Si cae -digo, es un decir- si cae España, de la tierra para abajo, niños, ¡cómo vais a cesar de crecer! ¡cómo va a castigar el año al mes! ¡cómo van a quedarse en diez los dientes, en palote el diptongo, la medalla en llanto! César Vallejo La guerra empezó en julio de 1936 […]
Si cae -digo, es un decir- si cae
España, de la tierra para abajo,
niños, ¡cómo vais a cesar de crecer!
¡cómo va a castigar el año al mes!
¡cómo van a quedarse en diez los dientes,
en palote el diptongo, la medalla en llanto!
La guerra empezó en julio de 1936 con la sublevación de las tropas de África, un tal Francisco Franco al mando, y nosotros, familia de clase obrera, vivíamos en Madrid. Yo tenía siete años, camino de ocho. Las imágenes fugaces y los recuerdos se entremezclan en un baile macabro. Agitación, ruido, inquietud, demasiada gente corriendo por el estrecho pasillo de casa. Mi madre, asturiana de Salinas, trasteaba en la cocina. Por la noche, del carbón, salían cucarachas. Eran negras, grandes. Olía verdura cocida, a sopa. Es posible que no oliera a nada y que el pasado sea presente, o al revés. Han pasado ya muchos años y no consigo fijar los instantes con nitidez. Mis hermanos mayores llevaban ya tiempo por las calles, enfrentándose con aquellos señoritos de Falange, repeinados y pulcros, que circulaban, pistola plateada en mano, a lomos del falso progreso de sus relucientes automóviles descapotables. En pocas semanas pasamos de la incertidumbre al miedo. Madrid, capital de la gloria, capital del dolor, aluvión de desheredados y parias de la tierra, era una ciudad asediada por el ritmo seco de los disparos nocturnos y sin embargo, pese a la creciente movilización, la vida cotidiana seguía su curso. Mi madre me llevaba al mercado. A veces, me dejaba elegir las patatas y cargar con la bolsa. Tenía siete años, camino de ocho y quizá fuera feliz.
Vivimos dominados por la subcultura posmoderna del acontecimiento y la banda magnética, una metáfora mediática -ilusión de libertad- dependiente de la fraccional política de las élites partidistas y la macroeconomía neoliberal que enmienda o corrige los relatos constitutivos de la identidad común en cada celebración, en cada evento, dependiendo la resultante de la coyuntura. En este equívoco de reinterpretaciones histórico-culturales, cualquier ocasión es buena para tergiversar el origen del estado actual de las cosas, desmontar discursos fijados por el tiempo y la historiografía o identificar el pasado gris y zafio de la dictadura nacional-católica con un presente continuo -sin esquirlas de memoria- abigarrado y multicolor, un magma donde resulta imposible reconocer una secuencia temporal organizada. Es como si tuviéramos que transmitir nuestro legado político y cultural, el mito del combate, el sufrimiento y la resistencia creativa, sentados en un salón-comedor, decorado de espantos y sordera de verdades, estúpida comida fría o paella, la televisión encendida y una conversación inútil que salta de un tema a otro, esa forma de hablar a la que, sin saberlo, tan aficionada es la clase media católica española debido a su incapacidad, casi patológica, para expresar los rasgos de su propia identidad. Contra este estilo interrumpido, caótico, de concebir los discursos reaccionarios, contra el burdo revisionismo instalado en las cloacas ideológicas de la democracia de mercado se alza el intenso y brillante trabajo de síntesis de la profesora Helen Graham, Breve Historia de la Guerra Civil (Gran Austral, 2006).
