En el cincuenta aniversario de su muerte, que conmemoramos en el presente año, nadie negará el enorme talento filosófico y literario de Ortega y Gasset. Ni siquiera sería mezquino negarlo, sería estúpido, porque ese talento se desbordaba, si no en todas, sí en muchísimas de las miles de páginas de sus escritos. Era el suyo, […]
En el cincuenta aniversario de su muerte, que conmemoramos en el presente año, nadie negará el enorme talento filosófico y literario de Ortega y Gasset. Ni siquiera sería mezquino negarlo, sería estúpido, porque ese talento se desbordaba, si no en todas, sí en muchísimas de las miles de páginas de sus escritos. Era el suyo, además, un talento creativo: incluso cuando la idea no era nueva, sí lo era el modo de expresarla. Unámosle a esa creatividad, su enciclopédica cultura, el amplísimo espectro de sus inquietudes intelectuales, y todavía nos faltará algo fundamental para celebrar su obra. Ello es algo tan rotundo como el placer que sin duda Ortega debía extraer de su propio proceso intelectual, y del arte de expresarlo. Hay en Ortega, en efecto, un no se qué de felicidad en la expresión, un grado de limpieza argumentativa, un añadido de armonía en la composición, que no serían posibles en un talento que sufre, inseguro de sí, al desplegarse. Es verdad que a veces ese talento feliz de Ortega queda suplantado por el mero ingenio, y que habrá momentos en su vida en que ni siquiera eso ofrezca sino meras ocurrencias. Pero en general su talento fue más genial que ingenioso, y su ingenio más sutil que ocurrente. También es verdad que hoy, a medio siglo de su muerte, hay ribetes de su estilo que suenan mal a nuestro oído contemporáneo, pero son eso: penachos prescindibles con los que a veces sobreadornaba la frase. Queda intacto, para delectación de los vivos, un castellano imaginativo y culto, de metáfora precisa y abundante, hecho para el pensamiento abstracto pero también para el matiz descriptivo, que aspira a seducir a la razón pero entrando por los sentidos. Da igual sobre lo que escribiera -sobre el teatro o los toros, sobre don Juan o el Quijote, sobre la aventura o la ciencia, sobre España o Europa, sobre la técnica o el imperio romano-: su genio dejó joyas indiscutibles.
Nada de esto, huelga decirlo, lleva al elitismo: ni la creatividad, ni el talento, ni la cultura, ni el arte de seducir con todo ello. Marx gozó de un talento y una genialidad aun mayores que los de Ortega, y Marx no era un elitista, sino un demócrata radical. El elitismo de Ortega, por el contrario, vertebra su pensamiento. Es incluso principio de descubrimiento, factor de inspiración. Es por elitismo, en efecto, pero de un elitismo burgués -lleno de complejos aristocráticos-, por lo que Ortega desespera de la burguesía y de la nueva clase dominante, la clase media: esa masa inculta de profesionales incapaz de comprender su propio mundo, su presente, como él decía, de estar a la altura de los tiempos, en forma. Inepta pues para cumplir su función social: marcar la pauta y el rumbo a la sociedad, ser ejemplar espejo inalcanzable en el que se miren los de abajo, merecer el mando que ha de ejercer. Es por elitismo -burgués- por el que Ortega tiembla ante la imparable conversión de la sociedad moderna en sociedad de masas, ante el visible protagonismo del hombre-masa. El burgués, llamado a liderar la sociedad moderna, es en realidad el nuevo bárbaro: el profesional especializado -el abogado, el arquitecto, el economista, el ingeniero- al que su propia especialización técnica ha hecho un hombre fragmentario, amén de vulgar, que fuera de su campo lo ignora todo. Es por elitismo por el que Ortega asigna una misión a la Universidad: educar a esa nueva clase dominante, sacarla de la barbarie, en-culturarla. Es la cultura -la transmisión de la cultura- la principal misión de la universidad. Pero un cultura restringida a la clase dominante, para que dicha clase comprenda el mundo en el que ha de mandar. «¡Porque alguien ha de mandar en toda sociedad!, ¿No, señores?». Ortega, desde luego, no será quien lo niegue. Para eso ya están los demócratas ilusos, los utópicos soñadores -cuando no mezquinos intrigantes- cargados hasta las cejas de sus peregrinas -y peligrosas- razones abstractas sin anclaje en la historia, en la razón histórica. El problema de Ortega es que la sociedad burguesa está poniendo en decadencia el principio mismo del elitismo, que es un principio dual donde lo vulgar queda al otro lado, del lado de las masas. El problema de Ortega es que la vulgaridad se ha instalado ya en el corazón de la misma élite. ¿Cómo rescata Ortega al elitismo de su decadencia moderna, cómo aspira a rescatarlo? A través de la cultura. El elitismo de Ortega es, pues, además de político y social, cultural. Alguien ha de mandar en toda sociedad, piensa don José, mas la cultura redimirá a esa clase del ejercicio de su propio poder, la cultura hará que las élites de hecho sean élites por derecho.
