Hace algunos meses firmé un artículo titulado «Cosas que aprendí en La Habana». Hoy regreso al mismo tema para mostrar mi satisfacción por seguir recibiendo lecciones. Una de las grandes virtudes del pueblo cubano, para quienes tenemos la dicha de compartir sus alegrías y problemas, es enseñar cada día una cosa nueva y tan gratificante […]
Hace algunos meses firmé un artículo titulado «Cosas que aprendí en La Habana». Hoy regreso al mismo tema para mostrar mi satisfacción por seguir recibiendo lecciones. Una de las grandes virtudes del pueblo cubano, para quienes tenemos la dicha de compartir sus alegrías y problemas, es enseñar cada día una cosa nueva y tan gratificante que, en verdad, siento en lo más profundo del alma que no hay sociedad tan culta y generosa en el mundo.
Esto que hoy comento va de banderas, de esas telas de todos los tamaños en cuyo nombre se han cometido las mayores gestas y las más execrables de las miserias. Con la sola diferencia de que las más odiadas, quemadas, escupidas y vilipendiadas han sido la norteamericana, la española, la británica, la francesa, es decir, la de aquellas naciones que en sus sueños de imperialismo y grandeza se dedicaron a matar por matar, a cumplir un intangible y malintencionado designio de unos supuestos dioses (también odiados, quemados, escupidos e insultados), ensanchando sus dominios a base de explotación, crimen y venganzas varias.
Como bien apuntaba Fidel Castro en uno de sus siempre interesantes reflexiones-discursos, a todos los imperios les llega su final, lo que es lo mismo que afirmar que a todo cerdo le llega su San Martín . Los egipcios llegaron a dominar parte del globo, como más tarde los romanos, bárbaros, árabes, españoles, británicos, mas su final tuvo un color amargo, una mueca en la que se adivinaba la frustración al tener que abandonar los anhelos de gloria, reculando con las naves repletas de basura y el orgullo patrio mancillado por el polvo del camino Sus libros de historia, escritos por los vencedores, hablaban de aquellos siglos de triunfo enarbolando las bandera del idioma y la religión, intentando justificar su barbarie alegando haber mostrado a los indígenas de medio mundo (mucho más civilizados que los propios conquistadores) al verdadero Dios, así como un lenguaje más que hermoso. Lo que ocurre es que la teología y la belleza de las palabras no se instalaron por cánones divinos, sino por la mera imposición violenta. Me entristece la debilidad de quienes se escudan en Dios para saber la medida de sus miserias, como me cabrea que un niñato, un pijo, olvide su lengua para balbucear la del imperio, no por necesidad, sino por presunción, o como dicen en Cuba, por especular ; por presumir, que decimos los del barrio madrileño de La Latina.
Ahora, esa vieja Europa, muchos de cuyos gobiernos obran al estilo de las peores putas de Bush (pido perdón a las mujeres que han elegido ese oficio), simulan orgasmos bajo el imperio norteamericano, para satisfacción de personalidades cuyo rictus es más bien el del patán que se deja «encular» por el amo, con la sonrisa patética del pajillero a sueldo, la pleitesía más rastrera en la mirada, el gesto adulador y basto del que está dispuesto a besar la bota de quien le pisa las manos, es decir, con el rostro de Falsimedia, que representa mejor que nada a una Mónica Levinksi despojada de su mínimo «lolitismo», dispuesta a la fellatio sin percibir nada a cambio, menos la sola posibilidad de que el gobierno imperial no tomará represalias inmediatas. Patético. Delincuentes como Aznar y Berlusconi, al igual que los actuales mandatarios de Chequia, Polonia o Gran Bretaña, fueron los primeros en probar el néctar de la sonrisa de mister Bush, su palmada en la espalda tras el «enculamiento voluntario».
Pero (y aquí viene la lección) en mi amada Cuba, enfrentada al todopoderoso imperio desde el primer día de 1959, agredida por Washington desde hace ya casi medio siglo, no se ha quemado jamás una sola bandera de los Estados Unidos de Norteamérica. Ni ninguna otra. La razón es simple y apabullante: esa enseña representa a todos los habitantes de ese inmenso país, y por tanto también es de Chomsky, Hemingway, Dylan y Petras, de Harry Belafonte y Danny Grove, de Angela Davis y Muhamad Alí, de miles de compatriotas de Bush que no comparten en absoluto su sueño imperialista. Y ello, merece mucho respeto. Luchar allá por la paz, ser contrario a los crímenes del actual presidente de los EEUU demuestra más valor que hacerlo desde Italia o Alemania. De la misma forma que ser un verdadero comunista en Toledo o Vitoria (España), puede tener más mérito que en China.
Los cubanos me han vuelto a dar otra lección de mesura, dignidad y paciencia. Y todo eso tiene aún una vertiente maravillosa. Aquí, en la Perla de las Antillas, la gente se viste como le da la real gana, e incluso puedes ver a algunos jóvenes, tan tranquilos, por las calles de cualquier villa cubana, luciendo esa bandera de barras y estrellas en forma de pañuelo a la cabeza, de pantalón de baño, camiseta de verano, o como toalla de playa. Yo jamás podría hacerlo… Pero es que mi educación ha sido mucho menos humanista que la que el sistema cubano proporciona a su pueblo. Nadie se rompe las vestiduras, nadie se escandaliza ante la visión de esa bandera. En ninguna manifestación, insisto, se ha quemado una enseña. Nunca. Sencillamente, es un símbolo que no sólo representa la agresión o la muerte, sino también la dignidad y la amistad de millones de amigos.
Ahora, imaginen a una España bloqueada 46 años por Francia , piensen en que en ese vecino país se protegiera y amparase a terroristas como Posada Carriles u Orlando Bosch , o que la mafia marsellesa (que la hay y muy peligrosa) insultara, mintiera y amenazara constantemente. Dejen volar a las neuronas y dibujen una España en la que desde Paris se pagaran miles de euros a los traidores , a los que dieran información secreta, a los que una vez exilados fueran capaces de cruzar los Pirineos para atacar y bombardear, atentar y asesinar a sus compatriotas , sabiendo que 182 países en la ONU votan a favor del fin del bloqueo. Imaginen entonces lo que podría ocurrirle a un joven que paseara por las calles de Madrid luciendo en su camiseta la bandera francesa . De él, no quedaban ni las uñas. Y ni eso.
Por eso, una vez más, mi aplauso a esta sociedad, mi admiración y mi total entrega.