Acaban de cumplirse ocho años del cierre «cautelar» del diario Egin . Como es bien sabido, la Audiencia Nacional no ha emitido todavía ninguna sentencia sobre el caso. Sin embargo, a efectos prácticos ya da lo mismo que lo haga o no, porque la supuesta cautela que llevó a dictar su cierre teóricamente provisional entrañó […]
Acaban de cumplirse ocho años del cierre «cautelar» del diario Egin . Como es bien sabido, la Audiencia Nacional no ha emitido todavía ninguna sentencia sobre el caso. Sin embargo, a efectos prácticos ya da lo mismo que lo haga o no, porque la supuesta cautela que llevó a dictar su cierre teóricamente provisional entrañó la muerte irremisible del diario.
Cuando en la noche del 14 de julio de 1988 un amplísimo contingente policial rodeó el edificio del diario abertzale en una maniobra que más parecía destinada a tomar al asalto una trinchera enemiga que a ocupar un local en el que apenas había nadie, y desde luego nadie armado, Garzón ya sabía que se disponía a liquidar manu militari un medio informativo y una plataforma de opinión. Porque no se le ocultaba que los diarios no admiten cierres cautelares de meses, y menos de años. Se mantienen sólo en la medida en que acuden cada día al kiosco. Si se ven obligados a parar durante mucho tiempo, sus trabajadores no tienen más remedio que buscarse la vida por otro lado. Volver a reunir al equipo humano y poner al día los medios técnicos de un diario que ha pasado años cerrado es aún más difícil que montar uno nuevo.
Pasados varios años, Garzón emitió un auto en el que incluía la broma macabra de permitir la vuelta a los kioscos de Egin siempre que la empresa editora saldara su deuda con la Seguridad Social. Una excusa ridícula, porque Egin no fue cerrado por falta de dinero, sino por su papel político; porque la empresa editora del diario ya había alcanzado con la Seguridad Social guipuzcoana un acuerdo para saldar su deuda mucho antes de que Garzón interviniera, y, sobre todo, porque para esas alturas las pertenencias de Egin, supuestamente custodiadas por el Juzgado Central número 5, se hallaban en un estado de deterioro total: techos hundidos, maquinaria oxidada, pasillos inundados…
Lo que en la Casa de Campo se juzga desde hace meses, dentro del macroproceso 18/98, es, de hecho, si fue correcto ejecutar la sentencia de muerte de Egin. Lo cual es imposible por principio: ejecutar una sentencia que no ha sido aún dictada no puede ser justo.
En realidad, todos los imputados en el sumario 18/98 vienen cumpliendo condena desde hace meses, obligados a trasladarse todas las semanas a Madrid y estarse sentados en el banquillo de los acusados las infinitas horas que está durando la vista de esta causa, alargada por culpa de varios errores judiciales juntos: el que resulta de la manía megalómana de Garzón de montar macrosumarios, macroprocesos y macrochapuzas -hay general acuerdo en que como instructor es un desastre- y el que se deriva de los desaciertos y disparates cometidos por la propia Sala que juzga el caso, que cuando no se muestra incapaz de encontrar los papeles que son citados por la acusación aporta intérpretes de euskara que no saben realmente euskara, o pretende que las defensas se estudien miles de folios en el plazo de pocas horas. Ahora, después de meses de proceso genuinamente kafkiano, le han llegado la hora a las vacaciones judiciales, que ésas sí que son sagradas. ¿Cómo puede arreglárselas alguien que esté imputado en esta causa para mantener una actividad laboral que le permita asegurarse la subsistencia? La respuesta es sencilla: de ningún modo.
Algunos acusados empiezan ya a tomarse a chirigota lo que está sucediendo. Me parece razonable: el humor funciona como una válvula de escape. Me han dicho que uno preguntó si todo este tiempo que está pasando en las dependencias de la Casa de Campo le computará como cumplimiento de condena en el caso de que merezca una sentencia desfavorable. Me acordé de que eso mismo le pregunté yo al juez del Tribunal de Orden Público -antecesor franquista de la Audiencia Nacional, que ha heredado sus funciones- cuando me juzgaron el 25 de marzo de 1974. Tras un año de prisión preventiva, el TOP desdeñó la petición fiscal de 15 años de cárcel y me condenó a una multa de 50.000 pesetas, sin más. Le pregunté al juez cuando me lo notificó: «Y el año que he pasado en la cárcel, ¿me cuenta para la siguiente?».
Qué tío más susceptible: no le gustó nada.