Se equivocaba Ortega: la cultura -ese conjunto esencial de saberes de una época, ese conjunto de conocimientos por los que una época se entiende a sí misma- no hace mejores a los hombres. No los hace mejores ni peores. Es la ética, no la cultura, la que conduce a la virtud. Y la ética trasciende la misión de la Universidad; compete a la sociedad en su conjunto construir la pedagogía política que haga buenos ciudadanos de esos millares de hombres y mujeres -profesionales o no- que forman la sociedad moderna. Pero no para que manden sobre otros hombres -sean lo cultos que quieran ser- sino para que sean capaces de autogobernarse democráticamente, por turno, como quería el clásico. Bienvenida sea la cultura, también la Cultura con mayúsculas, pero no -¡por favor!- en el sentido orteguiano, sino para el pueblo en su conjunto, para el demos, para que el de abajo supere la exclusión cultural a la que siglos de dominación elitista le han sometido, para que entienda mejor el mundo en el que vive, para que goce -también él- de los placeres del saber. Bienvenida sea la cultura, pero una cultura democrática, no elitista.
Ortega acabó mal, de eso no cabe duda. Iniciando pronto su deriva conservadora -1921, con La España Invertebrada; 1923, con El tema de nuestro tiempo-, florece bajo el manto protector de la dictadura de Primo de Rivera, a la que apoya (a diferencia de Unamuno, por ejemplo), y durante estos años (1923-1929), no sólo llega al cenit de su influencia publicística, de su autoridad política, de su protagonismo intelectual -son los años de la Revista de Occidente, por la que entra en la península lo mejor de la cultura europea del momento-, sino también a la cumbre de su producción filosófica. Al final de ese período, sin embargo, también se distancia de la dictadura y se republicaniza: el 15 de noviembre de 1930 escribiría su célebre «Delenda est Monarquia«. Ahora bien, la República, la II República Española, marcará el inicio del fin de la trascendencia pública de Ortega y el inicio de su repliegue intelectual. Pronto pide su célebre rectificación de la República: el 6 de diciembre de 1931, cuando todavía Ortega era una celebridad. Pero también pronto, en octubre del 32, disuelve su Agrupación al Servicio de la República, fallido intento de crear un partido supranacional, situado por encima, como él hubiera querido, de los partidos políticos convencionales. Ni dos años duró el experimento partidario de Ortega: la República le da la espalda, y Ortega, reintegrado a la Universidad desde principios de 1933, calla. Ortega inicia un dolorido y soberbio silencio, dignamente consecuente con su aislamiento político. Un silencio, que en realidad no será tal. Entretanto, su conservadurismo no hace más que «radicalizarse», y en la primavera de 1934 escribe que su posición «no es la defensa de la democracia, es decir, de los demócratas, quienes exactamente han sido la causa de la dramática situación actual» [1]. El 31 de agosto de 1936, a cuatro días de que se formara el gobierno de Largo Caballero, por el que sentía auténtica aversión, zarpa un Ortega declaradamente antisocialista hacia Francia, y hacia un largo y cruel «exilio» que durará hasta 1945. Simultáneamente, sus hijos -los hijos biológicos de Ortega, como los de Marañón, Pérez de Ayala o D’Ors- se enrolan voluntariamente en el ejército de Franco: un dato revelador del bando preferido por sus padres. En el exilio escribe poco, pero sabiendo a dónde apunta.