«La guerra civil española comenzó con un golpe militar. Existía una larga tradición de intervención militar en la vida política de España, pero el golpe de 17-18 de julio de 1936 fue un instrumento viejo empleado para un objetivo nuevo. Se proponía detener la democracia política de masas que se había puesto en marcha por los efectos de la Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa, y se había acelerado con los subsiguientes cambios sociales, políticos, económicos y culturales de las décadas de 1920-1930» (ob.cit., página 17). Con estas sencillas e ilustrativas palabras arranca el texto de Graham. Son ideas claras, sin posible refutación académica y, sin embargo hoy, setenta años después, son objeto de controversia. La derecha neoliberal, hija del autoritarismo nacional-católico -el llamado franquismo sociológico- que anida en el Partido Popular (PP), sigue negando la incuestionable veracidad de los sucesos resultando imposible, en ciertos ambientes, sostener argumentos parecidos sin recibir acusaciones graves. Resulta significativo observar cómo en España -antes rota que roja, decían y dicen-, país con una larga tradición militar involucionista, fuerte presencia de la iglesia católica y un marcado paternalismo autoritario (características, entre otras, de los regímenes fascistas) no exista, igual que en el resto de Europa occidental, una fuerza reconocible de extrema derecha. La razón de esta ausencia no debe escapar a nadie. El PP ocupa ese amplio espacio político, el de los nostálgicos del régimen anterior, además de representar, en la actualidad, los intereses de los mismos grupos sociales, cortes de clase, que apoyaron el levantamiento contra el gobierno surgido de las elecciones de febrero de 1936. Esto es, la burguesía financiero-empresarial, la clase media y media baja temerosa y de fácil manipulación (asalariados de grandes empresas y multinacionales, una parte de la aristocracia obrera consolidada, funcionarios de grado medio y medio-alto, pequeños comerciantes, etcétera), la iglesia y sus crecientes sectas de acólitos más un conglomerado indeterminado del espectro de la nueva tecnocracia. No es extraño, por tanto, que la variante patriótica del revisionismo (que minimiza la responsabilidad de Franco, niega los prolongados crímenes de la dictadura y acusa a la izquierda proletaria de haber provocado una tensión insostenible durante el período republicano, agitación que tuvo como consecuencia el «alzamiento nacional» en defensa del orden) encabezado por el duetto Moa/Vidal, encuentre acomodo y regocijo en los círculos conservadores tradicionales, la juventud sin formación política y la ignorante clase media y media baja, necesitada siempre de legitimación moral e intelectual frente a la cultura histórica de la izquierda.
Salimos de Madrid, creo, a principios del 37. El automóvil en el que viajamos a Alicante era grande y negro, como las cucarachas de la cocina. Nos lo consiguió uno de mis hermanos que, pese a su juventud, ya tenía cierta mano en el partido. Era el coche oficial, incautado, que había usado Lerroux. Conducía Anselmo Rollán, un camarada, y no dijo nada en todo el viaje. Mi madre, moño bajo, abrigo negro, llevaba el bolso apretado contra el pecho con la documentación y los salvoconductos, unos pases grandes rematados con vistosos sellos oficiales -han rodado mucho entre mis papeles- para agilizar el tránsito por los innumerables controles de carretera. El viaje, dicen, fue largo y cansado. Al llegar nos instalamos en una casa grande, una hermosa finca llena de árboles frutales, huertas y perros, cedida al gobierno por un viejo matrimonio republicano que pasó a Francia con lo primeros tiros. El pueblo se llamaba Villafranqueza, muy cerca de Alicante, y tenía escuela, o algo parecido. Recuerdo que me llevaban por la mañana y que al pasar por una casa, todos los días, me saludaba un niño delgado, un pequeño retrasado mental, que me daba miedo por su descontrolada forma de agitar los brazos. Prefiero no pensar qué fue de él. Mi madre, viendo aquella algarabía, se ofreció como cocinera. A los pocos días la intendencia mejoró. La finca tenía un responsable político que se llamaba Antonio y al que todos llamábamos señor Antonio. Todos menos mi madre. Yo tenía siete años, camino de ocho y quizá fuera feliz.
