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Beckett y nosotros

Fuentes: Rebelión

Samuel Beckett cumple cien años y Godot de vacaciones. Fue a finales de la década de los setenta cuando buena parte de nuestra generación (sí, otra más , inquieta, comprometida, utópica y transgresora claro) pudo llegar a conocer las primeras obras de aquel dramaturgo del silencio que, además, nos había sido borrado como tantos otros […]

Samuel Beckett cumple cien años y Godot de vacaciones. Fue a finales de la década de los setenta cuando buena parte de nuestra generación (sí, otra más , inquieta, comprometida, utópica y transgresora claro) pudo llegar a conocer las primeras obras de aquel dramaturgo del silencio que, además, nos había sido borrado como tantos otros que aparecían ahora en tropel creativo en nuestro universo adolescente merced a unos nuevos tiempos de día uniformados y de noche, ay de noche, siempre incontrolados, qué os voy a contar. Así, las penurias de Vladimir y Estragón se mezclaron en nuestras retinas hambrientas de escenarios distintos y combativos con las tribulaciones de aquel ferroviario inolvidable de Darío Fo y su muerte accidental pero menos, la valentía envidiable de una madre coraje en la que todos veíamos a la nuestra, la coherencia sentimental de un joven Hugo con las manos limpias pese al título de Sartre o el paseo romántico por la marginalidad llena de complicidades de aquella taberna fantástica de un Alfonso Sastre que, además, había decidido abandonar la España de castañuelas y desiertos para venir a vivir y sentir a nuestro lado, bienvenido compañero de viaje. Así también nos llegó Beckett en una tarde de rinocerontes y arrabales en la que los arrepentimientos, lo decían sus protagonistas, estaban prohibidos salvo el último y definitivo de haber nacido con lo que entonces alguien (ella) nos prestaba una obra de Cioran con número de teléfono en la contracubierta y pasábamos del postexistencialismo a los orgones de Wilhem Reich, en fin.

Hoy Beckett cumple cien años y quizá sea ahora cuando comencemos a entenderlo, no sé, a percibir nuevas lecturas como si hubiéramos visto en sesión continua y sin pausas el Decálogo completo de Kieslowsky en una tarde como ésta (gracias Morton Feldman por los acordes), a comprender digamos otras percepciones así como cristianas y sentimentales (viernes santo según Bach y San Mateo) o a descubrir otras vertientes de la cara oculta de esta tierra que nos ocupa más que ocupamos, ojalá y digan lo que digan. El caso es que releo al Beckett novelista en días como éstos de centenarios y homenajes en Dublín, me cuentan (sólo estoy convencido de una cosa: él habría estado ausente de oropeles y semblanzas) y vuelvo a percibir sensaciones extrañas, difíciles, algo así como una danza sin música entre el pesimismo y la ternura que, al acabar, sitúa a los protagonistas del baile en esa nada habitual en la que todo permanece… ¿Transvase entonces del Beckett nihilista, derrotista o heideggeriano al Beckett profundamente católico y constructivo? Quién sabe. El siempre lo reivindicó así por mucho que los inquisidores de guardia le temieran y, por ende, nosotros y nuestros batallones a la conquista del cielo lo elevaran a la cima de las vanguardias salvadoras. Hoy que Beckett cumple cien años, Pozzo sigue ciego, Lucky eternamente mudo y Vladimir y Estragón nos visitan llamando a la puerta (dos, tres, cuatro veces) mientras sigue oscureciendo, me entra como un confuso y extraño ramalazo de nostalgia y recuerdo a aquella mujer sin hora, lugar ni cita (como ellos) que un buen día (creo) nos prestaba ensayitos de Cioran pensando en Reich a la espera de un Godot que ahora le busca, nos busca, entre silencios en el Metro (compartidos), meses de plusvalías (consensuados) y un alto el sueño permanente. Quién sabe, Samuel Beckett, quizá empecemos a entenderte.

Joseba Macías
(Sociólogo, periodista y profesor de la EHU-UPV)