Para entrar en la casa de Harold Bloom hay que pegarle a sir Walter Scott. El rostro en bronce del autor de «Ivanhoe» es parte del llamador de la puerta. Adentro, como es de esperar, también todo son libros o tiene reminiscencias literarias. Hace muchos años que Bloom, el crítico literario más famoso del planeta, […]
Para entrar en la casa de Harold Bloom hay que pegarle a sir Walter Scott. El rostro en bronce del autor de «Ivanhoe» es parte del llamador de la puerta. Adentro, como es de esperar, también todo son libros o tiene reminiscencias literarias. Hace muchos años que Bloom, el crítico literario más famoso del planeta, bestia negra de la academia «políticamente correcta» y enemigo acérrimo de Harry Potter y de Stephen King, agotó la capacidad de su enorme biblioteca, por lo que hay volúmenes apilados en el piso, en la escalera, en las mesas, en las sillas, en la cocina, en el baño. .
La repisa sobre la chimenea está siempre decorada con la tapa del texto que está próximo a editar. Y sobre el sillón se acumulan viejos muñecos de peluche: la lechuza Wordsworth, en recuerdo del genio romántico inglés, el conejo Oscar -obviamente, por Wilde- y el murciélago Mac Gregor, en honor al murciélago de verdad que tenía el poeta Dante Gabriel Rosetti (y con el que, según la leyenda, entretenía a su colega William Morris mientras él se entretenía con la señora Morris).
«Quien se rodea de libros nunca va a estar solo. Sólo a través de ellos podemos estar unidos, en la conciencia, con varias generaciones. Encontrar lo extraordinario en otra persona es enamorarse y muchas veces eso termina con una desilusión. En cambio, confrontar lo extraordinario en un libro es beneficiarse casi sin costos. Los textos que nos dejaron los grandes escritores constituyen el mejor camino para llegar a la sabiduría. Yo creo que éste es el verdadero uso de la literatura en la vida», asegura Bloom. Mientras dice esto, su esposa, Jeannie, desplaza un par de tomos invasores para que podamos sentarnos.
Pero la realidad es que la casa pronto será sometida a un ordenamiento profundo. Después de una reciente operación a corazón abierto, el autor de clásicos como «El canon occidental», «La ansiedad de la influencia» y «Shakespeare o la invención de lo humano» -entre una veintena de títulos, muchos de ellos best sellers- decidió donar sus 30.000 volúmenes, entre los que abundan valiosas primeras ediciones, con sus notas al margen.
El destino de los libros no será la Universidad de Yale, donde Bloom -un agnóstico de tradición judía que aprendió a hablar idish antes que inglés- enseña Shakespeare desde hace 50 años, sino un pequeño college católico de Vermont. .
Quería un lugar que fuese a mantener mi biblioteca como una especie de legado humanístico cuando yo ya no esté y en el cual la basura de la teoría política literaria contemporánea no fuese bienvenida. Yo soy un viejo socialista. No votaría a un republicano ni para trabajar en la perrera, pero nadie es un opositor más apasionado que yo al horror de la izquierda académica actual, que yo llamo la «escuela del resentimiento». .
«Es una espantosa mezcla de seudofeminismo, multiculturalismo y teoría literaria francesa.
«En Yale hay ciertos departamentos, como el de Estudios Americanos, que se han volcado completamente a esta vertiente siniestra. Las únicas excepciones a este suicidio de la que alguna vez fue mi disciplina, la literatura, son unas pocas de las principales universidades católicas de Estados Unidos, como Notre Dame, y un puñado de pequeños «liberal arts colleges» católicos, como Saint Michael´s. Por eso les dejo mis libros», aclara, con una sonrisa tranquila.
– La función de la crítica
Bloom lleva una vida orgullosamente anacrónica. Detesta el e-mail y el fax. Escucha discos de vinilo y sujeta sus pantalones con tiradores. Como un abuelo afectuoso, se dirige a todo el mundo como «mi querido» o «mi querida», sea el interlocutor su editor, que lo llama por teléfono, esta periodista o el cartero en la puerta. Pero, a pesar de su aire de anciano afable, claramente no está dispuesto a dejar pasar ninguna oportunidad para dar el grito de guerra en el nombre de la tradición occidental.
