Por una serie de reales y manifiestas opresiones históricas –que en modo alguno de meras «circunstancias» pasajeras– que padece Euskal Herria, me veo en la imposibilidad de estar con vosotras y vosotros en este debate colectivo tan necesario e interesante sobre los derechos individuales y nacionales en algo tan vital como lo que se denomina […]
Por una serie de reales y manifiestas opresiones históricas –que en modo alguno de meras «circunstancias» pasajeras– que padece Euskal Herria, me veo en la imposibilidad de estar con vosotras y vosotros en este debate colectivo tan necesario e interesante sobre los derechos individuales y nacionales en algo tan vital como lo que se denomina como «ocupación» de locales, casas, etc., por una juventud sometida a una explotación desconocida desde hace tiempo. Este debate organizado por Kukutza Gaztetxea incide, como digo, en una problemática crucial para la juventud, pero no sólo para ella sino, como veremos, para la totalidad de la población, incluidos burgueses, curas, rentistas, terratenientes y demás fauna, muy a pesar suyo. Me consta que sabéis que es así, que la práctica de las llamadas «ocupaciones» concierne a toda la estructura social, que vosotras y vosotros estáis desarrollando una lucha que, en realidad, también la mantienen de múltiples formas otros muchos grupos de la población trabajadora en su vida cotidiana y en sus lugares de explotación, opresión y dominación. He dividido mi intervención en seis parte.
PRIMERO:
Miremos por donde miremos, si algo aparece en la actualidad como la causa central de los problemas múltiples que padece la humanidad, si algo pudre internamente e impide que se desarrollen todas las potencialidades liberadoras existentes en buena parte –que no en todas– de las fuerzas productivas existentes, eso tan nefasto y criminal es simplemente la propiedad privada. Hablo de propiedad privada en su sentido real y concreto, en su sentido capitalista, y no en su sentido ficticio y falso como es eso que llaman «propiedad» de las clases trabajadoras. No dejemos que nos sigan engañando. La inmensa mayoría de la población en los capitalismos más ricos –sin hablar de los países empobrecidos y saqueados– en eso que llaman el Norte, no es propietaria más que de su fuerza de trabajo, y apenas de algo más como puede ser su casa –si no la tiene hipotecada, o viven de alquiler o en la de sus padres o familiares–, su coche de segunda o tercera gama, sus electrodomésticos semiaveriados y ropas medio gastadas… No nos dejemos engañar.
Cuando hablo de gente trabajadora también hablo de mujeres que sólo trabajan en las casas de sus maridos o padres, además de aguantarles; o de jóvenes que no trabajan asalariadamente pero viven del salario de sus padres y de la pensión de sus abuelos, y que nunca llegarán a ser otra cosa que trabajadores asalariados; o de los jubilados, sobre todo de las viudas, que malviven con pensiones de miseria que no son sino los muy pequeños restos de todo lo que han producido y trabajado en su vida activa; o de la gente en los sectores de servicios, de banca y ahorra, de sanidad, educación, etc., que antes creían ser «capas o clases medias» por encima del resto, pero que ahora y cada vez más van descendiendo al mismo nivel que el resto de la clase trabajadora en su conjunto; o de esos trabajadores llamados «autónomos» que viven gracias a un negocio familiar, sin trabajadores ajenos, con esfuerzos tremendos para pagar los préstamos e hipotecas, pero que se creen fuera de la clase trabajadora porque no tienen otro patrón que ellos mismos, etc. A pesar de las diferencias formales que les separan en apariencia, todas estas gentes están unidas por una cosa en movimiento permanente: la explotación capitalista, o mejor, la dialéctica de unidad de contrarios entre la burguesía y el proletariado. Esta dialéctica es una relación social, es decir, un permanente flujo de opuestos que une y a la vez enfrenta al patrón y a l@s trabajador@s de manera que sólo se puede conocer a ambos estudiando esos antagonismos en el interior mismo de las luchas que les enfrentan.
