, comentó Sacristán. «El de igualdad o de la igualación lo recordáis. Coger, igualar dos expresiones que pertenecen a dos de esas ecuaciones, por ejemplo».
A eso se le llamaba método en sentido preciso, desde Descartes en la cultura burguesa, «a una serie normada de operaciones, de manipulaciones atómicas, por así decirlo, simplicísimas, que toda persona competente puede realizar del mismo modo, obteniendo el mismo resultado, si parte de los mismos datos. Prototipo…
Otro estudiante le pidió que repitiera la definición. No hacía falta, «no te hacen falta las palabras. La idea es seguro que la has cogido».
Dijo de nuevo: en ese sentido estricto inventado por la cultura y por la filosofía de la ciencia burguesa, «método es un conjunto de operaciones muy simples, normadas en el sentido de que como son muy simples todos las podemos practicar del mismo modo sin necesidad de ser genios ni poetas ni filósofos».
Bastaba con saber la ciencia básica de la burguesía, la contabilidad («que es verdad, no es una chiste, es la pura verdad; sobre esa base está montada, sobre la idea de que las cuentas sean claras»), operaciones que están muy normadas por ser claras y porque su orden de sucesión está marcado, está previsto. «Primero se hace esto, primero se hace lo otro, primero se escribe la incógnita, después se escribe la expresión conocida y en medio se ponen dos rayitas horizontales, si puede ser de la misma longitud mejor, y que cada cual, por lo tanto, con sólo que sea competente, puede repetir del mismo modo, obteniendo los mismos resultados, si parte de los mismos datos».
Ése era el ideal de método de la cultura burguesa, de la sobrestructura ideológica burguesa.
Despreciarlo, decir ¡fuera!, eso no es método, le parecía equivocada. Era perder historia. Sería equivalente a rechazar las técnicas de fundición del acero porque las habían inventado los empresarios y tecnólogos burgueses, porque las hubiera generado la cultura burguesa. «Sería olvidarse de todo el capítulo del Manifiesto Comunista en el que Marx y Engels hacen el catálogo de los grandes méritos históricos del capitalismo. Por tanto, él creía que era digno de conservación ese uso de la palabra «método» como sucesión normada de operaciones simples, tales que toda persona competente, si parte de los mismos datos, podía llegar con su ayuda a los mismos resultados.
No le parecía que debía abandonarse pero, en cambio, le parecía que si una persona tuviera que vivir sobre la base de esos métodos, «lo mejor era pegarse un tiro rápidamente, porque esos métodos no sirven más que para contar, medir y pesar». Todo aquel que reduzca su vida a contar, medir y pesar o a la sublimación del contar, medir y pesar que es la operatividad de la filosofía de la ciencia burguesa, podía ir contento. Le bastaba, le podía bastar. «Si su vida se reducía a eso, al contar, medir y pesar y a la sublimación del contar, medir y pesar que es la operatividad definida por toda la tradición neopositivista, desde Mach hasta Carnap, entonces ya va bien. Le basta». Sacristán creía que, de todas maneras, «seríamos mayoría los que nos pegaríamos un tiro si nos quedáramos reducidos a eso». Entonces, efectivamente, existía el sueño de ir a por más. Por supuesto que sí.
¡Claro que es un sueño, es un objetivo! En mi opinión, no hay un método dialéctico, sino una aspiración dialéctica, un objetivo dialéctico, un pensar con objetivos dialécticos, pero no hay más métodos normados que los que podemos inventar trabajando como si fuéramos positivistas, decías tú, yo rectificaría: como si fuéramos científicos positivos. No tengo que ser positivista para hacer álgebra. Hay muchos algebristas que no son positivistas en absoluto. El más rojo, y más simpático, por otra parte, de los intelectuales marxistas franceses es un algebrista. Un gran matemático.
