El 10 de diciembre James Cason, jefe de la Sección de Intereses de EEUU en La Habana, ofreció otro misil de la política de la Administración Bush para derrocar al gobierno cubano y sustituirlo con un régimen «democrático», es decir, uno que reverencie la propiedad privada y le bese el trasero a Washington. Bush ya […]
El 10 de diciembre James Cason, jefe de la Sección de Intereses de EEUU en La Habana, ofreció otro misil de la política de la Administración Bush para derrocar al gobierno cubano y sustituirlo con un régimen «democrático», es decir, uno que reverencie la propiedad privada y le bese el trasero a Washington.
Bush ya había endurecido las severas restricciones al comercio con Cuba y a los viajes a la isla este año después de las recomendaciones del panel presidencial. Encabezado por el Secretario de Estado Colin Powell, el panel de política hacia Cuba recomendó medidas que Washington debía tomar para promover una transición post-Castro. El vicepresidente cubano Ricardo Alarcón, presidente del parlamento cubano, dijo que esas medidas no eran más que un plan para derrocar el gobierno. Cason negó tales intenciones.
Cason no parece aprender de sus falsas predicciones ni olvidar su apasionada retórica. Al parecer olvidando los flagrantes abusos a los derechos humanos cometidos por personal norteamericano en el gulag de Guantánamo, Cason utilizó el Día Internacional de los Derechos Humanos para celebrar una fiesta en su lujosa residencia en La Habana, en la que se divirtió una vez el Senador Jack Kennedy. Disidentes cubanos bebían y se reunían con la prensa extranjera en La Habana cuando Cason anunció, según la Associated Press, que el gobierno de Castro «está en las últimas».
Algunos bebedores derramaron su ron por este comentario. Oswaldo Payá, líder del Proyecto Varela, que reunió más de 10 mil firmas a favor de una petición «pro-democracia», ofreció una plegaria: «Dios quiera que nuestros hijos y el pueblo cubano no hereden nuestros odios y miserias, sino nuestra fe, de manera que puedan construir su propia historia».
Aparentemente Cason creyó que la referencia de Payá a la intervención divina validaba su propia conclusión carente de hechos: «Hasta los que apoyan al régimen se están preparando discretamente para la inevitable transición democrática».
Ni nombró a los que «apoyan al régimen» ni reconoció que agentes de la seguridad del estado habían penetrado el movimiento disidente apoyado por EEUU. Es más, una docena de infiltrados se presentaron en el juicio de marzo de 2003 para declarar en contra de 75 de los más favorecidos por el gobierno de EEUU el cual, en contra de las leyes cubanas, les pagó en bienes y servicios.
Sin embargo, en semanas recientes, para reparar las relaciones con los países de la Unión Europea, los cuales habían criticado los juicios, Cuba liberó a varios disidentes. Es más, Estados Unidos tiene en Guantánamo más presos políticos que Cuba y, además, en condiciones subhumanas.
Los presos políticos ofuscan la esencia de las relaciones de Cuba con Estados Unidos. Los principales opositores de Castro viven en el sur de la Florida y tienen poco interés en la democracia, a no ser que la democracia signifique terrorismo. Es más, en mayo el gobierno de EEUU permitió que los terroristas condenados Guillermo Novo, Gaspar Jiménez y Pedro Remón desembarcaran sonrientemente en el Aeropuerto Internacional de Miami después de que la presidenta saliente de Panamá los indultara -algunos dicen que como resultado de sobornos. Los tres participaron en otras actividades terroristas.
Posiblemente Cason se olvidó de estos personajes o se engañó a sí mismo. Él y otros diplomáticos repetidas veces han hecho la predicción de la inminente caída de Castro. En 1995 Scott Armstrong y yo compartimos una experiencia desilusionante en La Habana con el jefe de la Sección de Intereses, Joseph Sullivan, y Gene Bigler, uno de sus subordinados.