En cuanto al Pacifisimo, escrito en diciembre de 1937, se convierte en un beligerante texto de apoyo a la causa de los sublevados en la guerra civil española. Es brutal, y sin embargo, premonitorio. Dice: «el totalitarismo salvará al liberalismo destiñendo sobre él, depurándolo, y gracias a ello veremos pronto un nuevo liberalismo templar los regímenes autoritarios». Reaccionaria astucia de la razón, tantas veces cumplida: los totalitarismos depuran a los viejos liberalismos -entiéndase bien, lo dice Ortega- de «comunistas y afines», para que luego un nuevo liberalismo -libre de esa pesada carga roja- temple a los regímenes autoritarios. ¿Se equivocaba Ortega? ¿No fue eso nuestra tan celebrada transición? ¿no es eso nuestra España actual: un viejo autoritarismo -que totalitariamente «depuró» la España roja- templado después por un nuevo liberalismo libre de «riesgos y veleidades» socialistas?… En realidad , resulta tentador pensar la gran transformación del mundo contemporáneo, desde 1815 hasta 1945, y en adelante, como un largo ciclo político de transición del viejo al nuevo liberalismo, un largo arco de lucha de clases cuya clave de bóveda ha sido la desactivación -totalitarismos mediante cuando fue necesario- de las fuerzas democráticas revolucionarias y su posterior integración -desarmada la democracia de todo su viejo potencial de contestación, con toda su pólvora mojada- en el sistema de dominación de un capitalismo reorganizado. La penosa situación actual de la izquierda es hija, o nieta, de aquella derrota histórica en toda regla.
El exilio rompe a Ortega por dentro, sobre todo la experiencia argentina. Allí empieza su enfermedad que se haría crónica, la angustia depresiva. Desde allí vuela al Portugal de Salazar -segunda dictadura bajo la que vive, mas no la última-, en marzo de 1942, en plena guerra mundial. Desde Lisboa teje una red de antiguos y nuevos amigos y discípulos, ahora falangistas -entre ellos, José A. Maravall y Javier G. Conde- todos ellos bien instalados en el régimen de Franco. La nueva España lo quiere, lo tienta, Ortega se deja seducir, espera al desenlace de la guerra mundial, y derrotadas las potencias del eje, vuelve a España en agosto de 1945. Le debemos a Gregorio Morán un espléndido libro sobre ese Ortega que vuelve a esa España de Franco, sobre esos diez últimos años -terribles, patéticos- de su vida, un libro que arranca de una constatación sorprendente: desde el 13 de febrero de 1941, el régimen de Franco le pagaba religiosamente a Ortega sus honorarios como catedrático de metafísica; más aún, en enero de 1945 el ministro de Educación, Ibáñez Martín, le ascendía a la segunda categoría del «escalafón», lo que le supuso el sueldo nada despreciable entonces de 25.000 pts. anuales. ¡Todo ello teniendo en cuenta que Ortega no volvió a dar una clase en la Universidad española desde el verano de 1936! A esa España, que le espera y le paga, vuelve Ortega en el 45, sólo para descubrir que aquello era un erial que pronto lo silenciaría, lo arrumbaría y lo deprimiría. De ahí el título del libro de Morán, El maestro en el erial (Barcelona: Tusquets, 1998). Ortega vuelve a una España cargada de españolidad, esto es, aislada del mundo moderno, culturalmente autárquica: tanto que Ortega llega a inventar el término «tibetanismo» para caracterizarla. Secuestrada por un catolicismo de raíz fascista -totalitarismo de misa y sotana-, con la victoria de la guerra civil en su haber, no tardará en desatar un vengativo «espíritu de cruzada» cargado de odio hacia el vencido. Ortega vuelve a una España que pronto se hará integrista, que reivindica a la Inquisición y la escolástica, a Donoso Cortés y a Balmes, en la que el Opus Dei y los dominicos -y los agustinos y los jesuitas- pronto controlarán las instituciones educativas y culturales, la Universidad y el CSIC, los medios de comunicación y la censura: todo.
