Pocos científicos de la segunda mitad de siglo XX habrán interesado tanto a los amantes de las letras como Stephen Jay Gould. Compartió ese honor, que sólo les es concedido a los científicos que además de pensar bien escriben bien y saben comunicar sus ideas a un público amplio, con Richard Feynman, Carl Sagan, James […]
Pocos científicos de la segunda mitad de siglo XX habrán interesado tanto a los amantes de las letras como Stephen Jay Gould. Compartió ese honor, que sólo les es concedido a los científicos que además de pensar bien escriben bien y saben comunicar sus ideas a un público amplio, con Richard Feynman, Carl Sagan, James Watson, E.O. Wilson, Marvin Harris, Richard Dawkins, Roger Penrose, Cavalli-Sforza y unos cuantos más. Gould, que enseñó durante muchos años biología, geología e historia de la ciencia en la universidad de Harvard y que ha sido uno de los mejores conocedores de la obra de Darwin y brillante prolongador de la teoría de la evolución, escribió varios libros de los que se puede decir sin exagerar que son apasionantes. Recordaré aquí cuatro de ellos: La falsa medida del hombre, El pulgar del panda, La vida maravillosa y La grandeza de la vida, todos ellos relacionados, directa o indirectamente, con la teoría de la evolución. Gould murió en mayo de 2002. Se publica ahora en español, casi al mismo tiempo en que aparece la monumental recopilación titulada La estructura de la evolución (Tusquest Editores, 2004), lo que podemos considerar su despedida: una reflexión sobre la relación entre ciencia y humanidades que juega seriamente con el viejo asunto de las estrategias vitales del zorro y del erizoi.
Este libro, tal vez menor en la amplísima bibliografía de Gould, pero interesantísimo y actual por el tema que plantea, empezó siendo el discurso presidencial pronunciado por su autor en la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia el año 2000. El discurso tenía que haberse publicado en la revista Science, órgano oficial de la AAAC, pero Gould lo fue ampliando hasta acabar construyendo un volumen de los que no caben ya en las páginas de una revista.. Fue publicado originalmente en inglés, por Harmony Books, con el título de The Hedgehog, the fox, and the Magister´s Pox.
En el prefacio, Gould explica el arranque de esta reflexión suya. Se inspira en los dibujos de la Historia animalium, de 1551, de Konrad Gesner, y en los Adagia de Erasmo de Rotterdam, compilados y publicados por primera vez en 1500. La historia de la comparación entre el zorro y el erizo es conocida al menos desde la Grecia clásica. Erasmo la resumía así: «El zorro planea muchas estrategias, el erizo conoce una sola estrategia, pero grande y efectiva». Gould se basa en esta diferenciación ya clásica para ejemplificar su concepción de lo que debería ser ahora la relación adecuada entre las ciencias y las humanidades. Además, usa convenientemente la fábula para dialogar y discutir con el sociobiólogo E.O. Wilson, quien, en una de sus últimas obras, interesantísima también, ha afirmado que la mayor empresa de la mente siempre ha sido y siempre será el intento de conectar las ciencias con las humanidades. En los capítulos centrales del libro, que está dividido en tres partes, Gould ha desarrollado su propia concepción del asunto prestando particular atención al ensayo en que Wilson aborda esa gran tarea de la mente: Consilience. La unidad del conocimiento (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1999)
Gould conoce, por supuesto, el uso tradicional que se ha hecho de la contraposición y alaba en particular el conocido libro de I. Berlin sobre zorros y erizos en el ámbito literario. Pero él dice que, al tratar de la relación entre ciencias y humanidades, no quiere limitarse a la contraposición dicotómica: «Utilizo el zorro y el erizo para mi modelo por la manera en que las ciencias y las humanidades deben interactuar, porque creo que ninguna estrategia pura puede funcionar. Una unión fructífera de estos opuestos, aparentemente tan distintos, puede articularse, con buena voluntad y con una moderación importante por ambos bandos, en una empresa diversa pero común de unidad y poder [..] Necesitamos esa totalidad, pero no podemos conseguir el objetivo eliminando las legítimas diferencias» (6-7). Sobre esa base y con esa convicción criticará luego en detalle la idea de consiliencia de Wilson.