Alzado del suelo bibliográfico, relato ético y colectivo del conflicto de clase que asoló España, esta meditación histórica se debería imponer en nuestro repertorio como un texto fundamental, un esfuerzo que no sólo consigue lo que pretende, a saber, describir e interpretar los hechos y los instantes, sino que va más allá aportando un reflexión moral al hecho de la derrota republicana (la guerra que no se podía ganar desde que las democracias vecinas -Francia y Gran Bretaña- mostraron sus reticencias), al descalabro definitivo que sufrió la incipiente modernidad republicana a manos de la reacción nacional-católica. Graham, en la línea de los grandes hispanistas anglosajones y franceses con Pierre Vilar a la cabeza, siente y entiende lo popular-español como propio, atrapando a lector desde la primera línea, hasta situar el texto en la verdadera encrucijada de la historia: los vericuetos de la memoria perdida, el lugar, locus ille silentiis, donde habitan los muertos. Escrito con vehemencia y rigor, cualidades compatibles en este caso, con un exquisito manejo de la documentación existente y claridad interpretativa, Graham ha conseguido un libro imprescindible para entender qué ocurrió a partir de aquellos funestos días 17 y 18 de julio de 1936.
Dormíamos bajo un gran mosquitero. Allí no parecía que estuviéramos en guerra. De vez en cuando, cuando podía, si el frente estaba cercano, venía a visitarnos mi hermano Sandalio que era comisario. Nos llevaba a Alicante, a la playa y a comer pasteles. Íbamos con él unos cuantos niños y niñas. Los pasteles, grandes, estaban recubiertos de azúcar en polvo. Serían milhojas de crema. Rosa María, hija de un matrimonio de Carabanchel, comía los pasteles de dos en dos. Con el paso del tiempo se aficionó también al vermouth. Parece que estoy viendo su disimulado puño en alto cuando nos despedimos, llorando lágrimas secas, una soleada mañana de otoño en el Retiro. Nosotros, los de mi familia que quedábamos vivos, nos fuimos a Francia. Corría el año 1949. Yo tenía diecinueve años, camino de veinte, y ya no era -no podía ser- feliz.
2006, septuagésimo año triunfal, las avenidas y los monumentos salpicados por las tierras de España celebran su victoria. Las expresiones cotidianas de los políticos de la derecha -su lenguaje- y de algunos destacados miembros del PSOE (José Bono, entre otros), recuerdan la continuidad del régimen. En la plaza de Colón de Madrid ondea una bandera rojigualda que, por sus desmesuradas proporciones (fue izada a iniciativa del católico ministro de defensa del PP con el respaldo de la alcaldía del mismo partido), sólo puede entenderse como una provocación para los combatientes de la tricolor y sus familias. Setenta aniversario. Las tropas vencedoras y su burocracia, instaladas en el poder desde 1939, adalides, en parte, del modelo social y económico surgido de la Transición, agitan sus sectarios banderines de enganche -Legionarios de Cristo, Opus Dei, Comunión y Liberación, Conferencia Episcopal, cristofascistas varios- cada vez que sienten en peligro sus derechos de pernada capitalista, su modo de vida y costumbres. Renuentes al cambio, olvidan que tras su santa cruzada -toda victoria es una victoria también sobre las generaciones futuras- el resto es reformismo menor. El modo de producción y explotación no cambiará (quizá tampoco hubiera cambiado durante la República). Cuesta mucho, para los hijos y nietos de la frustración y el miedo, quitarse de encima la losa de una derrota militar. A la derecha española, esta visto, no les basta con dirigir desde sus sillones de odio la economía nacional contribuyendo al desarrollo criminal de la economía-mundo; quieren el plato, las tajadas, las prebendas, el «servicio doméstico» inmigrante ilegal, sus hostias consagradas, las formas ancestrales, sus golferías de amantes y alcohol, el honor y la honra. Este es su erial, su hacienda: les pertenece. Por algunos barrios, todavía pasean los domingos, jóvenes y viejos, ellas de oro, falsedad y transparencias, tras la misa de doce, con sus bandejas de pasteles dispuestos a pasar la tarde jugando a la cartas, igual que cuando se reunían para expresar sus maledicencias y azuzar a los militares en los casinos. España es un país imposible, un polvoriento casino donde los limpiabotas, los chupatintas y las moscas se disputan los restos del naufragio. Ahora, incluidas las moscas, pertenecen todos a la clase media (creen ellos) y disfrutan de vacaciones estivales con atasco y muertos en las carreteras en Torrevieja, de cualquier destrozada costa. Traigo a colación un atroz fragmento de Heráclito. «El equilibrio total del cosmos sólo puede mantenerse si el cambio en una dirección comporta otro equivalente en la dirección opuesta, es decir, si hay una incesante discordia entre opuestos».
