Los Quijotes en Cuba abundan en un doble significado. Los cubanos suelen ser soñadores irreductibles de causas justas, y cabalgan abnegadamente sobre Rocinante deshaciendo entuertos. Y después, porque en el país abundan los monumentos consagrados a don Alonso Quijano, el Bueno. Allá en Puerto Padre, en el norte de la provincia de Las Tunas, una […]
Los Quijotes en Cuba abundan en un doble significado. Los cubanos suelen ser soñadores irreductibles de causas justas, y cabalgan abnegadamente sobre Rocinante deshaciendo entuertos. Y después, porque en el país abundan los monumentos consagrados a don Alonso Quijano, el Bueno. Allá en Puerto Padre, en el norte de la provincia de Las Tunas, una escultura del Quijote de los Molinos exhibe su virilidad erguida. En Varadero, el balneario de azul intenso, se empina otra imagen del Caballero de la triste figura… ¿Dónde más?
Hay más. Ahora me ha venido a la mente el Quijote de 23 y J, en la Habana. Lo digo de inmediato: es conmovedora, impactante, la imagen airada, furibunda, encabritada del caballero vestido de alambre. Pero cuando me le acerco echo de menos a alguien. ¿Lo adivinan? Le falta Sancho, como a otras piezas. No sabemos dónde estaba el escudero cuando el escultor Sergio Martínez tejió los hilos cobrizos de ese Caballero Andante belicoso, tan tenso como el alma de un loco.
¿Habría cruzado Sancho la avenida 23, para pedir -él tan pendiente del yantar- una ración de pescado en el restaurante Los siete mares, y por eso, en el momento de erguirse la estatua de su amo, perdió su puesto en la estampa como jinete sobre un borrico? Quizás el artista confesó a algún periodista las razones por las cuales excluyó al bonachón aldeano. Y la respuesta exigiría rebuscar en los archivos; el autor ya murió.
El Quijote, parece ley, no debe andar sin su escudero. Como al gato su cascabel, hay que insertar cerca la contrafigura que exalta la figura del alucinado Caballero. Me percato que Don Quijote brilla en la medida que se opaca y apoca su pusilánime ayudante. Tal vez esa furia descuerada, esa acometividad que le obliga a representar en 23 y J una bronca perenne, espada en mano, sea su protesta por no tener a un chasquido de su retórica de armadura y lanza al Sancho dicharachero y previsor. Lo necesita. Para ello lo convocó a esa aventura donde ambos ilustran la pareja más contradictoria y más humanamente complementaria de la historia. El escudero no solo se ocupa de los bastimentos del cuerpo y que al Caballero le importan poco cuando no es hora de comer. Sancho es también el que le advierte que los molinos son molinos cuando lo son de verdad, y que chocar con ellos implica a rodar por tierra.
Pero la ausencia de Sancho parece ser otro símbolo de la idiosincrasia nacional. No quieren los cubano que, cuando conciben la dama de sus sueños, o el ideal que justifica su vida, una voz excesivamente cauta o racional le estorbe el impulso, el ademán medio trágico y medio cómico, advirtiéndole de peligros o equívocos. Un rasgo del espíritu de Don Quijote se multiplicó entre los cubanos. Hablo de ese afán de acometer molinos de viento, salvar doncellas en peligro, de compartirse sobre la mesa de la solidaridad… Muchos entonces -los tipos de cuello rígido, abundante tanto ayer como hoy- tachaban de locura esa actitud. Y el viejo caballero respondía: «Yo sé quién soy.»
Los cubanos saben también quiénes son y de dónde les viene esa vocación cordial y solidaria que empezó a manifestarse tempranamente en signos sangrantes. La historia todavía no ha enfatizado como lo merece en aquel desprendimiento de las matronas criollas de La Habana, cuando donaron sus joyas a George Washington para que el ejército independentista pudiera cumplir su misión de expulsar a las pelucas inglesas del territorio de las 13 Colonias. Antes, esa lección de espíritu quijotesco la había impartido un personaje anterior al viejo y desgarbado caballero concebido por Miguel de Cervantes. Según mi parecer, fue Fray Bartolomé de las Casas el que dio a los cubanos la primera clase ilustrada de solidaridad. No voy a abundar. En los actos del defensor de los indios se encontraba ínsito el paradigma solidario, romántico, del Quijano que se convertiría en Quijote, a mucha honra de cuantos se le parecen y de los pueblos de solera española.
Hablar, pues, de solidaridad en Cuba es como referirse a algo cercano, entrañable, propio. Podrá existir un cubano egoísta, pero «el cubano», esa categoría plural y sintética, da un ojo para que el ciego comience a ser tuerto, lo que ya es una mejoría que empareja al invidente con los que ven. La solidaridad puede incluso tener otros nombres. Unos la llaman caridad o amor, pero nunca podrá ser piedad. La piedad viene siendo un sentimiento de autocompasión objetivado en el semejante. ¡Pobrecito! Y hasta ese punto llega la piedad: a mantenerse distante, a sufrir lo ajeno porque algún vez puedo yo sufrirlo también. ¡Solavaya! De modo que el cubano no compone un pueblo piadoso, sino solidario: comparte y se reparte, asume la suerte del otro voluntariamente.
Y quien da, también es capaz de recibir. No le avergüenza. Ni lo deshonra. Y Los cubanos han aceptado la solidaridad ajena. Si algunos habitantes de esa ínsula se alistaron en el ejército de Washington, o en el de Bolívar y San Martín, o fueron a la defender la República Española, también aceptaron en las fuerzas independentistas del siglo XIX a soldados españoles, norteamericanos, chilenos, mexicanos… En fin, nadie es extranjero para pelear por Cuba. Ni antes, ni ahora.