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La certeza en la Constitución, un bien político

Fuentes: La Cosa

La certeza legal ha sido definida como principio constitutivo del derecho. Su comprensión ha oscilado entre dos ideas. Jerome Frank dijo en los 30s que «la certeza del derecho es un mito», y Norberto Bobbio respondió dos décadas después: «El derecho o es cierto o no es ni siquiera derecho». Un punto medio entre estos […]

La certeza legal ha sido definida como principio constitutivo del derecho. Su comprensión ha oscilado entre dos ideas. Jerome Frank dijo en los 30s que «la certeza del derecho es un mito», y Norberto Bobbio respondió dos décadas después: «El derecho o es cierto o no es ni siquiera derecho». Un punto medio entre estos extremos sería entender la certeza legal como mito necesario para la subsistencia del derecho mismo. Así, en lugar de pensar en los fundamentos de la certeza per se , debemos preguntar cuáles son los límites de incertidumbre tolerables para preservar el estado de derecho y la República en tanto gobierno de la ley.

En general, el derecho es cierto si cada cual puede prever las consecuencias legales de sus propias acciones, saber de antemano los límites de los poderes coercitivos del Estado y cómo estos son ejercidos. Específicamente, el derecho es cierto si es: público y accesible en su texto y en su interpretación; confiable en tanto respetuoso de la irretroactividad de la ley y de los derechos adquiridos; estable en el tiempo en tanto todo cambio legal debe evitar (y resarcir) afectaciones de derechos; y predecible, si el ciudadano puede controlar la arbitrariedad administrativa.

El proyecto de Constitución incorpora algunos antídotos contra la incertidumbre legal, tales como el reconocimiento de principios de interpretación y ejercicio de los derechos humanos como la indivisibilidad, interdependencia, universalidad, y progresividad de los derechos (art. 39-40), la inclusión de garantías de seguridad jurídica en el marco del debido proceso penal (art. 48), y garantías jurisdiccionales de los derechos constitucionales (art. 94). Ciertamente, la inclusión de ciertos derechos, garantías y principios para su ejercicio, parecieran abrir posibilidades de mayor disputa ciudadana sobre actuaciones estatales arbitrarias. Los avances en este plano han sido una de las claves centrales para celebrar la novedad del llamado «nuevo constitucionalismo latinoamericano». Sin embargo, las múltiples lagunas o vacíos del proyecto de Constitución, y la conservación de una estructura estatal tendiente a la concentración de poder, restan fuerza a su potencial democratizador.

Si, como dije, los límites a la certeza legal son también límites a la existencia del estado de derecho y su realización en la República, es fácil entender que la certeza legal es un bien político. Lecciones al respecto encontramos en diversas formas históricas del republicanismo plebeyo. Las disputas por certeza han incluido demandas de publicidad y ordenación/sistematización del derecho, pero también demandas por igualdad socioeconómica y participación política. En este sentido republicano, la ley es el vehículo de la libertad ciudadana, solo si esa ley es producida por el pueblo mismo en un acto de autodeterminación democrática. Sin embargo, la definición de «leyes» que introduce el Glosario del proyecto de Constitución hace dudar sobre cuán republicana podrá ser nuestra República en lo adelante. Esta pregunta es relevante considerando que la nueva Constitución mantiene a la República como el «nombre» y forma de gobierno del estado cubano (art. 1, 2).

Según el Glosario, «aunque literalmente el término hace referencia a las disposiciones normativas que aprueba la Asamblea Nacional del Poder Popular, se concibe en el texto además para referirse a cualquier tipo de norma con independencia del órgano que la emita». En otras palabras, ley puede ser virtualmente cualquier norma; por ejemplo, una resolución ministerial o un decreto presidencial (ambas, autoridades no elegidas directamente por el pueblo). En este sentido el proyecto da continuidad y formaliza prácticas históricas de la institucionalidad revolucionaria y su ordenamiento jurídico: limitar derechos a través de normas de inferior jerarquía, reproducir la dispersión legal y el desvío o distancia entre lo normado y su aplicación cotidiana. Y es que el proyecto cuenta con alrededor de 110 artículos (de un total de 224) que hacen referencias a «leyes». Es decir, cerca del 50% de las disposiciones constitucionales necesitan de otra norma legal para alcanzar viabilidad social.