No existe, pues, un método dialéctico. Existe «un pensar dialéctico por objetivos dialécticos». ¿Qué objetivos dialécticos? Los de totalización, el conseguir visión total, visión del todo. «Todo» era una palabra ambigua que convenía precisar.
Antes de ello querría repasar la intervención que había hecho el interlocutor en puntos de detalle, antes de desembocar en lo que consideraba su personal respuesta. «Para ir tirando y no más».
Sobre la existencia de operatividad en el sentido de la filosofía de la ciencia moderna en un pensamiento dialéctico: ninguno. Precisamente para que fuera operativo, en ese sentido, un razonamiento o un pensamiento tenía que ser particularísimo. Todo menos totalizador. Todo lo contrario, tenía que evitar totalidad. Tenía que ser lo más singular posible, tenía que ir a buscar, en el caso ideal, un experimento in crucis, como «se decía en la época de euforia de este pensamiento, de esa filosofía burguesa del conocimiento, la idea de que existan experimentos capaces de refutar o comprobar cada tesis, puntualmente».
Dicho sea de paso -nos servirá para luego- esto es ya una esperanza abandonada por la misma teoría burguesa del conocimiento, ya en la forma de experimento in crucis de los siglos XVI, XVII, XVIII y principios del XIX, ya en la forma de verificación sensorial exacta, que es la formulación del neopositivismo de los siglos XIX y XX. En las dos formulaciones está abandonada. Lo que, dicho sea entre paréntesis, quiere decir que la idea de operatividad exacta también ella se presenta ya como mero ideal postulado.
Ningún positivista era capaz de afirmar que existiera la operatividad plena, pura. Habían ido abandonando sucesivamente las ideas de experimento in crucis o crucial («para decirlo menos pedantemente») y de verificación empírica o sensorial.
Que en la sabiduría oriental hubiera pensamiento de tipo dialéctico era evidente para Sacristán, porque era también es una pensamiento que intentaba totalizar, mucho más en el caso de las fuentes. En Lao-Tsê frente a Confucio («que no era nada totalizador»); en las escuelas heterodoxas hindúes frente a la ortodoxia de Sankara («que tampoco era nada totalizador»), pero existía la aspiración a globalidad, a ver y comprender la vida entera y no sólo el «detalle técnico administrativo y etiquista a lo Confucio o el aspecto puramente teórico a lo Sankara, en la ortodoxia brahmánica, sino a ver todo lo demás».
En el caso de Lao-Tsê, a hacer metafísica, para decirlo en plata, a hablar del mundo y no sólo de la política y de las ciudades y de la moral, como en la tradición confuciana, y en el caso de las escuelas heterodoxas hindúes, la aspiración a recoger lo que no es teoría, lo que son, pues, técnicas, por ejemplo en el Nyanya, o artes, en otras corrientes hindúes heterodoxas.
En forma de sueño, como había dicho el interlocutor, en forma de aspiración.
Todo ello apuntaba una importante diferencia respecto del mismo sueño (aspiración) dialéctico en occidente:
En Occidente, el capitalismo y la civilización burguesa nos han regalado la idea, el modelo, el prototipo de ciencia, de ciencia positiva. Lo que permite utilizar, digerir, los resultados materiales y metodológicos de ese invento capitalista, igual que de la industria, igual que de las técnicas, para la realización de la aspiración dialéctica. Dicho de otro modo: un pensamiento dialéctico europeo-occidental -aunque sea en Oriente, por ejemplo, en Pekín-, en vez de partir de la simple experiencia vivida, como Lao Tsê o como las escuelas heterodoxas hindúes, puede partir ya de la experiencia elaborada por la ciencia, que sería, en mi opinión, lo característico de la dialéctica marxista, el ser una dialéctica que sabe que no puede arrancar de cero, como la de Hegel, inventándose a sí misma, sino que tiene que arrancar de algo previo.
A saber: de datos no dialécticos pero ya elaborados científicamente, en alguno de los numerosos usos de la palabra «científica». Concretamente, señalaba Sacristán, «en el inventado por la burguesía de finales del capitalismo mercantil y principios del capitalismo industrial».