El equilibrio del cosmos: «A mediados de 1937, la República se enfrentaba a un enemigo cada vez mejor armado y pertrechado gracias a los suministros regulares y eficaces de material bélico de primera calidad proveniente de las fábricas alemanas e italianas. El pacto de No Intervención no sirvió para detener o aminorar ese flujo de material bélico, que con frecuencia se mandaba en barcos fletados y pagados por la Alemania nazi, pero que navegaban bajo banderas de conveniencia y, por tanto, quedaban fuera del alcance de los controles del Comité de No Intervención (op. cit, página 115). Negrín quería resistir. La Segunda Guerra Mundial, que terminó con el Eje nazi-fascista tras la victoria del Ejército Rojo en Stalingrado sobre la todopoderosa Vermacht, empezó en septiembre de 1939. Resistir -una cabal estrategia geopolítica y militar- era el objetivo. Negrín intuía, viendo la fiereza y la saña del enemigo, lo que vendría después: la represión. Muertos, humillaciones, desafectos sin trabajo, cárcel, familias marcadas a sangre y fuego por la espada flamígera de la iglesia católica y su monopolio de educación y moral, tullidos, hambre y tuberculosis, la Sección Femenina: madres sin hijos, arrancados de sus brazos en la cárcel, hijos sin madres, educados en los brazos de estériles hijas del régimen del yugo y las flechas. Lo expone con acierto Graham: el pueblo alzado en armas contra un ejército regular bien alimentado, no podía vencer.
Volvimos a Madrid a finales del 1938 escondidos en un convoy de tres autocares repletos de soldados. Llegamos a Atocha. Mi padre, demasiado viejo para ser llamado a filas (fue movilizado en la última quinta), freía cebollas y boniatos ajeno a nuestras peripecias. Los niños, éramos varios, viajamos tumbados a los pies de los soldados cubiertos con mantas. El hombre no sabía que volvíamos. Nos recibió con mucha alegría. Tenía la bañera -la misma que mi madre limpiaba cada que vez que alguien se lavaba- llena de alcohol. Por la noche, amparado en el silencio, destilaba aguardiente. Tras una larga temporada en Villafranqueza, la casa me pareció sombría.
Libro esclarecedor en tiempos de contraofensiva reaccionaria, profunda mediocridad intelectual e incomprensible autocomplacencia por parte de la acomodada izquierda intelectual, Helen Graham ha conseguido traspasar el hastío, el cinismo y el deterioro que el paso del tiempo produce sobre los grandes relatos colectivos. Tras la lectura de esta obra se puede recuperar la lejana voz de las masas populares en combate, alejar el lamento por el supuesto paraíso perdido republicano (que nunca fue real, antes al contrario, aunque siempre superior al modelo de exclusión propuesto por el franquismo) y superar el intencionado manto de silencio que la Transición impuso sobre las consecuencias de la dictadura. El resultado es un trabajo vivo, enriquecedor, irreprochable, que sitúa la guerra de España en su contexto internacional al tiempo que nos aproxima aún más si cabe a nuestra propia identidad.
París, invierno de 1949, estación de Austerlitz. Nos recibió en el andén el desolador frío del norte y mi hermano que, en 1945, había sido liberado de Mauthaussen-Gusen. Al salir, en la calle, los copos de nieve, recuerdo, me golpearon la cara. Mi madre, zapatos de medio tacón, abrigo negro con trabilla, pañuelo de flores, miraba asombrada. En ese instante, o quizá fuera en otro momento, tampoco importa, supe que nunca podría ser feliz.