En términos de técnica legislativa puede ser común remitir a normas de menor rango la regulación de determinados procedimientos o formalidades. Sin embargo, el análisis sistemático del proyecto indica patrones de incertidumbre que van más allá del mero procedimiento. En primer lugar, la definición del contenido esencial de ciertos derechos y sus garantías depende de la emisión de una nueva «ley». En este caso se encuentran, por ejemplo, el ejercicio de la ciudadanía cubana en el territorio nacional (art. 35), los derechos de reunión, manifestación y asociación (art. 61), la libertad de prensa (art. 60), el derecho de queja (art. 64), el derecho de sucesión (art. 66), el derecho a la educación gratuita (art. 84), las garantías jurisdiccionales para reclamar ante vulneración, daño o perjuicio causado por el Estado (art. 94), y las garantías de los derechos de petición y participación popular local (art. 195).

Otro patrón de incertidumbre aparece cuando se permite que otras «leyes» limiten el ejercicio de ciertos derechos a través de «casos» y «excepciones». Aquí, el derecho de propiedad y el ejercicio de la ciudadanía cubana son inciertos porque los «casos» de confiscación de bienes (art. 58) y de recuperación de la ciudadanía (art. 38) deben ser definidos por otras leyes. Asimismo, se permite que «la ley» introduzca «excepciones» al derecho al descanso (art. 78) y al derecho al sufragio activo y pasivo (art 200, 202), así como que limite el derecho a la libre movilidad (art. 54).

La incertidumbre también es notable cuando la definición de las atribuciones y la integración de determinados órganos estatales se remite a otra «ley». Así, por ejemplo, son leyes posteriores las que deberán definir la completa integración del Consejo de Ministros, el Consejo Electoral Nacional, y el Consejo de Defensa Nacional. Asimismo, las funciones de los órganos judiciales y de control como la Fiscalía General, la Contraloría General, el Consejo Electoral Nacional, y el Consejo de Defensa Nacional no se definen en la Constitución sino en otras normas legales. Por otro lado, en el caso de los órganos en los que sí se incluye una lista de atribuciones (Consejo de Estado, Presidente de la República, Consejo de Ministros), se agrega la frase imprecisa e innecesaria «y las demás atribuciones que le confiera la ley».

En sentido similar, las disposiciones transitorias introducen preguntas sobre el manejo del tiempo como factor de incertidumbre. La Disposición Transitoria Decimotercera establece que la Asamblea Nacional del Poder Popular (el órgano parlamentario) aprobará en el término de hasta dieciocho meses de entrada en vigor de la Constitución un cronograma legislativo.

Ciertamente, la espera prolongada e incierta producida por el Estado como parte de su trabajo de dominación produce rutinas de conformidad y obediencia en los ciudadanos. Estos aprenden a ser » pacientes del Estado » para sobrevivir. Lo cierto es que hemos esperado mucho tiempo por la emisión de leyes que han sido y siguen siendo imprescindibles para el ejercicio de derechos reconocidos desde 1976. Algunos autores han calificado este hecho como «inconstitucionalidad por omisión», y han señalado la necesidad de concebir «reservas de ley». La implementación de estas figuras pudiera ser una manera de corregir la espera (y la incertidumbre).

Otra manera sería reconocer que la Asamblea Nacional no ha asumido la centralidad política que le corresponde según la actual constitución, y ha sido constantemente sustituida por el Consejo de Estado, y su presidente. La acumulación de funciones (y poder) en el Consejo de Estado en la práctica ha sido habilitada por la propia regulación constitucional que lo concibe como órgano ejecutivo colegiado y a la vez representante de la Asamblea en su período inter-sesiones. Sin embargo, las transformaciones incluidas en el nuevo proyecto -presidente, vicepresidente, y secretario de estos dos órganos estatales coinciden y se crea la figura del ejecutivo unipersonal- no indican que la práctica de sustitución de la Asamblea por el Consejo de Estado (o el nuevo ejecutivo) será corregida.