Hablo de esa enorme masa de gentes que cada vez más tenemos que recurrir a las tarjetas de crédito para llegar a fin de mes, que ahorramos cada vez menos y nos endeudamos poco a poco sin darnos cuenta. Solamente tenemos como garantía de nuestra deudas nuestra fuerza de trabajo, nuestro cuerpo, nada más. Hablo de esta gente que forma la mayoría de la población en el capitalismo desarrollado, y de la humanidad entera. Algunos, poquísimos de entre esta masa, pueden llegar a tener un enano número de acciones –el inexistente «capitalismo popular»– que no valen nada, que están en manos y a disposición de los grandes accionistas, y que son las primeras de desaparecer en las vorágines de las crisis financieras recurrentes, salvando con su sacrificio a los fabulosos megapaquetes de acciones de los grandes capitalistas.
Pues nosotr@s no tenemos, como digo, más propiedad real y efectiva, aunque insegura, que nuestra fuerza de trabajo, que nuestra capacidad de sudar y sacrificarnos trabajando para otro, para el empresario, sea vasco o de una transnacional extranjera, española o japonesa. Una propiedad insegura, además, porque las formas actuales de explotación exigen e imponen un deterioro acelerado y global de nuestra salud psicosomática, así como un reciclaje más continuado, sino permanente, como ocurre en todas las formas de trabajo basadas en las nuevas tecnologías. Todo ello agota nuestra salud, y por tanto pone en peligro nuestra única propiedad efectiva y crucial: la de nuestra fuerza física y psíquica de trabajo. ¿Entonces, quienes tienen el resto y qué es en verdad la propiedad privada de las fuerzas productivas? La propiedad decisiva es la que se mantiene sobre el dinero, el capital, las fábricas, las tierras, los edificios, los transportes, los almacenes, y, en síntesis sobre las mercancías.
Es decir, la propiedad sobre los instrumentos de trabajo y sobre los productos que salen de esas fábricas y que se venden en los mercados, que también son propiedad de los mismos, y que se compran con los préstamos de los bancos que son igualmente suyos. Pero estos pocos individuos también son propietarios del Estado y de sus instrumentos de todas clases, desde los represivos hasta administrativos; de la inmensa mayoría de lo que llaman «prensa libre», radios, televisiones, etc., y que es una industria especial por la eficacia alienadora de sus productos; de la educación privada –otra industria, una «fábrica de educación» como la definió Marx– y de las editoriales que dicta y edita los libros, que es otra industria muy valorada por los burgueses porque fabrica alienación masiva, etc. Y por no extendernos, es propietaria de los partidos y sindicatos reformistas, con su burocracia asalariada que depende de la banca y del Estado que defiende a la banca.
Existe pues una mayoría que sólo tenemos de importante nuestra salud precaria, a veces ni eso, y una minoría que tiene el resto, lo realmente valioso, incluida la buena salud, y la moral y la ética dominantes, oficiales, con sus iglesias y profesionales asalariados. Hay entre ambos bloques decisivos un pequeño sector intermedio que fluctúa en cantidad relativa según los altibajos periódicos del capitalismo, la pequeña y mediana burguesía, pero no puedo extenderme ahora en ellos. Pues bien, nosotr@s tenemos que vivir, aprender, relacionarnos, ser felices, y hasta enterrarnos mutuamente, siempre con lo poco que la minoría en el poder nos deja, nos permite hacerlo. Lo peor es que a pesar de que nosotr@s –las generaciones sucesivas de trabajador@s– somos los que producimos todo con nuestro trabajo. Que yo sepa, los ordenadores no cuelgan de los árboles, ni las sardinas salen ya enlatadas de la mar, ni los jamones llueven de las nubes.
