Al igual que asumimos que un bosque es mucho más que un almacén de madera, desde la Nueva Cultura del Agua se viene insistiendo en que ríos, lagos y humedales no pueden seguir siendo considerados como simples canales o depósitos de H2O, sino entendidos y gestionados como ecosistemas vivos. De la salud y funcionalidad de […]
Al igual que asumimos que un bosque es mucho más que un almacén de madera, desde la Nueva Cultura del Agua se viene insistiendo en que ríos, lagos y humedales no pueden seguir siendo considerados como simples canales o depósitos de H2O, sino entendidos y gestionados como ecosistemas vivos.
De la salud y funcionalidad de ríos, lagos y humedales se derivan otros muchos servicios y valores sociales, ambientales y emocionales, más allá del valor del agua dulce como recurso económico. Si queremos, en suma, hablar de «gobernabilidad» del agua, es preciso ante todo identificar y reconocer los valores y funciones en juego.
Funciones ecológicas con especial trascendencia en lo que se refiere a pesquerías de aguas dulces y marinas.
Funciones de autodepuración de las aguas de esos ecosistemas.
Funciones reguladoras de acuíferos, humedales y zonas de inundación fluvial, claves en la amortiguación de impactos de las sequías y crecidas.
Funciones geodinámicas de gestión de flujos sólidos y sedimentos, básicas para la conservación de deltas y playas.
Funciones de salud pública, de cohesión social y de bienestar público.
Valores patrimoniales, paisajísticos y de identidad territorial.
Valores lúdicos y emocionales ligados a estos ecosistemas y sus entornos.
Funciones y valores productivos, tanto en el sector agrario, como en el energético, el industrial y de servicios.
Desde el enfoque que ha estado vigente a lo largo del siglo XX, el único tipo de funciones y valores en juego en la gestión de aguas ha sido el productivo, dando prioridad central a los objetivos de desarrollo económico.
La crisis de los modelos «de oferta»
Los propios argumentos desarrollistas se topan hoy con fuertes contradicciones y problemas.
1.Problemas de racionalidad económica: las tradicionales políticas hidráulicas y las llamadas estrategias «de oferta», basadas en grandes obras hidráulicas bajo subvención pública, se demuestran ineficientes y no rentables, desde el punto de vista económico.
2.Problemas de insostenibilidad: hemos degradado, cuando no destruido las funciones, ciclos y equilibrios de la mayor parte de nuestros ecosistemas acuáticos.
3.Problemas sociales y de gobernabilidad: se ha deteriorado la aceptabilidad social de los modelos tecnocráticos y autoritarios que han presidido las políticas hidráulicas, exigiéndose reformas institucionales que garanticen una gobernabilidad participativa.
La presión generada por estos problemas ha puesto en crisis el modelo vigente a lo largo del siglo XX. Hoy en Europa, la Directiva Marco de Aguas exige pasar del tradicional enfoque de «gestión de recurso», a nuevos enfoques de «gestión ecosistémica» que permitan recuperar el buen estado de los ecosistemas acuáticos. Asumir este reto supone cambiar radicalmente objetivos y criterios de gestión. Pero más allá, supone entender que el protagonismo de la gestión debe pasar de los usuarios privilegiados tradicionales (regantes e hidroeléctricos) a la ciudadanía en su conjunto.
Un camino de modernización equivocado
Conscientes del agotamiento del modelo vigente a lo largo del siglo XX, las instituciones financieras y económicas internacionales vienen proponiendo e imponiendo nuevos modelos de gestión de aguas basados en relaciones de mercado y en la privatización de los servicios de abastecimiento y saneamiento, como forma de superar los problemas de ineficiencia que se derivan de los enfoques de oferta, bajo subvención, y del burocratismo que lastra el modelo tradicional de gestión pública.