Por otra parte, los programas legislativos existentes en Cuba desde finales de los 1990s no han sido públicos, han tenido carácter quinquenal y han sido aprobados por el Ministerio de Justicia. En tal sentido, mandatar ahora a la Asamblea y definir un plazo para su aprobación pudiera ser un paso de avance. Sin embargo, la referencia al cronograma en el proyecto sigue siendo limitada. El cronograma funciona como un espacio residual (digamos, una sala de espera) al que se envían todas las «leyes» (y todos los pacientes del estado) sobre las que no se haya querido fijar un término exacto de emisión. Estas últimas son: Ley Electoral (6 meses); Reglamento de la Asamblea Nacional y Reglamento del Consejo de Estado (1 año); Reglamento de asambleas municipales y de sus consejos de administración (2 años); ley que incluya el matrimonio de personas del mismo sexo (1 año); modificaciones legislativas para hacer efectivo el derecho de defensa ante confiscación de bienes y las garantías jurisdiccionales de derechos (18 meses). Vale señalar que, en el caso de la ley de Tribunales Populares, las modificaciones a la Ley de Procedimiento Penal y la Ley de procedimiento Civil, Administrativo, Laboral y Económico, así como del Reglamento del Consejo de Ministros y de los gobiernos provinciales, solo se establecen términos para elaborar los proyectos, pero no para la emisión de la disposición legal.

En lugar de este diseño propongo incluir directamente el cronograma en la Constitución, con una lista comprensiva de las leyes y sus plazos de emisión. Así lo hace, por ejemplo, la vigente Constitución ecuatoriana. De esta manera, como sucedió con la Ley de Tránsito Constitucional en 1976, el cronograma podría ser objeto del mismo debate, consulta, y referendo constitucional. Podríamos decidir así colectivamente y desde abajo una agenda de prioridades, una guía para el actuar gubernamental y su fiscalización popular.

Una de las más tristes evidencias sobre la urgencia de estos controles es la Disposición Transitoria Decimosegunda. Aquí, el Consejo de Ministros o su Comité Ejecutivo quedan autorizados indefinidamente, a través de la fórmula «hasta tanto se dicte la disposición legal para hacer efectivo lo dispuesto», a seguir trasfiriendo todos los derechos (excepto la propiedad) sobre los bienes públicos, «de propiedad socialista de todo el pueblo» (art. 23). La única limitación ‘impuesta’ al Consejo de Ministros (el gobierno) es su propio juicio sobre el apego de cada transferencia (de derechos de uso, administración, y disposición) «a los fines del desarrollo del país» y «los fundamentos políticos, económicos y sociales del Estado». De esta forma se abren espacios para la concentración del poder en el Estado, pero también para la transferencia y acumulación de poderes en otros sectores (privado y foráneo).

Precisamente, durante la vigencia de las «nuevas» constituciones latinoamericanas del progresismo se han dado importantes conflictos en torno a leyes de desarrollo constitucional. Estas también han servido para permitir la entrada del capital foráneo a través de concesiones mineras, la extracción de recursos naturales, y el socavamiento de las formas comunitarias de propiedad y gestión de estos recursos. Evidencia de esto han sido las protestas de organizaciones indígenas ecuatorianas en contra de la ley de minería, y las leyes de tierra y agua, así como sus reglamentos.

Una última observación en torno a la temporalidad. La progresividad de los derechos se ha definido en el proyecto de Constitución como «la posibilidad de reconocimiento a futuro de derechos no comprendidos en un momento histórico» sin que esto conlleve una regresión de los ya alcanzados (Glosario). Este sentido de «lo progresivo» es problemático porque puede legitimar la inactividad, la irresponsabilidad, y el retiro del Estado en relación a sus funciones sociales. Así, por ejemplo, en lugar de decirse el Estado garantiza el derecho a la vivienda digna se dice «el Estado trabaja para hacer efectivo este derecho» (art. 82). Una fórmula similar también se utiliza en la propuesta de regulación del derecho al agua (art. 87).

Los problemas del proyecto aquí señalados no encuentran justificación en la repetida afirmación de miembros de la comisión redactora para quienes la Constitución es solo una «norma de mínimos«. Un proceso constituyente no gira en torno a cuanta realidad social es posible regular legalmente. Se trata de que el pueblo decida cuanta incertidumbre nuestra República se puede permitir para realizarse en cuanto tal. Esto implica defender nuestro derecho a la certeza como arma de lucha frente a la arbitrariedad estatal, y la ausencia de garantías para ejercitar nuestros derechos. Otra vez, la certeza legal, no es una cuestión solamente legal, es un imperativo político.

Nota: Una versión previa de este texto ha sido publicada en inglés por NACLA .

Amalia Pérez Martín es abogada y socióloga. Es Máster en Estudios Políticos por la Universidad de La Habana y Máster en Sociología por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO-Ecuador). Además, es autora del libro La iurisprudentia en el derecho actual. ¿Todos los caminos conducen a Roma? Actualmente cursa sus estudios de doctorado en la Universidad de California, campus Merced.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.