SEGUNDO:
Cuando la juventud crea un gaztetxe, ocupa un edificio o una casa construida con el sudor de la clase trabajadora, y tal vez con el de alguno de sus padres. Pero no es suyo, simplemente lo ocupa hasta que las fuerzas represivas, sean vascongadas, españolas o francesas, lo cerquen, entre en su interior, saquen con malos modos y hasta con golpes a la gente, y lo devuelvan a su propietario legal. La experiencia ocupacional, positiva desde todos los puntos de vista, ha sido eso, un período más o menos corto de ocupación de algo que sigue siendo propiedad de una minoría acaparadora. Sin embargo, y esto es lo verdaderamente malo, seguimos pensando en términos de ocupación y no de recuperación. ¿Cuál es al diferencia? Nosotr@s ahora mismo, aquí en Kukutza Gaztetxea, estamos ocupando una cosa que oficial y legalmente no es nuestra, pero que nosotros sabemos que sí lo es, que es del pueblo, que es de la inmensa mayoría de la población, la que trabaja con sudor y cansancio por un mísero salario, la que hace y rehace toda las cosas que existen, porque todo lo que existe artificialmente, desde algo tan material como el pan que comemos hasta algo tan aparentemente inmaterial como el lenguaje que empleamos, todo esto es producto del trabajo humano, pura y simplemente producto del trabajo humano. Y sabemos quienes son los que no trabajan y quienes los que trabajamos. Por eso, ya que somos nosotros los que producimos las cosas que existen, lo que hacemos con las llamadas «ocupaciones» es simplemente recuperar lo que nos pertenece. Dicho sencillamente, recuperamos lo que nos han quitado.
Pero la ocupación no es recuperación, si bien la precede y prepara. La primera es el acto, más o menos duradero, de estar en un sitio, emplearlo, utilizarlo, pero sin cambiar las relaciones de propiedad, forzándolas un poco, pero nada más. La segunda, la recuperación, es lograr la devolución al pueblo trabajador de todo lo que ha construido con su esfuerzo y que ha terminado en siendo propiedad privada de la burguesía. La ocupación, por ejemplo, es cuando l@s trabajod@s se quedan dentro de la empresa en la que son explotados como medida de presión, hacen la huelga en sus lugares de trabajo, no se fían de que la patronal cierre la empresa aprovechando que se han ido a sus casas a dormir. La ocupación es una medida de fuerza, e incluso durante ella se hacen asambleas, se recibe a otr@s obrer@s y colectivos militantes o sociales, se hacen reuniones y debates, etc. Lo mismo ocurre con los centros de estudio, con las universidades y hasta con las iglesias, cuando familias y amig@s de prisioner@s vascos, o huelguistas, ocupan la iglesia porque no tienen otros sitios u otros medios de presión. Ejemplos así hay muchos.
Pero ninguno, o muy pocos, terminan elevándose al nivel de conciencia crítica suficiente como para negar el derecho burgués a su propiedad privada: se limitan a ocupar un espacio que creen que no les pertenece, que es de otros, del patrón o de la clase burguesa en su conjunto. La cosa varía cuando los ocupantes toman decisiones prácticas que afectan a la propiedad, por ejemplo, cuando ponen en marcha la fábrica o la empresa, o las tierras del latifundista, y deciden ellos en base a la democracia asamblearia qué producen y cómo venden o, muy en especial por cuanto rompen la dictadura del mercado capitalista, intercambian los productos de su trabajo, sean libros, latas de sardinas o armamento, productos enviados a precio justo, o solidariamente, a los pueblos en lucha por su liberación social, nacional y de sexo-género. Únicamente los ignorantes o los malpensados y reaccionarios dicen que no han existido experiencias así.
TERCERO:
Muy premeditadamente, he querido poner el dedo en la llaga, y apretar. La llaga no es otra que el problema de la propiedad. Desde hace varios milenios, la humanidad padece sus efectos terribles, el hecho inhumano e injusto de que unos pocos se apropien del producto del trabajo de otros muchos, les expropien por la fuerza y la violencia, por el miedo, el chantaje del hambre y del frío, del paro, de la precariedad, del empeoramiento de las condiciones de vida, o simplemente, por efecto de la alienación, de la cosificación y del fetichismo. No son éstas palabras difíciles de entender, pero ahora no voy a explicarlas en detalle, aunque decir algo sobre ellas es necesario para desmitificar el cuento reaccionario de eso que llaman «derecho». ¿Qué tiene que ver la propiedad privada con el «derecho»? Todo, porque quien más propiedad tiene, tiene más derechos concretos, y quien menos propiedad tiene, tiene menos derechos concretos y más derechos abstractos, inservibles en la práctica diaria.
