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(Esto no es una nota necrológica)

Eduardo Haro Tecglen o la razón pura

Fuentes: Gara

Niño de la guerra del 36 al 39 ­niño republicano­, su padre fue condenado a muerte por los fascistas al terminar aquella guerra, y entonces Eduardo y su madre tuvieron que protegerse de la intemperie de aquellos años a merced de la solidaridad de algún compañero de oficio del padre (periodista), y fue así como […]

Niño de la guerra del 36 al 39 ­niño republicano­, su padre fue condenado a muerte por los fascistas al terminar aquella guerra, y entonces Eduardo y su madre tuvieron que protegerse de la intemperie de aquellos años a merced de la solidaridad de algún compañero de oficio del padre (periodista), y fue así como él fue contratado por el diario «Informaciones» para un puesto subalterno, poco más que de chico para los recados. Autodidacta total ­nunca pisó un aula universitaria, y no sé cómo circuló por las enseñanzas medias­, él consiguió ascender en aquel ambiente periodístico hasta las más altas responsabilidades, pasando por la crítica teatral, en la que sustituyó a Alfredo Marqueríe, hasta la de redactor jefe y destacado corresponsal en el extranjero. Fue director del diario «España» de Tánger y prácticamente ­con José Angel Ezcurra­ del semanario, activamente antifranquista, «Triunfo», en el que, además de con su nombre, firmaba como Pozuelo ­él había nacido en este pueblo de la provincia de Madrid­, Aldebarán y otros seudónimos, y también sus artículos aparecían en otras revistas, algunas humorísticas. Se habla de 25.000 artículos como cifra aproximada del conjunto de su tra- bajo periodístico; quizás sean más, pero eso no importa: muchísimos. Toda una vida escribiendo sin parar un momento. Lo cierto es eso, que nunca, en toda su vida, hizo menos de un artículo al día y otros varios por semana, y alguno más de vez en cuando, y además sus libros. Diego Galán ha manifestado que Eduardo no dejó de hacer sus artículos ni durante las sombrías jornadas en las que murieron, en circunstancias patéticas, sus hijos. Fue, sin duda, su «razón pura», que yo evoco en el título de este artículo, y su terrible vocación periodística, lo que le permitió sobrevivir en tan dolorosas circunstancias, allí donde otras personas se hubieran derrumbado en un abismo de sufrimientos. Pero él era un gran resistente a estas pasiones; no sé si tanto al dolor; Kierkegaard trató lúcidamente de las diferencias que hay entre el sufrimiento y el dolor («An- tígona»). Quizás pudiera definirse a Eduardo como un estoico, porque opino que los estoicos fueron filósofos de la razón pura. Razón pura y frialdad sentimental; algo así. Ya he dicho que esto no es una nota necrológica. La solidaridad con los pobres era, en E.H.T. (otra de sus firmas), un producto incombustible de su pura razón, y no un movimiento sentimental. Nada más lejos de él que lo que se llamó por escritores como Máximo Gorki el «romanticismo revolucionario». El «amor a la Humanidad» era para él un «ente de razón» y nada más; pero también nada menos. Como crítico de arte ­en este caso de arte dramático­ sus juicios eran también proposiciones de su razón pura. Ello lo oponía a muchas gentes del teatro que afirmaban que al crítico de teatro Haro Tecglen lo que le ocurría era que no le gustaba el teatro, y que por eso todo le parecía mal. Lo que ocurría era que Eduardo era un ser pensante ­y nada sentimental­ en un territorio poblado por sentimentales y narcisos, como es el campo del espectáculo.

Corresponsal él del diario «Informaciones», como he dicho, en París, y fugitivos nosotros ­Eva y yo­ de la España en la que yo acababa de sufrir mi primer proceso, por el Tribunal de Orden Público, allí tuvimos un encuentro prolongado que durante los siguientes años se extendió a nuestra vida cotidiana en Madrid. Antes de eso, en París (1956), tuvimos Eduardo, Pilar Yvars, Eva Forest y yo una bella amistad entre nosotros y también con nuestro admirado José Bergamín, que se hallaba un tanto protegido, en su exilio, por su antiguo amigo de la guerra, y entonces ministro gaullista, André Malraux. Fue allí donde Eduardo, Juan Goytisolo y yo hicimos laboriosas gestiones, que no dieron buen resultado, ante editores y colegas franceses, para publicar en París una gran revista de pensamiento, arte y política con la que contribuir, a nuestro modo, al derrocamiento del fascismo.