Recapitularon los disturbios del verano de 1994 y predijeron la inminente partida de Castro. Durante ese período de las mayores dificultades económicas de Cuba, falta de energía eléctrica, agua y empleos, un policía cubano descubrió a un hombre que trataba de secuestrar una embarcación. El incidente incendió los nervios ya tensos de la frustrada población de La Habana Vieja. Hombres airados marcharon a lo largo del Malecón habanero gritando «Abajo Fidel». Algunos espectadores gritaron con ellos. Cuando trabajadores de la construcción de un hotel en el Malecón supieron de la manifestación, dejaron el trabajo y se enfrentaron a ellos. Los dos grupos chocaron. Mientras la melée disminuía, llegó Castro y se enfrentó a los manifestantes. Los espectadores comenzaron a gritar «Fi-del, Fi-del».
Armstrong y yo verificamos la historiar con funcionarios políticos de las embajadas de Francia, Reino Unido y Canadá. Todos estuvieron de acuerdo en que 700 a 800 manifestantes habían peleado con un número mucho menor de trabajadores de la construcción. Policías desarmados -excepto por sus bastones- habían tratando de separarlos. Entonces apareció Castro.
Sin embargo, Sullivan y Bigler aseguraban que el número de los manifestantes anti-Castro había llegado a 10 mil y que la disidencia estaba creciendo. A diferencia de sus colegas en otras embajadas occidentales, los diplomáticos de EEUU no habían grabado en video el incidente y analizado la cinta para un análisis del número de implicados. Aunque los choques habían tenido lugar frente la ventana de la oficina de Sullivan, aparentemente él no había podido hacer ni un conteo aproximado. Durante el resto de los años 90 no emergió ningún movimiento político viable; ni tampoco durante los primeros años del siglo 21.
Pero Cason refleja a la Administración Bush en confundir sus deseos con la realidad. Durante 45 años, diez presidentes de EEUU han tratado de matar a Castro y derrocar su gobierno, y han fracasado. En este período, las fuerzas anti-Castro no han evolucionado hacia la democracia ni hacia la coherencia interna.
En diciembre de 1960 yo esperaba con un grupo de sesenta estudiantes para subir a bordo de un avión de Cubana y viajar de Miami a La Habana. Manifestantes airados nos gritaban consignas: «Cero Viajes a la Dictadura Comunista de Cuba». Algunos escupieron a los estudiantes que trataban de hablar a los anti-castristas.
«Si Cuba es tan terrible como ustedes dicen», preguntó un estudiante a un antagonista, «ustedes debieran alentarnos a que fuéramos, para que pudiéramos decir al mundo las terribles condiciones que hay en Cuba».
El manifestante se quedó sorprendido. Un líder del grupo ordenó en español al perplejo manifestante: «No discutas, escúpelo».
Pedí a un policía del aeropuerto que impidiera que nos escupiera. Miró al techo y dijo:»No vi a nadie escupiendo».
Un exiliado cubano dijo en inglés con fuerte acento: «Ustedes están locos. ¿Creen que Estados Unidos va a permitir que Castro haga el comunismo tan cerca de sus costas?»
Horas después, limpios de saliva en la piel y la ropa, aterrizamos en La Habana y vimos por nosotros mismos. Jóvenes cubanos levantaron ametralladoras antiaéreas checas de cuatro cañones en el techo del mezanine del Hotel Habana Riviera, cavaron trincheras y enterraron explosivos bajo los puentes: una preparación ante una invasión de EEUU, que llegó en abril de 1961 por Bahía de Cochinos.
Cuarenta y tres años después, habiendo fracasado la invasión, miles de ataques terroristas -incluyendo posible guerra bacteriológica- y cientos de intentos de asesinato, Castro permanece a pesar de su rodilla fracturada.