Dicen que existe «derecho al trabajo» pero sólo existe necesidad de buscar un patrón que nos explote por un salario de mierda. Dicen que existe «derecho a la vivienda» pero debemos arriesgarnos a golpes y juicios para ocupar un gaztetxe donde poder vivir con menos opresión. Dicen que existe «derecho a la libre expresión» pero no podemos hablar, hacer reuniones, imprimir periódicos, crear organizaciones, etc., porque las persiguen unas tras otras, la ahogan y asfixian económica y políticamente, o las ilegalizan por la cara. Dicen que existe «derecho a la vida» pero nuestra vida les pertenece a ellos porque ellos son los propietarios de los medios de producción, y sabemos que el ser humano es la principal fuerza productiva. ¿Para qué seguir…?
El secreto del problema radica en que el mundo está cabeza abajo, o sea, existe una inversión de la realidad de modo que la dependencia aparece como libertad y la opresión como justicia. Me explico. Nosotr@s no tenemos más que nuestra fuerza de trabajo, nuestra incierta salud para seguir trabajando, pero ellos tienen todo lo restante, incluida la capacidad de obligarnos a crear nuestras propias ilusiones falsas y nuestras falsas esperanzas. ¿Pero son realmente nuestras o nos han hecho creer en ellas porque les interesa que lo hagamos? Ocurre que interpretamos la vida a la inversa de lo que es. Creemos que nosotr@s estamos en igualdad de condiciones que los patronos; que podemos negociar con ellos la cuantía de nuestro salario; que podemos convencer al Estado y a las administraciones para que defiendan nuestros intereses porque votamos cada equis años, y que lo van a hacer; que potenciarán el euskara y nuestra cultura; que erradicará la tortura aceptará el derecho de autodeterminación; que arreglarán nuestros barrios, que acabarán con el terrorismo empresarial y machista, que podremos enterarnos e intervenir en el misterio de las ganancias empresariales, que vigilaremos los chanchullos y corrupciones de todo tipo, que podremos destituir a jueces y policías cambiándolos por otros elegidos por nosotr@s, que podremos decidir en los presupuestos de todo tipo y en los gastos públicos y de las empresas que nos afecten a nosotr@s y nuestr@s descendientes, etc. Creemos en estas y otras cosas porque creemos que somos «iguales en derechos» a los propietarios del capital, de las fuerzas productivas. Pero no es así.
CUARTO:
Ya he dicho que los derechos prácticos, los decisivos, dependen de la propiedad. Pero no es fácil descubrirlo porque la sociedad capitalista se basa en una característica que no existía antes en otras sociedades, en las que las gentes eran propietarias de sus instrumentos de trabajo, de sus saberes y conocimientos técnicos de trabajo. El capitalismo destruyó la independencia de vida de l@s trabajador@s, echándoles de sus tierras y campos, quitándoles sus instrumentos de trabajo, etc., obligándoles a buscar, a rogar e implorar a un empresario que les contratara para poder trabajar y cobrar un salario. Ya no tenían los campos en los que arar, sembrar y cosechar, porque habían sido privatizados, o los tuvieron que malvender, o perdieron sus talleres artesanales para entrar en el taller manufacturero, o tuvieron que emigrar en masa, o tuvieron que escaparse para que no les fusilaran. Y todo lo que se les quitó pasó a manos de la burguesía. Sin embargo, este proceso ha sido ocultado por la mentira de la «libertad individual» para poder buscar un buen salario. Pero ¿qué libertad existe en la incertidumbre de no llegar o llegar apuradamente a fin de mes? ¿qué libertad real de buscar un buen salario tiene un/a trabajador/a si no es con la huelga y la lucha? ¿qué libertad existe cuando se incrementa la explotación psicosomática, cuando hay que dedicar cada vez más tiempo a todo lo relacionado con el trabajo asalariado, desde buscarlo hasta mantenerlo, además del dedicado a ir y volver a casa? Ningún burgués da euros a noventa céntimos. La trampa que oculta todo esto radica en que nos han hecho creer que lo colectivo no existe, que solamente existe lo individual, la persona aislada e incomunicada del resto de su clase, de su pueblo, de su sexo-género. La persona individualizada al extremo absoluto y grotesco es así el «individuo libre» que supuestamente puede negociar su salario lo mismo que puede decidir individualmente quién gobernará y cómo.