En este libro Gould defiende que si alguna vez estuvo justificada la oposición entre ciencias y humanidades (y tal vez lo estuvo cuando nacía la ciencia moderna, en los orígenes de la llamada revolución científica) hace tiempo que ya no lo está. A partir de ahí argumenta que la contraposición que habitualmente se establece entre la objetividad y la certeza de las ciencias (basadas en la observación empírica y el experimento) y la subjetividad e incerteza de las humanidades no está bien fundada. A este respecto recuerda unas palabras no muy citadas de Darwin, contenidas en carta a un colega contemporáneo:» ¡Qué raro es que nadie vea que toda observación debe hacerse a favor o en contra de determinadas hipótesis, si es que ha de servir para alguna cosa!». Luego argumenta que la propensión humana a establecer oposiciones dicotómicas y excluyentes, tan reiterada en todas las épocas históricas, es también la razón de fondo por la que se empezó a desarrollar el modelo de oposición entre la ciencia y las humanidades. Y dice que esa polaridad se apoya en un persistente y prolongado malentendido, refiriéndose a la dicotomía que dio lugar primero a la querella entre antiguos y modernos, luego a la guerra entre ciencia y religión (ya en el siglo XIX) y finalmente al tópico de las dos culturas, tal como fue planteado por C.P. Snow a finales de la década de los cincuenta del siglo XX.
Haciendo de abogado del diablo entre sus colegas científicos, Gould escribe que habría que admitir la existencia de una compresión superior de las humanidades al menos en tres áreas: 1º reconocer y analizar las influencias sociales y los sesgos cognitivos que hay en el seno y detrás de todo trabajo creativo, incluidos los estudios empíricos; 2º destacar la importancia de las preocupaciones de estilo y retóricas en la presentación y aceptación de cualquier buen razonamiento; y 3º desarrollar determinados modos de conocimiento que la ciencia necesita pero que, por razones contingentes de su propia historia, ésta nunca destacó e incluso rechazó, mientras que, en cambio, son modos que florecieron en las humanidades. Se refiere, en este último caso, a lo que llama explicaciones narrativas, a las que Gould da particular importancia en el ámbito de sus propias investigaciones, que es el de la historia natural. Desde ahí concluye en este punto:
El estudio humanístico puede ayudar a los científicos a reconocer el encaje, a valorar el estilo y a acceder a modos adicionales de explicación. La ciencia, a cambio, ofrece otro tanto a las humanidades; de modo que la reintegración, después de tantos siglos de sospecha y denigración mutua, debería figurar en los primeros lugares de la lista de prioridades de todos» (167).
Más adelante Gould conecta este punto de vista acerca del encaje, el estilo y los modos adicionales de explicación con la importancia de la comunicación científica, subrayando que la afirmación corriente acerca del carácter misterioso, casi inaccesible, de la ciencia contemporánea para el común de los mortales es pura mitología. Según él, incluso los conceptos científicos más complejos y refinados pueden explicarse en el lenguaje del lego sin trivializarlos y sin pérdida de su comprensión genuina. Gould mantiene que este género de literatura popular (al que él mismo ha dedicado varios libros relacionados con diferentes aspectos de la teoría de la evolución) es precisamente parte de la tradición humanista.
La tercera parte del libro, que comprende los capítulos 8 y 9, y lleva por título «Una saga de pluribus y unum: el poder y el significado de la verdadera consiliencia«, es la más polémica y seguramente también la más atractiva de este volumen por su actualidad. En ella Gould hace gala de su erudición, de sus conocimientos de historia de la ciencia y de su siempre apreciable buen humor. Y con erudición y buen humor (a través del cual no deja de deslizar algún «veneno») discute el proyecto de unificación hace poco elaborado por E.O Wilson en Consilience (1998) para hacer su propia propuesta acerca de la relación entre ciencias y humanidades basada en la idea de consiliencia, un concepto acuñado por el historiador inglés de la ciencia William Whewell (1794-1866).
Vale la pena recordar aquí, para que el lector no se pierda, que Whewell definió la «consiliencia de inducciones» como el saltar juntas de observaciones dispares hechas en diferentes ámbitos bajo una única explicación común, un saltar juntas que podría, en principio, presentar todas estas observaciones como resultado único de un único proceso o teoría. La consilience venía ser para Whewell una buena indicación de la probable validez de la teoría, aunque no una prueba o una demostración en sentido propio. Dicho de otra manera: Whewell usó la idea de consilience para mostrar cómo los hallazgos científicos pueden adquirir objetividad al converger, desde distintos ángulos, en los mismos resultados, las mismas regularidades de fondo. Pensó que esta confluencia o concordancia señala las rutas hacia la integración de dominios distintos bajo esquemas explicativos unificados. Una idea ésta, por cierto, que el historiador de la ciencia podría poner en relación con una de las razones que Einstein adujo a favor del principio de relatividad en su primera exposición de la teoría.