Es llamativa, no obstante, la «hidroesquizofrenia» del Banco Mundial, que promueve por un lado la liberalización de los servicios urbanos en las grandes urbes, en nombre de una pretendida racionalidad económica basada en el mercado, mientras por otro lado, sigue destinando masivas inversiones públicas a la construcción de grandes presas cuya rentabilidad, aún a largo plazo, se viene demostrando negativa. Inversiones que cargan, eso sí, sobre la deuda pública de los países empobrecidos, mientras benefician a las grandes empresas transnacionales de construcción y de producción hidroeléctrica, en alianza con otros grupos nacionales ligados intereses especulativos y al agrobusiness.
Tras más de una década de presiones y experiencias privatizadoras, las principales expectativas y pretendidas ventajas de tales estrategias se han visto frustradas. En la medida en que no se trata de abrir la competencia «en el mercado», sino «por el mercado», es decir, por conseguir la concesión, los esperados efectos de la competencia se evaporan. Tratándose de lo que se llama un «monopolio natural», lo que se hace es pasar de un monopolio público a un monopolio privado.
Por otro lado, la expectativa de que la iniciativa privada inyectaría fondos que paliarían la penuria financiera de las instituciones públicas se ha demostrado falaz. En Argentina, por ejemplo, que tras diez años de privatización ha decidido devolver la gestión de aguas urbanas al sector público, el 90 por ciento de las inversiones realizadas en este tiempo han sido públicas. Dicho en otras palabras, las grandes transnacionales, más que aportar fondos y arriesgar inversiones a largo plazo, han acabado gestionando inversiones públicas, especialmente del Banco Mundial.
En estas condiciones, el problema del acceso a aguas potables por parte de las comunidades más pobres se ha agravado. Y es que los pobres nunca han sido un buen negocio en espacios de libre mercado. Durante la última década el número de personas que no tienen garantizado el acceso a aguas potables no ha parado de crecer, estimándose hoy en más de 1.200 millones, lo que conlleva unas 10.000 muertes diarias. Y no porque les falte el agua; la mayoría de los pueblos se han asentado en las riberas de ríos y lagos o donde las aguas subterráneas son asequibles a través de pozos. El problema está en que hemos degradado los ecosistemas acuáticos de los que muchas poblaciones beben.
El Banco Mundial se ha equivocado y en la medida que se trata de un banco público, alimentado desde los países más desarrollados con nuestros impuestos, nos hemos equivocado todos. Aunque ciertamente la actitud de las transnacionales del agua, en su búsqueda de mercados «no regulados», dista mucho de ser ética y acorde con la tan nombrada «responsabilidad social corporativa», lo cierto es que la responsabilidad central de este fracaso es de las instituciones públicas. No podemos pedir peras a un olmo. Los mercados ni resolverán ni tienen por qué resolver los problemas de derechos humanos en el mundo.
La gestión pública desde un nuevo enfoque
Las funciones del agua son diversas y, lo que es más importante, están relacionadas con rangos y categorías de valor diferentes, algunos de los cuales no son gestionables a través de simples relaciones económicas de cambio al no ser sustituibles, de forma consistente, por bienes de capital. En este sentido, es fundamental diferenciar esas funciones y distinguir las de valor y de derecho que se relacionan con ellas, a fin de establecer prioridades y criterios de gestión adecuados.
El agua para la vida, en funciones básicas de supervivencia, debe ser reconocida y priorizada de forma que se garantice la sustentabilidad de los ecosistemas y el acceso de todos a cuotas básicas de aguas de calidad, como un derecho humano.
El agua para actividades de interés general, en funciones de salud, bienestar y cohesión social (como los servicios urbanos de agua y saneamiento) debe situarse en un segundo nivel de prioridad, en conexión con los derechos sociales de ciudadanía.
El agua para el desarrollo, en funciones económicas legítimas ligadas a actividades productivas, debe reconocerse en un tercer nivel de prioridad, en conexión con el derecho individual de cada cual a mejorar su nivel de vida. Ésta es, de hecho, la función en la que se usa la mayor parte de los recursos hídricos extraídos de ríos y acuíferos, siendo clave en la generación de los problemas de escasez y contaminación más relevantes existentes en el mundo.
Por último, cada vez son más los usos productivos del agua sobre bases ilegítimas, cuando no ilegales (extracción abusiva, vertidos contaminantes…). Tales usos deben ser evitados mediante la aplicación rigurosa de la ley.