Se establecen así dos universos totalmente separados e incomunicados como son, uno, el auténtico, el del trabajo explotado, el de la producción, el del horario que hay que cumplir para poder cobrar y sobrevivir; y otro, el ficticio, el de la ilusión y apariencia de la vida libre, de los derechos iguales entre opresor y oprimid@s que votan sin presiones ni dependencias, sin exigencias ni angustias de ningún tipo. En el primer universo manda la realidad del poder, de la opresión y de las luchas; en este nivel decisivo no importa que no se trabaje asalariadamente todavía, que se sea estudiante o que se esté en paro o en precariado sujeto trabajos de corta duración, porque, en estos casos, la vida malvive angustiada por la búsqueda de un empresario que nos explote durante mucho tiempo «dándonos» un puesto de trabajo «seguro», a tanto llega la indefensión de la gente que no tiene nada más que su cuerpo. Mientras que en el segundo manda el mito de la libre elección entre iguales que lo son porque todos poseen algo, uno posee el capital y otr@s su fuerza de trabajo; en este nivel ficticio sólo existen «ricos» y «pobres», e incluso ni eso porque ya sólo se habla de «triunfadores» y «fracasados», se ha extinguido el análisis científico-crítico de la realidad y se han impuesto los tópicos individualistas, reaccionarios e ideológicos.
Es decir, el capitalismo ha logrado que el primer universo, el auténtico, no aparezca en la ideología de las gentes ni en la prensa, sino que ha conseguido hacer que sólo exista el segundo, el ficticio, que aparece como real en la imaginación encantada del personal. Unos tienen «buena suerte» y han «triunfado en la vida»; otros han «fracasado» porque han tenido «mala suerte», o son vagos e indolentes. La realidad social desaparece y se impone el idealismo reaccionario. Lo falso aparece como lo verdadero, y lo verdadero, la explotación, desaparece. Así la dependencia aparece como libertad y la opresión como justicia. Es la libertad inalcanzable de los/as oprimid@s que creen en la justicia del opresor.
Sumergidos en el engañoso universo mental de la «igualdad de derechos» entre personas que sin embargo son objetivamente desiguales, en este pozo hediondo, toda ocupación es un ataque de los «fracasados y vagos» contra el derecho de su propietario a disponer de lo que es suyo porque se lo merece por ser un «triunfador», al margen de quien lo haya construido, en qué estado se encuentre y para qué se use, si se usa. Hundidos en la alienación de la propiedad intocable, ocupar un solar vacío para hacer un jardín de infancia, ocupar un latifundio, una fábrica o una universidad, hacer esto es negar lo esencial de la libertad de su propietario. Los ocupantes, jóvenes, vecinos, campesinos, obreros…, saben esto pero necesitan ese espacio, y se arriesgan a la represión. Con toda la razón y toda la buena voluntad del mundo inician una tarea de emancipación cotidiana, asamblearia y crítica, pero no llegan al fondo del problema, el de la liquidación de la propiedad, es decir, el de la recuperación de lo construido y su devolución al pueblo que lo ha creado.
