Una novela es una conversación que irrumpe en medio de la conversación general y logra que las otras conversaciones se extingan lentamente o cesen de forma brusca. Las gentes dejan de hablar de lo que estaban a hablando mientras se disponen a escuchar a esas dos o tres personas que han abordado un tema con […]
Una novela es una conversación que irrumpe en medio de la conversación general y logra que las otras conversaciones se extingan lentamente o cesen de forma brusca. Las gentes dejan de hablar de lo que estaban a hablando mientras se disponen a escuchar a esas dos o tres personas que han abordado un tema con suficiente chispa, inteligencia y emoción.
Aunque no es una definición muy precisa, creo que se ajusta bien al papel que cumple hoy la novela en el seno de una gran clase media más o menos indiferenciada. Creo que no sería adecuado definir la novela sólo como un discurso, pues lo que la distingue de los discursos es el hecho de dar cabida, aun en los casos en que está escrita en primera persona, a distintas voces, por eso la he definido como una conversación. De las tres características que he dado, chispa, inteligencia y emoción, chispa puede parecer la menos científica pero quizá no lo sea. En sentido estricto entendemos por chispa una partícula incandescente que salta de una cosa que se está quemando y, en efecto, la novela debe proceder de algo que se está quemando, acaso la combustión dure siglos pero lo cierto es que la conciencia de que el tema escogido quema resulta imprescindible para que cesen las demás las conversaciones.
Cabe entonces preguntarse qué pasa cuando en la conversación general de este momento, irrumpe el tema de Mujeres enamoradas. No parece un tema urgente y lo más probable es que suscite recelo, a no ser que vaya a ser tratado con ironía, con la desfachatez de la prensa del corazón o bien con la premeditada ingenuidad de las novelas rosa. No obstante Mujeres enamoradas de D.H. Lawrence es una novela que se toma el concepto de «mujeres enamoradas» muy en serio.
Con qué actitud escucharemos entonces cosas cómo: «Es ahí donde quiero encontrarte, no en el plano emocional, de amante, sino en ese más allá donde no hay palabras ni término de acuerdo. Ahí somos dos seres desnudos, desconocidos, dos criaturas totalmente extrañas, ahí quiero acercarme a ti y que tú te aproximes»? ¿O: «¿Estaré destinada a él, realmente, de alguna forma? ¿Existirá de verdad alguna luz ártica, de un dorado pálido, que nos envuelve sólo a nosotros dos?» Antes de responder, debo explicar una cuestión.
A menudo me han preguntado si creo que es posible hablar de una escritura femenina. La pregunta suele estar, en efecto, formulada de este modo, no si hay una escritura masculina y una femenina, sino si hay una escritura femenina. Voy a tratar de responderlo ahora. ¿Existe, por ejemplo, una escritura periodística para El País que es distinta de la escritura periodística para La Tribuna de Cuenca? En mi opinión sí existe. No me refiero en este momento a cuestiones ideológicas tratadas éstas como si la ideología pudiera permanecer al margen de la sintaxis. Me refiero a lo mismo que cuando se habla de una escritura femenina: un conjunto de rasgos sintácticos, ideológicos y, aún diré imaginativos, en la medida en que ninguno de estos aspectos está separado de los otros sino que, tal como una molécula cambia si se modifica la composición e incluso el orden de sus átomos, así sucede con estos rasgos de la escritura.
Resulta fácil aceptar que cuando hablamos en voz alta el destinatario conforma en parte nuestro discurso. Si está situado a cinco metros de distancia, y si a ese destinatario lo componen cincuenta personas, no hablaremos del mismo modo que si le hablásemos a una sola persona a nuestro lado. Cambiaremos el timbre de la voz, la intensidad y también, muy posiblemente, la adjetivación, las pausas, los matices. En la escritura, para construir el timbre de una voz y su intensidad es preciso recurrir a la sintaxis, a la forma que es siempre contenido. Y tanto cómo la distancia a que se encuentran las personas nos preocupará saber si comparten o no nuestra visión del mundo para dirigirnos a ellas de una u otra forma, y por tanto, insisto, con un contenido u otro.
Por eso hay, sin duda, una escritura periodística para El País, que incorpora al destinatario de El País, y una escritura para La Tribuna de Cuenca que incorpora también a su destinatario. Cada vez que el escritor escribe, lo quiera o no, recibe un eco imaginado de su voz, y sabe tanto contra quién escribe como a favor de quién, pues los enemigos de su público son sus enemigos y su público es aquel que determina, por ejemplo, el horizonte de su gracia o de su escándalo, con qué clase de temas puede bromear, con cuáles puede llevarse las manos a la cabeza, y con cuáles no soñará siquiera hacer ninguna de las dos cosas. Puede hablarse de una escritura periodística para El País en la medida en que la inmensa mayoría de sus textos se circunscriben a ese horizonte, como una música que pulsara siempre ciertos tonos menores y nunca mayores, o repitiera siempre unas notas pero no otras.
Aunque los periódicos intercambian artículos, siempre es posible descubrir si un texto fue concebido para un gran periódico nacional o para un periódico pequeño. Existen no tanto excepciones sino aplicaciones diversas de esta regla del destinatario. Sabedor de que la regla está ahí, de vez en cuando un periodista, un columnista, un crítico puede intentar no someterse a ella. Lo más probable es que su escritura adopte entonces lo que podríamos llamar un perfil fractal de costa de acantilados irregulares, antes que el perfil geométrico regular que impone el destinatario. Aunque tal vez las irregularidades modifiquen el contorno, los límites apenas habrán cambiado.