En el ámbito del agua para la vida, tratándose de derechos humanos, la prioridad máxima de gobiernos e instituciones internacionales debe ser garantizarlos con eficacia. El argumento de la falta de recursos resulta injustificable, incluso para los gobiernos de los países más pobres; pero con mayor razón viniendo de los más ricos o de instituciones internacionales como el BM. Al fin y al cabo, la «revolución del grifo y del agua clorada» exigiría apenas un 1 por ciento de los actuales presupuestos militares. Se trata de un reto político, más que financiero.
Más allá del acceso a esas cuotas básicas de agua potable (derecho humano), cuando se trata de usos relacionados con actividades de interés general, como son los servicios urbanos de agua y saneamiento (domiciliarios), el objetivo central debe ser garantizar tales servicios a todos, ricos y pobres, aplicando criterios de máxima eficiencia socio-económica. En la medida que se trata de aplicar principios de equidad y cohesión social, vinculados a derechos de ciudadanía, la responsabilidad debe residir en la función pública.
Sin embargo, a diferencia de los derechos humanos, los derechos de ciudadanía conllevan sus correspondientes deberes de responsabilidad ciudadana. En este sentido, es preciso articular políticas tarifarias, por bloques de precio creciente, que permitan financiar adecuadamente estos servicios públicos básicos desde adecuados criterios sociales. Los 30-40 primeros litros, tal vez puedan ser gratis, como derecho humano; pero los 100 siguientes deberían reflejar los costes; a partir de ahí, el coste del metro cúbico debería elevarse, de forma que quien llene su piscina acabe pagando el derecho humano y ciudadano de las familias más pobres. En definitiva, es preciso introducir racionalidad económica, pero no desde una óptica de mercado, sino social. Si se diseñaran las tarifas desde una lógica de mercado, los bloques serían de precio decreciente, cobrándose menos a los mejores clientes.
Además de los servicios de abastecimiento y saneamiento, existen otras actividades de carácter económico que deben ser consideradas de interés general. En no pocas regiones del mundo, la agricultura tradicional merece ser protegida como una actividad de interés general. Es el caso de muchas comunidades indígenas o tradicionales en las que el riego, vinculado a derechos ancestrales, es clave para la supervivencia de la comunidad. Sin embargo, la mayor parte de los caudales extraídos de ríos y acuíferos no cubren funciones básicas de sostén de la vida, ni sustentan servicios de interés general, sino que se dedican a actividades productivas ligadas a intereses privados que, pudiendo ser legítimas, no son de interés general.
Para este tipo de usos, en la medida que los objetivos son económicos, no existe razón alguna que disculpe la no aplicación de estrictos criterios de racionalidad económica, basados en el principio de recuperación de costes (planteado en la Directiva Marco de Aguas de la UE). Tales costes deben incluir el valor de oportunidad (de escasez) del recurso en cada lugar y circunstancia, así como los costes ambientales, repercutibles en dinero. Se trata de imponer, desde la gestión pública, adecuadas políticas tarifarias a fin de incentivar un uso eficiente y responsable con una gestión sostenible de los ecosistemas acuáticos.
Desde esta perspectiva, la escasez de aguas para el crecimiento económico no debe entenderse como una desgracia a evitar, sino como una realidad a gestionar, inherente a cualquier bien económico (por definición, útil y escaso). Ello no tiene por qué suponer una gestión de mercado, ni siquiera de estas aguas para el desarrollo económico. La complejidad de los valores a gestionar, la interacción de unas funciones sobre otras, con impactos sobre terceros, y sobre todo la necesidad de priorizar usos y valores intangibles, desde principios de equidad intra e intergeneracional, hacen del mercado una herramienta demasiado simple a muchos de esos valores en juego.
Pedro Arrojo Agudo es profesor de Análisis Económico de la Universidad de Zaragoza y preside la Fundación Nueva Cultura del Agua. Este artículo ha sido publicado en el nº 21 de la edición impresa de Pueblos , junio de 2006, pp.34-36.