QUINTO:
No estoy negando o minimizando los méritos revolucionarios y emancipadores de la ocupación, al contrario. Toda ocupación, lo mismo que toda cooperativa o que toda huelga lleva en sí los gérmenes del socialismo porque indica la dirección en la que avanzar y los métodos que hay que aplicar. Pero toda ocupación se agota en sí misma si no avanza prácticamente a la devolución al pueblo, a la recuperación por este, de lo que se ha ocupado. Comprendemos la diferencia cualitativa que separa a una y otra estudiando la historia de las luchas sociales en la que se aprecia claramente cómo desde muy antiguo los pueblos se resistían a la liquidación de las tierras comunales, exigían que se recuperaran, que se devolviera al pueblo lo que se había privatizado. Más adelante, esa exigencia se plasmaba con la destrucción de los títulos de propiedad privada, su incendio, a manos de l@s campesin@s amotinad@s e insurrect@s pues creían que quemando los papeles las tierras volvían a ser de tod@s, sin percatarse de que se acercaban los ejércitos del feudalismo y de la Iglesia.
Luego, las masas que empezaron a sufrir la nueva explotación fabril destruían las máquinas creyendo que así salvaban su independencia material evitando caer en la moderna esclavitud asalariada, y algo más tarde, el socialismo utópico creyó que con la educación, el pacifismo y la colaboración interclasista los buenos burgueses aceptarían la «justicia social» y repartirían sus beneficios entre la clase trabajadora; solamente algunos socialistas utópicos, los blanquistas y sectores anarquistas, no cometieron este error, pero tampoco llegaron a comprender la infernal conexión intrínseca entre la propiedad privada y la explotación capitalista. Las represiones, las intervenciones bonapartistas de los ejércitos y de las nuevas policías en el siglo XIX, los militarismos y las dictaduras fascistas, y las «democracias autoritarias» anteriores al ataque neoliberal, todas estas contramedidas violentas ponían la propiedad privada en el centro, sobre la que se sentaba el «individuo libre» protegido por la criminalidad burguesa.
El nazi-fascismo, en general, fue tan sanguinario y atroz porque la clase trabajadora había dado el salto de la simple ocupación a la recuperación, a los soviets, a los consejos obreros y campesinos, a las asambleas de soldados…; es decir, a iniciar el proceso de extinción histórica de la propiedad privada de las fuerzas productivas. La burguesía recurrió al nazi-fascismo, en general, porque vio en peligro su propiedad. Y este peligro reaparece cada vez que algún colectivo primero ocupa algo, y después lo expropia y lo socializa, lo emplea activa y creativamente para expandir la teoría de que el pueblo trabajador ha de recuperar lo que es suyo. Ya en esta dinámica, por reducida que fuera, ha desaparecido el universo irreal de la ficción de las libertades abstractas e individuales, con sus mitos tramposos, y reaparece la realidad de las libertades concretas de los colectivos en lucha por sus necesidades urgentes, enfrentados al principio burgués de propiedad privada, explotación y apropiación por una minoría del producto del trabajo de una mayoría.
Pero la burguesía no tendrá reparo alguno en volver a implantar nuevos sistemas represivos, incluso llegando a componentes neofascistas descarados como, por ejemplo, las leyes que justificaban las ilegalizaciones y cierres, la «ley antiterrorista», la «ley de Partidos», las leyes que amplían el control social y la vigilancia represiva aumentando la impunidad policial, etc. De hecho, esta tendencia, que es algo más que simple «endurecimiento autoritario», está creciendo en el capitalismo no sólo en respuesta a las luchas y resistencias sino, especialmente, como adelanto, como prevención represiva cara a las luchas futuras que estallarán tarde o temprano. Su fuerza y extensión dependerá, entre otras cosas, de lo bien que sepamos hacerlo desde ahora y de la proliferación de experiencias como Kukutza Gaztetxea. La burguesía se está preparando porque sabe que sus proyectos antisociales y antidemocráticos terminarán por provocar respuestas y luchas de masas, de hecho se aprecia una tendencia al alza de las movilizaciones desde aproximadamente la mitad de los años ’90, con sus altibajo. Pero no estamos aquí para debatir esta cuestión tan importante, que nos lleva a la exigencia de prepararnos para lograr que llegue cuanto antes, como he dicho.
