Según las más recientes encuestas, son mayoría los estadounidenses que se declaran cansados de recibir información sobre las torturas cometidas en Irak por los soldados de su país. Están convencidos, además, de que los medios de comunicación han exagerado la importancia de lo ocurrido. Me parece normal. Digo normal; no bien. Asisto con creciente irritación […]
Según las más recientes encuestas, son mayoría los estadounidenses que se declaran cansados de recibir información sobre las torturas cometidas en Irak por los soldados de su país. Están convencidos, además, de que los medios de comunicación han exagerado la importancia de lo ocurrido.
Me parece normal. Digo normal; no bien.
Asisto con creciente irritación al espectáculo que vienen ofreciendo el establishment y los grandes medios de comunicación españoles, consternados por el conocimiento de lo sucedido en la prisión de Abu Ghraib. Participan del supuesto escándalo incluso algunos amigos confesos del Estado de Israel (el único del mundo que tiene regulado el uso de la tortura: «presión física moderada», la llaman). Se diría que todos ellos consideran que la tortura es un fenómeno insólito que han inventado los zafios lacayos de Donald H. Rumsfeld. Como si no supieran que se trata de una lacra muy extendida por todo el mundo, a la que España dista de ser ajena.
No voy a hacer afirmaciones que no podría respaldar con pruebas. Estoy dispuesto incluso a admitir la posibilidad de que la joven navarra Ainara Gorostiaga se declarara autora del asesinato del concejal de UPN José Javier Múgica -crimen en el que ha acabado demostrándose que no tuvo la menor participación- sin que nadie la forzara a ello. Pero hay hechos que sí están demostrados y que dan materia más que bastante para la reflexión.
Está demostrado, por ejemplo, y así lo recoge el último informe de Amnistía Internacional, que el Gobierno de Aznar se negó a poner en práctica las instrucciones que recibió del Comité Europeo para la Prevención de la Tortura, a pesar de que se había comprometido a hacerlo. No menos demostrado está que los gobernantes del PP hicieron el mismo caso -o sea, ninguno- de las recomendaciones que les transmitió el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas tras haber analizado un buen puñado de denuncias. Los unos y los otros han constatado con preocupación el interés escaso -cuando no nulo- puesto por las autoridades españolas en la investigación de los casos denunciados. Y, en fin, todos han manifestado su estupefacción ante el hecho de que el Gobierno de Aznar se negara sistemáticamente a admitir que en España se produjeran torturas incluso cuando ya se habían dictado 58 condenas por ese delito y el propio Ejecutivo había recurrido en 14 casos al indulto para evitar que los funcionarios condenados fueran a la cárcel.
Son hechos que dan para pensar, ¿no?
Sí, pero con una condición: hace falta atreverse. Y no tener miedo a las conclusiones.
Según las crónicas, buena parte de la población estadounidense se ha cerrado en banda. No está dispuesta a seguir plantando cara a esas cosas tan incómodas, tan amargas. A afrontar unas realidades tan crudas.
Bueno, pues que nadie se extrañe. Aquí llevamos mucho tiempo en las mismas.