Que fuera más artística que teórica la aspiración era frase que podía confundir a alumnos de primero de carrera.
Yo la aceptaría siempre que por artístico se entendiera no intuitivo, sino, como decían los griegos, poético, o sea, productivo, creador de producto. Con otras palabras, siempre que se comprendiera que el objetivo de un pensamiento dialéctico pasa por fuerza por una intervención del sujeto que totaliza.
Consiguientemente, era en gran parte producto, construcción, no reflejo, «como con un error histórico siniestro suelen decir los rusos cuando se refieren a la teoría dialéctica del conocimiento o a una concepción dialéctica del conocimiento», por un lapsus lingüístico procedente de la formación burguesa (en filosofía dieciochesca de Lenin.
Esta palabra «reflejo» para hablar de lo que es el conocimiento es, literalmente, lo contrario de lo que puede ser un pensar dialéctico. Pero al pie de la letra. Un pensar dialéctico tiene que ser por fuerza poiético, en sentido griego, es decir, productivo, creador, no reflector. Lo que ocurre es que en el caso moderno puede ser productivo a partir de productos previos que tienen una aspiración de reflejo, los de las ciencias positivas, en vez de partir de la experiencia bruta de la vida cotidiana, como en el caso de la aspiración dialéctica oriental.
De la vida cotidiana o de la vida psíquica muy finamente observada, matizaba Sacristán, pero, en cualquier caso, no con criterios correctores científicos intersubjetivos.
Llegando casi al final, Sacristán señalaba que cuando los autores jurídicos, «dejando aparte a Cerroni el cual puede seguir diciendo lo mismo porque él en su preparación no sea de verdad un jurista» -«esto es la maldición del filósofo tal como los filósofos nos hacemos en la cultura burguesa: como he tenido ocasión de decir alguna vez, con grave indignación de mis colegas, los filósofos somos especialistas en nada, literalmente, por la obligación de hablar, más o menos, de todo, el gravísimo riesgo es no hablar concretamente de nada»-, dejando aparte el caso de Cerroni, decía, que probablemente no fuera, en su opinión, un científico positivo sino más bien un filósofo,
Lo de que los juristas que intentan hacer dialéctica, o pensamiento dialéctico, a la hora de la verdad, hagan lo mismo que los otros, pues, claro, por principio: si el derecho no es una totalidad concreta, no cabe una presentación dialéctica interna del derecho.
Ya por la propia noción de dialéctica, de acuerdo con su interpretación y opinión.
Sólo si lo jurídico es globalizable como una totalidad en sí misma -por eso he aludido antes a la ambigüedad del término «totalidad»-, sólo si se puede reconstruir el derecho como una totalidad concreta, viva, vital, social, con otras palabras, cabría un tratamiento interno verdaderamente dialéctico del derecho.
Si no fuera el caso, sólo podía ser «mutiladamente dialéctico», en el sentido de apuntar «hacia donde habría que completar el tratamiento, fuera del derecho».
Sacristán no se pronunciaba sobre este punto. Sólo había afirmado las dos cosas en condicional: si cabía una concepción de lo jurídico como concretum, tal como se decía en la tradición filosófica, «como cosa, no como parte de cosas», entonces sí: cabía un tratamiento dialéctico «en el sentido en que entiendo la palabra, el cual, por supuesto, no sería operativo en el mismo sentido en que lo puede ser la articulación de una lógica jurídica, según el viejo ideal de los primeros que hicieron lógica jurídica, para reproducir la producción de sentencias o incluso la creación de derecho, según la escuela jurídica que hable». Por la noción misma de dialéctica. O se hacía estudio positivo y entonces no cabía más que otro tipo de dialecticidad: «la dialecticidad de la actividad del que la está haciendo, que eso sí que es un todo, su vida, su acción, pero el producto mismo no. No digo más: la situación sería esa si no es el derecho mismo, él, una totalidad concreta»
Sacristán concluía recogiendo una alusión histórica «porque los ejemplos no sólo se vengan de mí, se vengan de quien los diga». Se trataba del ejemplo de Wittgenstein y Cerroni.