-A usted lo odian los críticos y lo ama el público. ¿Cómo se ve a sí mismo?
-Soy un fenómeno curioso. Nunca en mi vida he recibido una reseña positiva en Gran Bretaña, Australia ni ningún país «políticamente correcto», y aquí, en Estados Unidos, en general escriben sobre mí con bastante saña. Sin embargo, parecería que soy el único crítico que ha llegado a una audiencia masiva, tanto en mi país como en el exterior. Es un fenómeno extraño. Supongo que, en algún sentido, soy el último crítico literario tradicional que queda vivo. Uno de los que creen que la función de la crítica es mostrar que la más alta literatura imaginativa, como Shakespeare, Cervantes o Dante, no sólo debe ser apreciada por sus cualidades estéticas, sino por la enormidad de la fuerza del pensamiento que conlleva y porque transmite lo que podríamos llamar una sabiduría prudencial. Probablemente, uno aprende más sobre cómo vivir de la gran literatura que de los grandes filósofos o de los textos religiosos.
-¿Qué pasa si no se leen esos grandes libros, más allá de la pérdida en sabiduría personal?
– Lo que está pasando ahora en este país: Estados Unidos ya no es más una democracia. Es una plutocracia y una oligarquía, particularmente bajo W El Grande, nuestro emperador. Para poder pensar hace falta tener memoria. Sin haber leído lo mejor que se ha escrito, uno no tiene con qué empezar a trabajar. Y los resultados están a la vista: tenemos un gobierno en el cual todas las políticas están dirigidas a hacer más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, y el pueblo norteamericano está tan estupidizado que no hace nada. Creo que ni siquiera logra absorber que estamos viendo unos recortes escandalosos en los impuestos de las clases muy pudientes y, al mismo tiempo, un déficit tan grande que el gobierno va a recortar en un diez por ciento el presupuesto de todas las agencias de ayuda social para compensarlo. Si no fuese porque Bush y su gente cometieron el terrible error de la absurda e injustificable invasión a Irak, sería una ideología completamente triunfante; ahora creo que hay una oportunidad de que sea derrocada.
-En su libro sobre Shakespeare asegura que, después de él, no queda nada por inventar. ¿Shakespeare previó una situación como ésta?
-¡Claro! Sólo hay que prestarles atención a las dos partes de Enrique IV. Cuando Enrique V sucede a su padre en el trono, al igual que W, lo primero que decide es que debe completar lo que su padre no llegó a hacer. En el caso de los Bush, eso se llama controlar Irak. En el caso de los Enriques era, simplemente, ir a la guerra. Enrique IV era un usurpador que había matado al rey Ricardo II y que había tomado su lugar diciendo que iba a ir como cruzado a Tierra Santa, pero nunca lo hizo. Su hijo decide entonces que él llevará a su pueblo a la guerra, así que, sin mayor motivo, ataca a los franceses y se convierte en una especie de cruzado. Claramente, para los fundamentalistas cristianos, o los que creen que la esencia del cristianismo es Mel Gibson, la invasión al Irak musulmán también tiene algo de cruzada, .
-Recientemente, usted escribió una breve obra de teatro satírica sobre la situación política actual, que usted llamó «El reinado de W El Grande», para la revista Vanity Fair. Fue una pieza bastante escandalosa, puesto que allí George W. Bush aparece como un cruzado medieval.
-Lo más triste de la situación es que al escribirla yo intenté hacerla lo más extrema y absurda posible, bien risible, y estaba bastante contento con el resultado. La otra noche no me podía dormir y la releí. ¡Quedé aterrado! Ni siquiera era una parodia: la realidad había superado todo lo que yo había imaginado, no sólo para mi rey, sino también para Cheney, a quien llamo el Duque de Halliburton, y para Rummy, Rumsfeld, el Barón de Bechtel. Halliburton y Bechtel son, por supuesto, las dos firmas que se quedaron con todos los contratos en Irak. La situación que estamos viviendo superó la capacidad de sátira. Nunca pensé que eso pudiera pasar.
-El año último, el premio literario más importante de Estados Unidos, el de la National Book Foundation, fue para Stephen King, el escritor de novelas de terror, y a usted no le gustó nada. ¿Lo considera parte del mismo proceso de atontamiento de la sociedad norteamericana que usted describe?