Sobre su forma de trabajo, que pude conocer porque vivimos en su casa, en las proximidades de l’Etoile, creo que en l’Avenue Carnot, hasta que resolvimos nuestro propio alojamiento, ahora recuerdo cómo me sorprendió que él no sintiera curiosidad (¿en función de su razón pura?) por ver con sus propios ojos ­los ojos de su carne­ los sucesos sobre los que escribía y que se producían en su vecindad. Las estaciones de radio y quizás las de televisión eran sus ojos y sus oídos, y, por cierto, él tenía razón ­la razón pura (que puede prescindir durante largos períodos de datos sensibles)­ en su comportamiento, pues sin moverse de una habitación de su casa, veía y oía, mucho más que acudiendo, digamos, al «lugar del crimen». Así, lo recuerdo siguiendo acontecimientos como un asalto po- pular a la sede del PCF desde las radios y el teléfono de su cuarto de trabajo.

1956: grandes acontecimientos. Para nosotros, familiarmente, el nacimiento de nuestro primer hijo Juan en una clínica de la rue Lafontaine. Para la cultura española, la muerte de Pío Baroja en Madrid. Para el mundo, que es lo más importante, Nasser nacionaliza el Canal de Suez y hay un bombardeo anglofrancés sobre Port Said. Se abre el riesgo inminente de una tercera guerra mundial. Se agota la sal en los mercados de París y los parisienses llenan de agua sus bañeras; se supone que un baño de sal es una protección eficaz contra las radiaciones atómicas. Hay una rebelión en Hungría contra la URSS, y el ataque de los tanques soviéticos sobre Budapest, que dio lugar al asalto contra los comunistas que acabo de citar.

Este episodio me sorprendió a mí en plena reflexión sobre mi ingreso o no en el PC, cuya posibilidad me había sugerido precisamente Eduardo, a quien yo hasta entonces había considerado muy a la derecha de esas posiciones, dada la falta de radicalidad de sus críticas de teatro, y de sus crónicas, y también su familiaridad con un autor tan burgués y descomprometido como Víctor Ruiz Iriarte, por otra parte una persona excelente y simpática.

Mi lectura en los periódicos de París, ante los sucesos húngaros, arrojó entonces estos resultados sor- prendentes para mí: Para «France Soir», a toda página, podía leerse algo muy inquietante: «Budapest ha estallado (éclaté) en sangre». Angustiado, acudí a «L’Humanité» (diario del PCF), que nos decía, a una columna, que: «el orden ha sido restablecido en Hungría». Yo, con mi serio problema ideológico para tomar una decisión, acudí, atribulado, a mi cada vez más amigo Eduardo Haro para plantearle nada menos que la cuestión de la verdad. O algo «estalla en sangre» ­decía yo­ o un pequeño problema de orden se resuelve. ¿Qué estaba ocurriendo, definitivamente, en Hungría? Eduardo estaba tranquilo (¿la razón pura?). La verdad, para él era que, efectivamente, el orden había sido restablecido en Hungría. Entonces yo ­que soy un sentimental (nadie más lejano que yo de la razón pura)­ me alejé durante unos años, no del PCE, con el que siempre trabajamos contra la Dictadura de Franco, sino de mi propósito de ingresar en sus filas como militante, lo que ocurriría unos años después.

Eduardo ha dicho más de una vez que él nunca fue militante de este partido, y yo lo creo a pie juntillas, porque él era siempre la verdad, por cruel que esa verdad pudiera ser. Pero también es incuestionable que él combatió ­escribiendo, porque no conocía otro modo­ por una utopía comunista, y que es a ese proyecto utópico-comunista al que permaneció leal, sin un solo fallo o deslealtad, por muchas brumas de pesimismo y hasta de escepticismo que lo asaltaran en determinados momentos.

Una de sus facetas muy desconocidas para quienes, claro está, no lo conocían a él, era la de su profundo y complejo, exquisito, humor. Era un humor, digamos, bergsoniano, porque fue Bergson quien halló que lo cómico es una generación de lo mecánico, o quizás diríamos nosotros, de una razón helada o, en fin, pura, pues si nuestro corazón está abierto a los sentimientos, ¿cómo reírse al ver que alguien se pega un trompazo porque ha resbalado en una cáscara de plátano? ¿Cómo reírse de un tartamudo o de un enano? ¿Cómo reírse de las desventuras de un chino porque es chino?