Pues bien, lo que tiende a llamarse escritura femenina ha sido muchas veces, a mi parecer, el resultado de ese esfuerzo por contrarrestar, siquiera levemente, el poder, la influencia del destinatario masculino. No es posible entrar a fondo ahora en el debate sobre la escritura femenina, sobre si existe, sobre si ha de contraponerse a una escritura feminista, sobre si debe negarse tanto como la noción de autoría, etcétera. Con la mayor modestia voy a limitarme a ciertas convenciones que encontrarían tal vez una línea de unión entre Virginia Wolf y Clarice Lispector, y que señalan como un rasgo posible de la escritura femenina su voluntad, en palabras de Helene Cixous, de perforar el discurso.
No sabemos qué es la escritura femenina pero tendemos a identificarla con aquella que no considera el lenguaje como un mero instrumento sino como un problema, una cuestión en la que hay algo que averiguar o alguna dificultad. Hasta tal punto es así que en ocasiones se atribuyen rasgos femeninos a aquellos autores que efectúan esa misma operación.
Habrá quien diga que, en realidad, la escritura es eso, que cualquier autor que se precie ha cuestionado el lenguaje. La respuesta es que no siempre sucede así. Entre otros motivos porque mantener relaciones conflictivas con el instrumento que se utiliza puede ser fértil para ciertas observaciones y descubrimientos, pero impide otros. Quien, para huir, problematiza el lenguaje escapa un tanto del destinatario, le despista pero, al mismo tiempo, acepta la persecución. Por eso si existe la libertad en la escritura, ésta pasa por elegir, también, al destinatario.
Pondré un ejemplo de nuestros días: en los comienzos de este siglo XXI, Michel Houellebecq, considerado el enfant terrible de la literatura francesa, escribe en sus novelas cosas como: «Y entonces me di cuenta, con dulce incredulidad, de que iba a volver a ver a Valérie, y de que probablemente íbamos a ser felices». El destinatario de Houellebecq acepta la cursilería procedente de un hombre en la medida en que sea una excepción dentro de un texto cínico, pornográfico y conservador. Si una mujer quisiera pronunciar palabras parecidas sobre el amor tendría que ser aún más hábil y perforar el discurso acudiendo, por ejemplo, a una escritura compleja, en cierto modo hermética, pues de lo contrario perdería toda autoridad al ser, hoy por hoy, su capital en materia de autoridad menor que el de un escritor masculino.
En todo caso ambos, Houellebecq y la imaginaria autora, el uno con el cinismo y el discurso conservador, la otra con la complejidad y el hermetismo, no hacen sino plegarse al contorno que les marca el destinatario, obedecer a las prescripciones sobre aquello con lo que es posible bromear y aquello que es posible, pero sólo excepcionalmente, o bien de forma hermética, tomar en serio. ¿En qué medida uno y otro podrían no amoldarse sino quebrar por completo y dejar a un lado el perímetro que les marca el destinatario? En la medida, insisto, en que fueran capaces de abandonarle, abandonando a su vez la tribuna de la literatura integrada y dominante.
Volvamos ahora a Mujeres enamoradas. Creo que la mejor actitud con que podemos escuchar la conversación que irrumpe en ese libro es la actitud de descubrir a su destinatario. ¿Quiénes le impusieron los límites a Lawrence y por qué? ¿Qué temores tenían, que prejuicios?
D.H. Lawrence trató durante toda su vida de escapar del destinatario de esa literatura integrada y dominante, intentó salir de ese todo que pretendía absorberle y que estaba compuesto por los valores de una burguesía timorata tanto en cuestiones sexuales como sociales. Fue el suyo un propósito emprendido en solitario que apenas pudo culminar de forma parcial en sus primeras novelas y en la última.
Entretanto, padeció una persecución semejante a la que cuestiona la autoridad literaria femenina, una persecución que le obligó a problematizar el lenguaje para decir aquello que deseaba decir, al tiempo que le imponía unas preocupaciones y le obligaba a alejarse de otras.
Gudrun, una de las dos hermanas protagonistas de Mujeres enamoradas, camina, en una de las primeras escenas, por un barrio de mineros mientras piensa: «Si esto era vida humana, si estos eran seres humanos que vivían en un mundo aparte, entonces, ¿cuál era su mundo, fuera?». No unir los dos mundos nunca, no ponerlos en relación fue uno de los límites que el destinatario le impuso. Lawrence se recluyó en el mundo de fuera y desde allí intentó desesperadamente pisar el límite fijado por ese destinatario al que no había logrado abandonar. Por eso, porque procuró llegar lo más lejos posible, en este libro el límite se revela con nitidez. Y es interesante y mueve a la reflexión constatar cómo hoy autores célebres tipo Houellebecq continúan transitando por los mismos contornos que marcó Lawrence, si bien él lo hacía con lápices de grafito y arcilla mientras que hoy se usan bolígrafos con tinta gel de colores brillantes y visor transparente.
Prólogo a la novela Mujeres enamoradas, editada por De bolsillo