Los ejemplos se vengan siempre, evidentemente, porque Wittgenstein se calló al final del Tractatus: se pasó un año y medio haciendo escuela primaria en Austria y a continuación empezó a hablar que ya no hubo quien lo parara hasta que se murió. ¿Por qué? Porque efectivamente llegó al silencio sobre la base de admitir que el único ideal era la operatividad en ese sentido positivista.
Mientras Wittgenstein había mantenido como ideal la operatividad positivista, la verificación estricta, muy bien, luego ya no quedaba más que el silencio, la sentencia séptima del Tractatus. Cuando Popper y otros filósofos, le habían demostrado que no había «no ya sólo experimento crucial posible, sino ni siquiera verificabilidad empírica posible, entonces el hombre se quitó la represión que, por hablar en términos freudianos, se había metido encima y empezó a charlar como un condenado y a tocar el órgano en todas las Iglesias de Londres en que le dejaban y a leer novelas policiacas sin parar». En fin, comentó, descubrió la vida, «una vez que le hubieron destrozado el principio de verificabilidad que sostiene el Tractatus».
Luego se convirtió en «ese enorme charlador de las Philosophical Investigations, de Los cuadernos azul y marrón, en los que va hablando de lenguaje real, no de lenguajes ficticios». ¿Por qué había sido así? Porque «ya no le importaba, ya sabía que la operatividad no es una cosa accesible sino también un desideratum y sabía que ese desediratum sólo es realizable en un tipo de investigación que no da para vivir».
Sacristán añadía irónicamente:
Bueno, puede dar para vivir en el sentido en que pueda dar para vivir el presupuesto del Estado a través de las instituciones académicas. Si uno es profesor de lógica, desde luego, la operatividad total le da para vivir a través de un sueldo de catedrático de lógica, pero no para vivir en un sentido más serio, en un sentido más completo, no de la comida sólo.
Una vez que Wittgenstein supo eso, dejó de buscar operatividad. Fue más bien todo lo contrario. El resto de su obra fue una cruzada contra la idea de operatividad en sentido estrecho. Exagerada, en opinión de Sacristán,
porque el que se haya probado que la operatividad de la que tan orgullosos andaban los neopositivistas por los años treinta es simplemente un ideal, igual que lo es el de pensamiento dialéctico, una aspiración, entonces, la contraposición entre los dos ideales arroja un resultado claro: el de operatividad científico-positiva pura, ¿qué sería? El de obtención de la mayor comprobabilidad de los conocimientos particulares, mientras que la aspiración dialéctica no es ésa sino la de máxima totalización de los conocimientos particulares en una integración.
En su opinión, empezaban por no ser incompatibles.
Si se consideran incompatibles es que alguien estaba negando, sectariamente si era un dialéctico, que tuviera algún valor la exactitud del conocimiento particular, o estaría negando mezquinamente, si era un positivista, que tuviera valor el intento de globalizar la visión de la realidad.
Ambas eran negaciones que no tenían base teórica; la tenían ideológica.
Cuando han tenido vigencia, su vigencia ha sido la de la lucha de clases. Ha sido, por ejemplo, la de los semánticos norteamericanos, en 1939, luchando desesperadamente porque Roosevelt no entrara en guerra contra los nazis arguyendo que el concepto fascismo no es operativo porque no es verificable la proposición «x es fascista».
Pero eso, insistía, era ya pura lucha de clases, no era diferencia teórico-científica entre las dos aspiraciones.
Conviene aproximaciones complementarias a este apasionante tema marxiano y marxista, con derivaciones en otras tradiciones filosóficas y en muchas investigaciones científicas. En la próxima entrega.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.