Gould, que ya había discutido otras veces con el sociobiólogo Wilson, alaba ahora el esfuerzo de unificación que éste ha hecho, en la línea de los ilustrados y del neopositivismo de la Escuela de Viena, así como el cambio de estrategia que, en comparación con otros escritos suyos anteriores, supone la introducción de la idea whewelliana de consiliencia. Pues, tal como él ve las cosas, la introducción de la idea de consiliencia en esta propuesta de unificación de las ciencias y las humanidades estaría implicando, al menos en parte, el reconocimiento del fracaso del proyecto neopositivista, una rectificación interesante del punto de vista que el propio Wilson había expuesto en Sociobiología: la nueva síntesis. De todas formas enseguida subraya Gould sus diferencias.
E.O. Wilson ha mantenido, en efecto, que el fracaso del proyecto unificador del Círculo de Viena se debió esencialmente a la insuficiencia de la ciencia de la mente en el momento histórico en que aquel proyecto fue formulado, pero para él eso no impide afirmar que aquel objetivo se puede defender y replantear justamente por el desarrollo que en las últimas décadas han alcanzado las neurociencias, a cuyo desarrollo concede un papel esencial en el gran proyecto unificador de los saberes. Gould, en cambio, no cree que los fracasos del proyecto de unificación se hayan debido sólo a una incapacidad temporal para romper la barrera del conocimiento de la mente humana, sino a la forma del proyecto mismo, que, en su opinión, es ilusorio. Y en ese sentido asevera drásticamente que Wilson, a pesar de su rectificación parcial, está reproduciendo el sueño tradicional de unificación de las ciencias y de las humanidades tanto en su dirección usual de subsunción como bajo el nombre, también convencional, de reduccionismo.
El centro de la argumentación con que Gould se despide de los lectores aficionados a epistemología, la metodología y la historia de la ciencia está precisamente en la crítica de la estrategia reduccionista que pretende subsumir en la ciencia contemporánea lo que han sido hasta ahora las humanidades. Y lo notable en esta argumentación es cómo una misma noción puede ser reinterpretada para proporcionar otra visión de la relación entre ciencias y humanidades. Gould, que siente mucha simpatía por el concepto de consiliencia de Whewell, muestra que Wilson lo malinterpreta al usarlo en una acepción reduccionista que no se deriva de su acuñación original. Por ello dedica unas cuantas páginas del libro a la interpretación de esta noción. Considera que, en Consilience, Wilson ha usado la expresión para describir la simplificación y la reunión de fenómenos de muy distintos órdenes por su subsunción sucesiva en leyes que rigen para partes constituyentes: desde la física de las partículas elementales pasando por los sistemas biológicos y sociales y hasta las artes y la ética (lo cual incluye habitualmente las humanidades). Efectivamente, Wilson había escrito:
La idea central de la concepcion consiliente del mundo es que todos los fenómenos tangibles, desde el nacimiento de las estrellas hasta el funcionamiento de las instituciones sociales, se basan en procesos materiales que, en último término, son reducibles, por largas y tortuosas que sean las secuencias, a las leyes de la física […] No se ha ofrecido ninguna razón convincente para que esta estrategia [reduccionista] no debiera funcionar para unir las ciencias naturales con las ciencias sociales y las humanidades. La diferencia entre los dos ámbitos está en la magnitud del problema, no en los principios que se necesitan para su solución.
Discutiendo este uso de la palabra consiliencia, Gould confiesa ahora que ha escrito su libro y ha utilizado la fábula del zorro y el erizo (en contraposición a la metáfora del laberinto de Ariadna, que es la imagen que utiliza Wilson) porque desea que las ciencias y las humanidades se conviertan en los mayores amigotes, esto es, que se reconozcan mutuamente un parentesco profundo y una conexión necesaria en la búsqueda de la decencia y de los logros humanos; pero (a diferencia de Wilson en esto) con la idea, también, de que mantengan separados su objetivos y lógicas, inevitablemente diferentes cuando se aplican a sus proyectos conjuntos y aprendan así unas de otras: «Dejemos que sean los dos mosqueteros (ambos para uno y uno para ambos), pero no las etapas graduales de una única y grande unidad consiliente» (231).
Bromas aparte, Gould aduce aquí dos razones básicas contra el reduccionismo y la concepción consiliente por subsunción. La primera razón es la emergencia o aparición de nuevas reglas explicativas en sistemas complejos; leyes o reglas que surgen de interacciones no lineales o no aditivas entre partes constituyentes y que, por tanto, no pueden descubrirse a partir de las propiedades de las partes consideradas por separado. La segunda razón es la contingencia o importancia creciente de «accidentes» históricos únicos que, en principio, no pueden predecirse, pero que siguen siendo completamente accesibles a la explicación objetiva después de haber ocurrido (240-241). Teniendo esto en cuenta, se puede concluir que el significado propio de la consiliencia de Whewell no puede extenderse a las humanidades (257 y 263) por la sencilla razón de que los asuntos de las materias que tradicionalmente han ocupado a las humanidades (desde la ética a la estética y la religión) no pueden abordarse ni resolverse mediante los métodos de la investigación científica, ya sean de tipo reduccionista o de otro tipo (280).
