Al parecer, desde hace unas cuantas semanas, quizás meses, la España civilizada se ha dado cuenta de quién es Federico Jiménez Losantos. Este rey de la manipulación y la mentira lleva años soltando disparates gracias a la tribuna que le ha concedido la Conferencia Episcopal. Pero desde la llegada al poder de Zapatero la tergiversación, […]
Al parecer, desde hace unas cuantas semanas, quizás meses, la España civilizada se ha dado cuenta de quién es Federico Jiménez Losantos. Este rey de la manipulación y la mentira lleva años soltando disparates gracias a la tribuna que le ha concedido la Conferencia Episcopal.
Pero desde la llegada al poder de Zapatero la tergiversación, la utilización torticera de medias verdades, la bochornosa acumulación de insultos ha llegado a límites verdaderamente increíbles y ha provocado en muchas personas una hostilidad hacia el personaje que está más que justificada.
En realidad, su actitud es tan violentamente agresiva contra todo lo que no sea aceptable para la extrema derecha que más que un individuo de carne y hueso empieza a parecer una caricatura, un personaje de cómic, alguien surgido de los tebeos de Batman que podemos imaginar con la cara teñida de verde o azul y una mueca perversa anunciadora de alguna próxima trapacería.
Pero no, no es un personaje salido de un cómic. Yo lo sé bien, porque lo traté cuando militaba en el PSUC y, después de romper él con ese partido, me convirtió en una de sus primeras, sino la primera, víctima pública de sus fechorías. Sucedió en 1979. A Jiménez Losantos le publicábamos artículos en El Viejo Topo, que a la sazón codirigíamos Josep Sarret, Miguel Barroso y yo mismo. Incluso le dimos un premio, creo recordar que por un excelente artículo sobre Azaña. La misma casa editorial que albergaba al Topo publicaba una colección literaria denominada Ucronía, que codirigíamos Biel Mesquida (a quien, por cierto, la Generalitat de Cataluña concedió en 2005 la Cruz de Sant Jordi) y yo, y que no marchaba nada bien. En una reunión con Biel decidimos disminuir drásticamente el número de títulos a publicar en los meses siguientes, y establecimos los criterios para seleccionar esos títulos. Un par de semanas depués, Biel me comentó que su íntimo amigo Federico le había entregado un original, formado básicamente por artículos ya publicados en revistas, y que no se veía con fuerzas para decirle que no lo íbamos a editar al no coincidir su contenido con los criterios que habíamos establecido; en resumidas cuentas, me entregó el paquete, que no llegué a abrir, y me pidió que me encargara yo de darle la mala nueva a su amigo. Así lo hice en una reunión en presencia de Biel, y de la que FJL salió airado y amenazante, y Mesquida sofocado. Al día siguiente (atención, la reunión fue a las siete de la tarde) los periódicos ofrecían una noticia sorprendente: decenas de intelectuales firmaban un manifiesto contra El Viejo Topo por ejercer la censura contra Jiménez Losantos.
¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible que la negativa a editar un libro no contratado ni apalabrado, ni siquiera leído, al menos por mí, diera lugar a semejante movida? Si la reunión se había producido la víspera por la tarde, ¿cómo se habían podido reunir tantas firmas, aunque se hubiera mentido sobre la causa por la que firmaban? Enseguida supimos cómo. Nada más salir de la reunión, Biel y FJL se dirigieron a la redacción de Mundodiario, donde les esperaba el tercer miembro del singular «trío de la bencina» que constituían Mesquida, Alberto Cardín y el propio FJL. Allí se encontraban un par de personas resentidas a título personal con un compañero de la dirección del Topo, que colaboraron entusíasticamente con el trío, y de los que caritativamente ocultaré sus nombres. Una de ellas era redactura del periódico. Tenían ya escrito el manifiesto, y se dedicaron a efectuar llamadas mintiendo, dando a entender que el libro había sido contratado y que, a la vista de su contenido, la editorial había dado marcha atrás incumpliendo su contrato.
Sumidos en la perplejidad, abrimos el paquete. Efectivamente, la mayor parte de los artículos ya eran conocidos. En los inéditos se apreciaba un giro desaforado hacia la derecha, asumiéndo FJL posiciones políticas propias del Fraga de la época. Pero lo peor eran los insultos: a Vázquez Montalbán, a Juan Goytisolo, a Comisiones Obreras… era algo impublicable, inasumible. Aunque mis compañeros y yo tratábamos de defendernos en los medios, insistiendo en que el libro ni habiá sido leído ni contratado, la presión mediática de tantas firmas importantes dificultaban nuestra credibilidad. Que yo recuerde, sólo hubo una persona que se manifestó públicamente con carácter inmediato defendiendo al Topo: Francisco Fernández Buey. A él no lograron engañarlo. Los demás, poco a poco fueron dándose cuenta del engaño. Pero no enseguida.
En Cataluña, la cosa empezó a cambiar cuando le llevé el original, tres o cuatro días después del show, a Agustí Pons, entonces responsable de cultura de El Correo Catalán. Su reacción fue inmediata, y en una columna que agradecimos como agua de mayo puso a FJL a su lugar. Luego, víctima de un complejo competitivo absurdo con el Topo, Ajoblanco decidió publicar el libro, «Lo que queda de España», aunque el autor limó las mayores asperezas e insultos en la versión publicada, evitando así acabar en los tribunales.
El mayor objetivo en la vida de FJL – según había comentado él mismo a su responsable del PSUC entre los vapores del alcohol- era llegar a ser famoso. Evidentemente, lo consiguió. Seguramente no veía cómo desde la izquierda, así que viró tajantemente a la derecha, y luego a la extrema derecha.
Cuento todo esto porque, en el prólogo a la reciente reedición de Lo que queda de España, FJL sigue mintiendo, presentándose como víctima de una censura que nunca existió. Si se quiere, este incidente es insignificante si se lo compara con las barbaridades que dice ahora, pero revela su capacidad de embaucar, su olfato estratégico y su desprecio por la ética más elemental. Su habilidad por la manipulación viene de lejos. Su desprecio por la verdad, también.