-¡Por supuesto! La decisión de dar a Stephen King el premio anual de la National Book Foundation por su «distinguida contribución» a la literatura es un nuevo golpe bajo en el escandaloso proceso de idiotización de nuestra cultura nacional. Stephen King no es Edgar Allan Poe. Analizándolo palabra a palabra, oración a oración, párrafo a párrafo, no es más que un mal escritor. La industria editorial ha caído increíblemente bajo al darle el mismo premio que con anterioridad recibieron novelistas como Saul Bellow o Phillip Roth, o un dramaturgo como Arthur Miller. Si éste va a ser el criterio por seguir, quizá se debería dar el premio a la contribución distinguida a la literatura, el año próximo, a Danielle Steele, y, obviamente, el Nobel de Literatura a J. K. Rowling.
-Hablando de ella, resulta imposible olvidar el escándalo que armó usted cuando publicó su crítica sobre el primer libro de la serie de Harry Potter.
-Bueno, pero todo comenzó bastante inocentemente. El editor de la página de opinión de The Wall Street Journal me llamó y me pidió que le hiciera una reseña sobre Harry Potter. Yo le dije que no sonaba como el tipo de libro de mi especialidad, pero me dijo que mucha gente creía que yo era el crítico literario más importante del momento y que verdaderamente les serviría mi opinión sobre el tema. Y con eso, naturalmente, me convenció. Así que fui a una librería y me compré el primer volumen. No podía creer lo que estaba delante de mí. Lo que me resultaba más insoportable era la cantidad de clichés que usaba la autora. Escribí mi artículo y fue publicado. No es una exageración decir que comenzó un infierno. El editor me llamó diez días después y me dijo que nunca había visto algo así. Habían recibido unas cuatrocientas cartas de lectores insultándome y una sola a favor, que él creía que yo mismo había mandado. La cosa nunca más paró. Pero, por supuesto, la serie de Harry Potter es una porquería. Como toda porquería, eventualmente, el tiempo la dejará en el olvido. Pero, mientras tanto, no escribo más sobre el tema. Me he convencido de que es como luchar contra el océano.
-¿Y qué opina de las nuevas vueltas de tuerca sobre los clásicos? Recientemente vi, por ejemplo, «Romeo y Julieta» ambientada en un circo del futuro.
-No soy un fanático, para nada. Pero todavía recuerdo un debate público que tuve años atrás con quien probablemente sea el más distinguido crítico británico de la actualidad, sir Frank Kermode, pero que no me admira demasiado. En un momento, alguien del público preguntó cuál era el mejor film basado en una obra de Shakespeare que yo había visto jamás. Le respondí que dos películas de Kurosawa, «Ran», su versión de «El rey Lear» y «Trono de sangre», su versión de «Macbeth». A lo que sir Frank preguntó, con ironía, si el lenguaje de Shakespeare no importaba en absoluto, ya que Kurosawa no sabía una palabra de inglés. Yo respondí que sin duda todo eso era verdad, pero que Kurosawa había capturado la esencia de ambas obras de forma magistral.
-Sé que odia la palabra, pero Shakespeare, ¿es un fenómeno multicultural?
-Odio mucho lo que se llama hoy multiculturalismo, pero Shakespeare es, verdaderamente, un autor multicultural. Creo que mi frase favorita en mi libro sobre el canon occidental es: «Si multiculturalismo significara Cervantes, ¿quien podría protestar, entonces?» El tema es que por supuesto que no significa Cervantes, o Shakespeare, sino valorar a un escritor por pertenecer a una minoría y no por su trabajo en sí. Yo he dicho que no soy un gran entusiasta de la literatura «lésbico-esquimal» y sigo pensando que Shakespeare, el bardo de Avon, es el centro de todo. Me han acusado de «bardolatría», tanto que ya me burlo al respecto. Como sé que me consideran un dinosaurio, me llamo a mí mismo Bloom Brontosaurus Bardolator. Pero, dinosaurio y todo, mis libros se leen, y mucho. Parecería que los lectores de otros países que no están contaminados por la academia norteamericana quieren saber de los autores y de su capacidad creativa, no del multiculturalismo, la ideología, la política y todas esas cosas que tapan la verdadera literatura. Eso es de lo poco que me sigue trayendo algo de esperanza.