La prevención represiva en la UE no se desarrolla sin experiencias y pruebas anteriores. Sin ir muy lejos, sabemos que la dominación británica en Irlanda, aparte de ser brutal, fue también objeto de estudio detenido por otros Estados, al igual que los crímenes israelíes en Palestina, las dictaduras en el Cono Sur latinoamericano, etc. Las burguesías aprenden de sus hermanas para golpear mejor a los pueblos, que también se hermanan para resistir. Más aún, la estrategia represiva del PP, basada en las líneas maestras dictadas por el PSOE anteriormente, también tenía un contenido preventivo ya que el Estado español conocía mal que bien el desarrollo de las fuerzas motrices emancipadoras que crecían y crecen en el seno de Euskal Herria. También lo sabe ahora el PSOE, y sin mayores precisiones ahora, la táctica desesperada y egoísta del PNV para adelantar las pasadas elecciones vascongadas del 17-A/05 era una medida preventiva para no dar tiempo a la clara recuperación de la izquierda abertzale, reducir nuestro tiempo de autoorganización y detener en lo posible nuestra recuperación de fuerza político-electoral que, por diversas razones, había votado al PNV en 2001. Pero, al igual que el Estado español, también ha fracasado el PNV.
SEXTO:
He llevado mi exposición, que está terminando ya, a estos temas porque son los que explican el meollo del tema que debatimos: los derechos individuales y nacionales al proceso ascendente que va de la ocupación a la recuperación. Aunque no lo parezca, apenas hay diferencia de fondo entre la ocupación y recuperación de una casa, de una empresa, banco, universidad, etc., al avance práctico en la independencia nacional vasca. En esencia, dejando las diferencias externas de las distintas ocupaciones, estamos ante el mismo proceso de recuperación de lo que pertenece al pueblo trabajador. Toda nación es un proceso contradictorio de construcción social en base a su (re)construcción interna. Los opuestos bloques sociales –el burgués y el trabajador, con el bloque intermedio– van desarrollando sus específicos intereses nacionales, que, según los casos, pueden coincidir en reinvidicaciones elementales como el derecho democrático de autodeterminación pero discrepan antagónicamente en otras cuestiones. Sabemos que es más complejo que esta simplificación básica, pero no tengo tiempo.
Cuando ocupamos un gaztetxe estamos avanzado poco a poco en la vía independentista y socialista porque, primero, rompemos algunas cadenas que nos atan a la estructura de poder estatal y a la vez autonomista –idénticas en estas y otras cuestiones– establecida para proteger a los propietarios y castigar a los ocupas, y por ello aumentamos nuestra independencia individual y colectiva; y, segundo y a más largo plazo, en la medida en que nuestra ocupación se vuelca en la pedagogía de la recuperación, en esta medida avanzamos en la vía socialista. Es obvio que también avanzamos en otras vías tan necesarias y estratégicas como las dos citadas, por ejemplo la lucha contra el sistema patriarco-burgués, cuando en nuestra ocupación practicamos la emancipación personal, nuevas relaciones afectivas, amorosas y sexuales, etc, así como avances en formas de vida no consumista ni desarrollista… Prácticas que pese a ser obvias deben ser recordadas y reforzadas teóricamente siempre, en todo momento, mediante el debate y la crítica-autocrítica constructivas y amistosas.
