Varios centenares de migrantes africanos que en días pasados intentaron ingresar por la fuerza a los enclaves españoles de Ceuta y Melilla, que fueron capturados por las autoridades de España y entregados a las de Marruecos, han sido puestos por el gobierno de Rabat en circunstancias de exterminio: hombres, mujeres, niños y heridos, llevados y […]
Varios centenares de migrantes africanos que en días pasados intentaron ingresar por la fuerza a los enclaves españoles de Ceuta y Melilla, que fueron capturados por las autoridades de España y entregados a las de Marruecos, han sido puestos por el gobierno de Rabat en circunstancias de exterminio: hombres, mujeres, niños y heridos, llevados y traídos en autobuses por el país norafricano, esposados y privados de agua y alimentos, en el menos peor de los casos, o bien abandonados a una muerte casi inevitable en la desértica frontera argelino-marroquí. De hecho, las organizaciones SOS Racismo, Médicos sin Fronteras, ELIN y la Compañía de Jesús afirmaban ayer que al menos cuatro migrantes «con nombres y apellidos» habían ya fallecido.
En rigor, el mundo no puede llamarse a sorpresa por los atropellos brutales a los derechos humanos cometidos por el reino magrebí, primero en tiempos de Hassán II y luego en los de su hijo y sucesor Mohammed VI. Las atrocidades perpetradas desde hace mucho tiempo por las autoridades de Rabat contra los opositores políticos locales y contra el pueblo saharaui, despojado hasta ahora de la mayor parte de su territorio, reprimido y masacrado, no son muy distintas a las acciones brutales de Saddam Hussein contra kurdos y chiítas y al intento de anexión violenta de Kuwait emprendido hace tres lustros por el ex tirano de Bagdad, por mencionar sólo un ejemplo de los parangones con que debe medirse al gobierno de Marruecos. Sin embargo, la tradicional afiliación de Rabat con las potencias occidentales le ha valido un encubrimiento permanente, una condescendencia hipócrita y cómplice y una jugosa «cooperación internacional» de Estados Unidos y Europa Occidental.
Con ese antecedente, no es de extrañar que las autoridades marroquíes se sientan en libertad de torturar y enviar a la muerte, ante los ojos del mundo, a centenares de infortunados procedentes de naciones cuyos gobiernos son demasiado débiles, indolentes o precarios como para reclamar por semejante trato a sus ciudadanos. Salvo tres o cuatro organizaciones no gubernamentales que han acudido en la medida en que los gobernantes marroquíes se lo han permitido al rescate de las víctimas, o a aliviar su situación desesperada con un poco de agua y galletas, las potencias mundiales observan, impávidas, este intento de asesinato en masa, perpetrado por un gobierno con asiento en la ONU y cálidas relaciones diplomáticas con las naciones que se dicen democráticas, humanistas y civilizadas. Un botón de muestra: la vicepresidenta primera del gobierno español, María Teresa Fernández de la Vega, ensalzaba, en momentos en que los migrantes eran tan gravemente maltratados por el régimen de Rabat, «las buenas relaciones de cooperación y trabajo conjuntos», y afirmaba que Marruecos «tiene sus protocolos de respeto a los derechos humanos».
El brutal ajetreo en los autobuses y el envío de migrantes sin agua ni comida a zonas desérticas, a la vista de todo el mundo, no sólo parece una venganza de Estado por las violentas incursiones a Ceuta y Melilla por miles de individuos procedentes de países subsaharianos, sino también un bárbaro ejercicio de escarmiento, orientado a disuadir a nuevos migrantes de transitar por el territorio marroquí en su intento por llegar a países europeos.
Por lo demás, no puede eludirse la corresponsabilidad, en estas prácticas atroces, de la Unión Europea y de España, en particular, país que, en lugar de deportar a los viajeros indocumentados a sus países de origen, como había venido haciéndolo con los que capturaba en Ceuta y Melilla, en esta ocasión decidió entregarlos a las autoridades marroquíes.
En este punto hay un dato insoslayable: como ha venido ocurriendo entre Estados Unidos y México en años recientes, entre España y Marruecos existe un acuerdo implícito para que el segundo país opere como policía migratoria y guardafronteras del primero y detenga, en su territorio, a quienes, desde el sur, aspiran a llegar a tierras españolas. Y Madrid tiene, a su vez, la encomienda del resto de los gobiernos de la Unión Europea de impedir el tránsito de los migrantes africanos al Viejo Continente.
Así, tras la atrocidad exasperante que se comete en estas horas en Marruecos contra centenares de seres humanos inermes, está, así sea de manera indirecta, la mano de Europa.