Gould aclara su punto de vista afirmando que la información objetiva procedente de la ciencia será, sin duda, muy provechosa y relevante para la discusión de cualquier cuestión importante en materias no científicas, propias de las humanidades, la ética y la religión; de manera que cualquier humanista que rechazara esta ayuda o esta servicial mano amistosa tiene que ser considerado un pedante o un necio. Pero añade que, aún así, la colaboración útil entre entidades o saberes básicamente diferentes con fuertes intereses comunes no tiene por qué implicar la fusión bajo una jerarquía básicamente lineal de estructura común. La idea de Gould es que las cuestiones básicas, definitivas y no objetivas, propias de los campos de las artes y de la ética, no pueden, en principio, ser respondidas mediante los potentes métodos que nos proporciona el magisterio de la ciencia y que, por tanto, las ciencias y las humanidades no pueden alcanzar ni buscar con provecho el tipo de conciliencia que propone Wilson (284).
Esta idea la desarrolla abordando dos ejemplos concretos de los que se ocupa el propio Wilson, relativos al ámbito de las artes y de la ética. En el campo de las artes aduce Gould que la consiliencia reduccionista de Wilson para localizar las sensibilidades artísticas generales en reglas epigenéticas conduciría, a lo sumo, a una psicología de la estética, la cual puede ser fascinante, pero no convertiría las artes, y en particular la práctica artística, en una rama superior de las ciencias naturales, porque el arte (el juicio artístico, el gusto y la práctica del arte) es algo complemente distinto de comprender la base objetiva de las preferencias y de los sentimientos estéticos, algo que no puede reducirse al más completo análisis neurológico: «La conexión que Wilson establece entre teoría no comprobada para el origen de las preferencias estéticas y su aplicación actual al juicio artístico no puede sostenerse ni siquiera en el ámbito legítimamente científico que denominé psicología de la estética». Es, además, una falacia, pasar desde una teoría científica acerca del origen de las preferencias estéticas a validar criterios para la verdad y la belleza en el arte. Esta última es una cuestión que puede discutirse de forma apasionada e inteligente, pero que no se resuelve nunca en los términos clásicos de la ciencia (286-287).
En lo que hace a la ética, Gould discute, recordando el punto de vista de Hume y de Moore sobre la falacia naturalista, la pretensión de Wilson en el sentido de que se puede pasar del es al debe y que hay un puente fácil que conduce de la antropología de la moral (la pregunta acerca de cómo actúa cada uno de nosotros) a la moralidad de la moral (la pregunta acerca de cómo deberíamos comportarnos). Para ello se detiene a comentar un paso en el que Wilson, que se denomina a sí mismo empirista, defiende la subsunción de la ética en las ciencias naturales replanteando el viejo asunto del paso del es al debe para aducir que, desde la perspectiva consiliente de las ciencias naturales, debe es «sólo la taquigrafía de un tipo de afirmación objetiva, una palabra que denota lo que la sociedad eligió hacer (o fue obligada a hacer) y que después codificó; el producto, por tanto, de un proceso material.
Gould se pregunta, en este contexto polémico, cómo podemos definir en términos empíricos bien común para decirnos, a continuación, que no cree que, en esta cuestión en la que no cabe otro argumento que el plausible, se pueda ir más allá de la afirmación de que la antropología empírica de la moral llevó a la mayoría de las sociedades a un conjunto de preceptos con orígenes evolutivos, que quizá antaño tuvieron un sentido en términos de supervivencia darwiniana, pero que, mira por dónde, la mayoría de la gente ha decidido con posterioridad que una mejor moralidad nos llevaría a comportamientos exactamente opuestos (295). Y concluye, en la línea del viejo Hume, que aunque rechaza la posibilidad de deducir principios morales del estudio empírico de la naturaleza y la evolución humanas, tampoco él considera que la divisoria entre «es» y «debe» sea tan absolutamente impermeable en el sentido de estar diciendo que los hechos no pueden tener relevancia para el pensamiento moral, por lo que su diferencia con Wilson está en que éste parece creer todavía que si puede especificar de forma empírica el origen histórico de la ética habrá resuelto el problema básico de la moralidad y habrá establecido una base para la reducción de la filosofía moral a las ciencias naturales dentro de su gran cadena de conciliencia (296).