Llagados a este nivel, el bloque burgués autonomista que controla por diversos sistemas de alienación, soborno y chantaje económico, y demás métodos que también manipulan las dependencias psiopolíticas de las bases de un partido populista, este bloque que se dice nacionalista pero no independentista, es consciente de que cuando las ocupaciones tienden a crecer también se agudiza la lucha de clases dentro mismo de la nación oprimida que está en proceso de construcción y emancipación. Es por esto que los alcaldes del PNV y EA sean tan represores como los de UPN-PP y PSOE: todos ellos defienden lo esencial, la propiedad privada. La misma situación surge cuando se ocupa una fábrica, un taller o cualquier otra cosa, y más aún cuando en el parlamento la izquierda abertzale hace un acto de denuncia, como el que hizo, junto con otros compañero, Ortzi, aquí presente. La burguesía olvida entonces su «nacionalismo» y pasa a defender su bolsillo, sus propiedades, con el apoyo incondicional de los partidos y sindicatos de orden.
Desde la perspectiva que estoy terminando de exponer, los derechos individuales adquieren en estos momentos su verdadera naturaleza. Es innegable que en la realidad básica de la vida oprimida, los derechos individuales adquieren su verdadero contenido sólo cuando tomamos conciencia de nuestra situación injusta e insoportable. Solamente entonces, los derechos individuales adquieren importancia para el capitalismo, y por eso nos los niega con prohibiciones y represiones. ¿Por qué es así? Porque la persona alienada, entontecida, no usa nunca sus derechos en defensa propia y de l@s suy@s, sino cumpliendo con los mandatos de votar cada equis tiempo –«¡vota, idiota!»–, y lo hace bajo la drogadicción de la propaganda, educación y amedrentamiento sufridos desde su primera infancia. Estas y otras razones explican que las masas trabajadoras voten a la burguesía, que las mujeres voten a partidos machistas y sexistas, que l@s oprimid@s al opresor. La práctica abstencionista hay que analizarla también desde esta perspectiva, desde la cantidad de gente que está tan dopada por el sistema que ni siquiera tiene reflejos para cumplir con la orden de votar, aunque también existen otros abstencionismos resistentes que no analizamos ahora.
Pues bien, cuando la presión de la realidad empieza a hacer que el personal se pregunte cosas en voz alta, e inicie una tenue protesta, entonces se inicia el cambio, el ascenso del derecho pasivo e inerme, o lo que es peor, usado para defender el sistema dominante, al derecho activo, exigente, movilizado. Desde luego que se trata de una ascensión incierta y fácilmente obturable por el poder, como la demuestra la experiencia. Cuando el personal, acuciado por sus necesidades, toma la iniciativa y, por ejemplo, ocupa un local del barrio para autoorganizarse, entonces esos derechos individuales antes pasivos y aislados, ahora cambian radicalmente en tres sentidos inaceptables por el poder: uno, es un derecho permanentemente activo, y no pasivo y manipulado cada equis años; dos, es un derecho que da el salto a la dialéctica entre lo individual y lo colectivo, pues ha dado el salto a la praxis común con otra gente y, tercero, es un derecho dialécticamente unido a la necesidad. La persona toma conciencia de que necesita un local para resolver las necesidades suyas y del resto del barrio. La ejercitación de su derecho va unida a la satisfacción de sus necesidades que, al ser también de otras personas, del barrio, de la nación vasca y, más ampliamente, de la humanidad trabajadora, por ello mismo la dialéctica entre el derecho y la necesidad tiene a la vez un contenido de deber moral para con tod@s l@s oprimid@s, lo que conjuntamente termina por elaborar una praxis más rica y plena, radical, de libertad.
He empezado hablando de la ocupación y he terminado con la libertad colectiva. No había otro remedio porque existe una lógica interna que recorre toda la praxis humana, esta lógica es el desenvolvimiento material del antagonismo irreconciliable entre el propietario de las fuerzas productivas y las masas desposeídas de todo, menos de su cuerpo. El propietario cree que todo es suyo, y si es español o francés, cree que también lo es Euskal Herria, y si es yanqui cree que el mundo entero le pertenece. Así de crudo. Por esto, cuando los pueblos y sus personas individuales se ponen en pie, el propietario lo toma como un ataque a sus derechos inalienables. Chocan, pues, dos derechos opuestos. El del capital y el de la humanidad trabajadora.