Tres jóvenes de entre 20 y 21 años (dos de nacionalidad latinoamericana y uno de nacionalidad española) fueron sorprendidos por la policía en Vallecas, un barrio popular duramente castigado por los intereses especulativos. La historia contada en la película francesa El Odio («La Haine», que da nombre a esta web) se vuelve a repetir. Una […]
Tres jóvenes de entre 20 y 21 años (dos de nacionalidad latinoamericana y uno de nacionalidad española) fueron sorprendidos por la policía en Vallecas, un barrio popular duramente castigado por los intereses especulativos. La historia contada en la película francesa El Odio («La Haine», que da nombre a esta web) se vuelve a repetir. Una vez más.
Madrid crece económicamente mientras se hunde socialmente. Las obras permanentes aseguran los beneficios de las constructoras arrasando árboles y parques. Algunos madrileños -los menos- ponen sus cuerpos delante de las excavadoras y de los ultraviolentos policías municipales. Otros madrileños -los más- sonríen porque las obras mejorarán los accesos y harán que sus pisos suban de precio.
La juventud, especialmente de origen inmigrante, aprende la ley de la selva. Los burócratas, los empresarios y los intelectuales del régimen nos dicen que no nos preocupemos de nada más que de satisfacer nuestros deseos individuales potenciados hasta el delirio por la publicidad. Que la mano invisible del mercado libre se ocupará de que el resultado de todos contra todos sea producir cada vez más. Y si producimos más, habrá más para repartir: las migajas serán más grandes. Allí donde los destrozos de la mano invisible del mercado libre sean imposibles de disfrazar, llegará la mano visible del Estado para garantizar el orden.
Pero la realidad es bien distinta. La noche del pasado jueves 18 de agosto explotó en Madrid una de las consecuencias de esta realidad.
Según la versión policial difundida por los medios de comunicación, un grupo de policías nacionales realizaba una «operación contra la delincuencia común» (es decir, la delincuencia no respaldada por las instituciones) cuando uno de los jóvenes empezó a «forcejear» y acabó con un «accidental» disparo en la cabeza.
La Brigada Provincial de Policía Científica de la Jefatura Superior de Policía de Madrid, comentó que el joven, peruano de 21 años, contaba con antecedentes policiales por robos con violencia, robo de vehículo e infracción a la Ley de Extranjería. Entre otras cosas se le acusaba de robar hoteles y gasolineras.
¿Cuán peligroso puede ser un joven de 21 años; cuántas posibilidades le ofrece esta sociedad que se hunde a un joven inmigrante que a tan temprana edad ya cuenta con antecedentes por robo e infracción a la fascista y racista Ley de Extranjería?
No tenía 50 años, como los grandes ladrones del estado español: directores de bancos, empresas inmobiliarias, constructoras y mafias legales de la hostelería y el turismo (sector punta de la economía española). No presidía ningún club de fútbol, ni ninguna empresa de seguridad. Y es que estas brillantes trayectorias profesionales no se inician robando coches sino estudiando una carrera en las prestigiosas universidades privadas y afiliándose a los partidos «democráticos», instituciones en las que se obtienen los valiosos contactos que le sirven de trampolín hacia un despacho político o empresarial. Esa es la verdadera delincuencia, la que somete a la población negándole el futuro, forzándola a vivir como animales sólo preocupados de producir y consumir, convenciéndola de que vivir así, es formar parte de un «país desarrollado» y una «sociedad moderna».
Esa es la delincuencia que se ceba en el más vulnerable, trabajadores, inmigrantes, ancianos…etc. Y es también la delincuencia que recibe menos atención en los medios de comunicación y por parte de la policía. A este joven peruano, que responde a las iniciales I.M.G.C., le ha ejecutado la policía no por ensañarse con los más débiles sino porque le acusan de robar hoteles y gasolineras. I.M.G.C. decidió no rebuscar en los cubos de basura de los supermercados. Decidió no ser uno de los 8 millones de pobres que, según Cáritas, sobreviven en el Estado español.
Quizá I.G.M.C. se repetía una y otra vez en su andadura por la vida, «hasta ahora todo va bien», sin contar con que lo importante no es la caída, sino el aterrizaje.
Vicent Cassel, protagonista de El Odio, acabó con un «accidental» disparo policial en la cabeza por ser un excluido social que no dudaba en «forcejear» con agentes que no hacían más que molestarle a él y a los suyos.
I.G.M.C. ha sufrido un final parecido.
El miedo, la inseguridad y la inestabilidad son una realidad cotidiana de cada vez más gente. No hay más seguridad con más policía. La única seguridad sólo puede venir de una vida justa e igualitaria para todos.
Las políticas que sólo persiguen la inclusión de los adolescentes «problemáticos» en el orden excluyente y su integración en un mercado de trabajo humillante y agresivo, como única alternativa a su crecimiento y autonomía, son soluciones que forman parte del problema.
Lo más triste es que los comportamientos «asociales» de los pobres, que sólo siguen los presupuestos teóricos de los ricos, que sólo aspiran a alcanzar todo lo que les ofrece machaconamente la televisión a la vez que el sistema les niega los instrumentos para conseguirlo, no son un problema para el capitalismo, puesto que también estimulan uno de nuestros sectores económicos más «dinámicos»: la industria policial, militar, judicial y carcelaria, la socioburocracia, las empresas de la caridad.
Este asunto supone un reto para los movimientos sociales. Tenemos que romper el discurso del capitalismo que sólo ofrece más represión, más recorte de libertades, más impunidad policial. Esa solución no es nueva: ya la llevan desarrollando mucho tiempo en Centroamérica, con guardias armados con fusiles en la puerta de cada comercio. O el llamado «gatillo fácil» y los escuadrones de la muerte en Argentina y Brasil.
Ese es el modelo de «seguridad» que propone la derecha, la impunidad policial. Robar, a plena luz del día, la mercancía a los inmigrantes que venden copias de CDs ilegalmente (sin contar con que de cuando en cuando, a algún policía se le escapa catastróficamente la mano con un «sin papeles» que «se resiste» en comisaría). Disparar en la cabeza a un joven desarmado que «se resiste», sospechoso de haber robado hoteles y gasolineras. Torturar hasta la muerte en Roquetas del Mar a un agricultor que «se resiste», envuelto en una discusión de tráfico. Y que el preso que «se resiste» aparezca ahorcado en su celda, atado de pies y manos.
Esta es la pena de muerte alegal y permitida, el gatillo fácil español.