Fue más inteligente que Kennedy, quien después de aceptar la derrota en Bahía de Cochinos autorizó una larga campaña de terror que llevó a Castro a aceptar misiles nucleares soviéticos. El Presidente Johnson, ocupado en Viet Nam, mantuvo políticas económicas hostiles, pero disminuyó las confrontaciones terroristas. Nixon escaló la campaña de terror. Irónicamente, algunos de «sus cubanos» fueron atrapados en el robo con fuerza de Watergate que provocó su caída.
Ford realizó una breve política de détente, pero Jimmy Carter vio una oportunidad para lanzar una agresiva campaña de derechos humanos e inmigración, la cual Castro contrarrestó al permitir a 120 000 cubanos que emigraran (marielitos). Las autoridades norteamericanas no manejaron con facilidad ese número de inmigrantes.
Reagan habló agresivamente, pero hizo poco. Sin embargo, internamente entregó la política EEUU-Cuba a la Fundación Nacional Cubano-Americana, un grupo de extrema derecha cuyo líder, Jorge Mas Canosa, promovió el cabildeo y financió secretamente a algunos de los grupos anti-Castro. Esta privatización de la política no ayudó a la diplomacia norteamericana. Pero sí fortaleció a los exiliados más reaccionarios.
Desde entonces, los candidatos presidenciales buscan regularmente en el Sur de la Florida el dinero y los votos de la pandilla anti-Castro, y prometen hacer cosas terribles contra su irritante vecino.
En 1992, el candidato Bill Clinton se quedó sin dinero. Se apresuró a ir a la Florida, apoyó legislación anticubana (la Ley Torricelli, que se convirtió en Ley de Democracia de Cuba) y atacó a Bush Padre por no «martillar a Castro».
Recibió un gordo cheque de los ricos anticastristas por esa declaración. Al igual que presidentes anteriores. Clinton en realidad dedicó poco tiempo a Cuba, excepto por las crisis periódicas que inevitablemente se provocan cuando la hostilidad caracteriza las relaciones entre vecinos cercanos.
Sin embargo, al permitir a los anticastristas «Hermanos al Rescate» el uso de suelo norteamericano para volar sobre Cuba y dejar caer volantes, Clinton despejó el camino para las consecuencias previsibles. A fines de febrero de 1996, MiGs cubanos derribaron dos aviones de Hermanos al Rescate que habían penetrado en el espacio aéreo cubano. Como represalia, Clinton firmó la draconiana Ley Helms-Burton, que castigaba a compañías no norteamericanas por comerciar con Cuba o invertir en la isla. Esto provocó amenazas de represalias por parte de socios comerciales de EEUU.
Los agresivos planes económicos contra Castro de Bush ciertamente causarán mayores penurias a los cubanos. Pero para llevar «libertad a 11 millones de cubanos» Bush no puede depender solamente de medidas económicas.
La escalada de amenazas casi inevitablemente desemboca en provocaciones. En 1961, inexpertos soldados cubanos derrotaron en Bahía de Cochinos a una fuerza invasora mejor entrenada y equipada. Las fuerzas armadas contemporáneas de Cuba y la ciudadanía tienen experiencia y acaban de completar dos semanas de ejercicios militares -y ya no tratan de llevar armas al techo de un hotel con herramientas rudimentarias. Bush merece la agresiva reputación que tiene. Invadió a Afganistán y a Irak. Pero desde entonces, sus declaraciones beligerantes han caído en la categoría de «amenazas vacías».
No es probable que invada Corea del Norte, Irán, Siria, Zimbabwe y Cuba. Después de las pérdidas y las frustraciones sufridas por las fuerzas norteamericanas en Afganistán e Irak, Bush no logrará convencer fácilmente al Congreso para que permita el uso de tropas -que no existen- para combatir a favor de Dios y la libertad en contra de una lista interminable de enemigos. Mientras tanto, Bush debiera felicitar a Cason por escalar la guerra de palabras vacías.
* Landau dirige el programa de medios digitales en la Universidad de Cal Poly Pomona y es miembro del Instituto para Estudios de Política. Su nuevo libro es El negocio de Estados Unidos: cómo los consumidores han reemplazado a los ciudadanos