La risa sería, en ese sentido, uno de los rasgos de la «maldad» humana. Eduardo ­que era más bueno que el pan­ se hacía el malo y contaba con la más alta seriedad y frialdad posibles, historias muy cómicas en el marco helado de una razón imperturbable, sin concesión alguna a los territorios del sentimentalismo e incluso de la sentimentalidad.

Podríamos recordar un copioso anecdotario de situaciones que hacían nuestras delicias en las veladas sabatinas matritenses, con gentes tan fuera de serie como Nieves y Ricardo Muñoz Suay, Domingo Dominguín, un ex torero alegre cuyo suicidio aún no he podido digerir, su compañera Carmela, Pilar Yvars, Eduardo, el fraternal amigo Romeu y su compañera, en nuestros domicilios, alternativamente, bajo la amenaza, ya enemiga (de la Brigada Social), ya amiga (las visitas clandestinas de Federico Sánchez, o sea, Jorge Semprún).

En aquellas veladas, memorables para nosotros, un papel importante tenían sucesos, casi siempre banales, en los que había participado Eduardo, y que él nos contaba, como ­es un ejemplo de aquel anecdotario­ sus relaciones con Ruiz Iriarte, dándose el caso de que, siendo Eduardo una persona muy alta y muy delgada (como «radiografía de una gamba» lo definió el dramaturgo Joaquín Calvo Sotelo, seguramente resentido por sus críticas), Ruiz Iriarte era un enano jovial que no sabía que lo era. El no saber que él era tan bajito producía la comicidad.
De aquel repertorio puedo recordar que Eduardo nos relató, entre mil cosas, que un día que entraron ambos, el autor enano y el crítico altísimo, al Circo Price, el acomodador les indicó que, para evitar la vuelta, cruzaran la pista del circo, ya que sus localidades estaban en el otro lado. Apenas empezaron a cruzarla, se escucharon nutridos aplausos que saludaban su presencia; era el público que había ocupado ya sus plazas y que supuso que había empezado el espectáculo con la salida de aquellos payasos, el enano y el alto, algo así como el gordo y el flaco. Entonces Ruiz Iriarte, sonriente y satisfecho, le comentó a Haro: «¡Ya ves, Eduardo, que no se puede ser famosos!».
Otro día, contaba Eduardo que en el café había comentado, ante el autor y otros amigos, que tenía una invitación para una fiesta de gala pero no iba a poder ir porque no tenía esmoquin; a lo que el buen Víctor dijo, lamentándolo: «Yo te prestaría el mío, pero estas prendas son tan personales…».

No sé, no sé. ¿El humor puede consistir en burlarse de los enanos? ¿Se burlaba Eduardo de los enanos con estas anécdotas? ¿Nos burlábamos los demás de los enanos riéndonos con estos relatos? La Humanidad es un fenómeno muy extraño. En cuanto a lo cómico, Henri Bergson tenía razón al decir que era necesaria una cierta suspensión de los sentimientos para que estallara la risa en determinadas situaciones. Lo que yo quería añadir es que Eduardo ­militante de la razón pura­ era, y sigue siéndolo en mi recuerdo, todavía tan vivo, un gran humorista, y un decidido revolucionario, también desde la razón pura, no necesitado de amor ni de lástimas para moverse hasta el fin por la justicia social, como él se movía.

En fin, le ha llegado la hora de su muerte, y en verdad que lo ha hecho muy bien, de un modo impecable. Escribir lo del día, como si fuera a vivir siempre, y morir sin darse cuenta, ¿qué mejor muerte puede soñarse para un escritor? Desde luego, morir es una gran canallada, pero Eduardo, digámoslo así, ha escrito un buen artículo muriéndose. Yo, desde mis cerca de ochenta años, y situado ya, por tanto, más allá de la esperanza estadística, deseo fervientemente algo parecido para mi propio fin. Ah, y que la vida y la risa no dejen de caminar ­como Eduardo razonaba, no soñaba, porque sabía que los sueños de la razón producen monstruos­ en la persecución incansable de la Utopía de un mundo mejor y habitable para todos, aunque a veces nos hieran, como sé que a Eduardo le pasaba, los dardos del escepticismo y de la melancolía. –