Así pues, frente a la consiliencia por subsunción reductiva, Gould acaba proponiendo lo que llama consiliencia de igual atención para diferencias intrínsecas pero complementarias (297 y ss.). Defiende que este es el sentido en que puede ampliarse, sin tergiversarlo, el término empleado por Whewell, que en su momento fue desarrollado como una estrategia para trazar teorías generales de un tipo muy característico de ciencias, aquellas ciencias difíciles, de sistemas complejos, que tienden a ser ricas en datos y pobres en teoría. La belleza intelectual de la consiliencia de Whewell en tanto que «saltar juntos» residiría, para Gould, en la emoción que proporciona el eureka o el ajá, o sea, la conversión súbita de la confusión en orden, pero no a través de secuencias deductivas sistemáticas, sino mediante una intuición inmediata que sería equivalente a una explicación teórica, y sólo una, la cual dispondrá todo el conjunto en un orden sensato y que, en el mejor de los casos, producirá asimismo una teoría fascinante e iconoclasta:
Las ciencias y las humanidades tienen todo que ganar (y nada que perder) de una consiliencia que respeta las diferencias ricas, inevitables y a apreciables, pero que también busca definir las propiedades más amplias compartidas por cualquier actividad intelectual creativa, pero que han sido desalentadas y con frecuencia obligadas a la invisibilidad por nuestra clasificación insensible (o al menos muy contingente) de las disciplinas académicas […] También yo busco una consiliencia, un «saltar juntos» de la ciencia y las humanidades en contacto y coherencia mucho mayores y más fecundos; pero una consiliencia de igual atención que respete las diferencias inherentes, reconozca el mérito comparable pero distinto, comprenda la necesidad absoluta de ambos ámbitos para cualquier vida que se considere intelectual y espiritualmente «plena» y busque resaltar y alimentar las numerosas regiones de superposición real y preocupación común» (311-312).
En varios pasos del libro Gould reitera la naturaleza idiosincrásica de su argumentación sobre la consiliencia de igual atención y reivindica la posibilidad, y hasta la necesidad, de una lectura propia del concepto acuñado por Whewell fuera del ámbito científico para el que fue propuesto. Y, ciertamente, la naturaleza idiosincrásica de su propuesta es evidente, pues nada se parece más a la consiliencia de igual atención que lo que el propio Gould venía haciendo desde años atrás en sus libros más conocidos y apreciados. Quien haya leído libros anteriores de Gould, y en particular la modesta proposición con que empieza The Spread of Excellence from Plato to Darwin (traducido al castellano como La grandeza de la vida), entenderá enseguida esa declaración y el énfasis que pone al identificar la consilience de Whewell con lo que él mismo suele practicar en la exposición de sus descubrimientos.
En una nota con la que concluye prácticamente su libro, la nota 6 del capítulo 9, Gould se refiere precisamente al mérito comparable pero distinto de las ciencias y las humanidades. Dice Gould, en esa nota, que la ciencia no tiene nada que temer de las humanidades; que la agresividad inicial de la ciencia moderna en el siglo XVII, por justificada que estuviera en su momento, ha creado hábitos lamentables; que la sospecha de algunos humanistas modernos sobre el poder de la ciencia tiene una base razonable; y que para cada ventaja de la ciencia se puede citar otra ventaja comparable de las humanidades. La ciencia puede alegar un método capaz de averiguar la verdad objetiva mientras que el debate ético en las humanidades no puede aspirar a alcanzar el mismo tipo de confianza, pero aunque el discurso ético ha de sacrificar este summum bonum, ¿quién podría negar que las cuestiones básicas acerca de los deberes de una vida ética son mucho más importantes para nuestro propósito y nuestro ser? De modo que trocamos la certeza por la prominencia.
A los que aman por igual la ciencia y la literatura –y, sin duda, algunas personas así hay– esta nota final de Gould les traerá tal vez a la memoria la reflexión de Milton en uno de los libros clave del Paraíso perdido, cuando el ángel dialoga con Adán acerca de la verdad y la importancia de la nueva ciencia copernicano-galileana para el ser humano. Que es un libro, dicho sea de paso, para empezar a dialogar entre científicos y humanistas acerca de la consiliencia de igual atención. Así que, una vez más, el científico que se despide andaba a hombros de gigantes.
i STEPHEN JAY GOULD, Érase una vez el zorro y el erizo. Las humanidades y la ciencia en el tercer milenio. Traducción castellana de Joandomènec Ros , Editorial Crítica, col. Drakontos, Barcelona, 2004.