Ortega vuelve a España, sin embargo, ilusionado, con grandes proyectos. Aspira a ser la luminaria, el faro intelectual, de un régimen al que, por otro lado, concede poca vida, del que cree que pronto cederá el paso a la monarquía, a un nuevo liberalismo. Se equivocó también aquí: el franquismo duraría cuarenta años, y sobreviviría al propio Ortega. Pero don José, en el 46, en el 47, tiene grandes proyectos. Piensa incluso en crear un Instituto de Humanidades. Busca tribunas, periódicos desde los que hacer llegar su voz a los centros del poder, desde los que marcar el paso de la política, influir en el Estado y en la élite social. Se estrellará contra un muro de silencio e indiferencia. Los felices años veinte en que Ortega y Gasset gozaba de una indiscutida autoridad y ascendiente, podría decirse, nacional, no volverán. La juventud española de los años 40 es muy otra, y no conecta con ella. La universidad se llena de frailazos de cabezas tonsuradas, como gustaba decir. Hasta el mismo Franco lo desprecia. Este episodio es uno de los más impresionantes del libro de Morán. En efecto, ocurrió que Ortega, animado por el engañoso éxito de su conferencia en el Ateneo de Madrid del 4 de mayo de 1946 -primera desde 1936 y ya última- se vale del secretario general de propaganda del régimen, Pedro Rocamora, de quien dependía el Ateneo, para transmitirle dos mensajitos al Generalísimo: el primero era para ofrecerse sutilmente a escribirle los discursos. ¡Ahí es nada! Aunque no quiero ni imaginarme como habrían sonado las palabras de Ortega en boca de Franco… El segundo mensaje era aún más obsecuente: «Si le permitían decir las dos o tres cosas que no le gustaban del régimen, podría entonces afirmar las otras cosas que le satisfacían» [2]. No tiene desperdicio la respuesta de Franco: «Rocamora, Rocamora, no se fíe usted de los intelectuales». El régimen mantuvo a Ortega, pero ni lo necesitaba ni estaba dispuesto a dejarse «seducir» por el gran orador. La sociedad, y la cultura, secuestradas por el integrismo nacionalcatólico más rancio, lo silenció, lo arrumbó y lo combatió, a veces sin piedad. Ortega siempre fue un elitista, derivó hacia posiciones cada vez más conservadoras, llegó a ser incluso un reaccionario antidemócrata convencido. Pero nunca dejó ser un pensador laico y, en ese sentido, moderno. La Iglesia católica contrarreformista que se enseñoreó de la España de Franco, nunca se lo perdonó.
Ortega fue mucho Ortega, un grande del pensamiento, al que se leerá dentro de cincuenta años, cuando celebremos el centenario de su muerte. Espero que para entonces se le haya dado a Ortega la conveniente respuesta filosófica desde la izquierda. Porque esa, a mi entender, todavía no se le ha dado: a los cincuenta años de su muerte, nuestro más grande pensador -elitista, conservador, hasta reaccionario- no ha tenido rival en la otra orilla de la filosofía política. Sería interesante preguntarse por qué.