Joan Benach es profesor de salud pública y salud laboral en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y Carles Muntaner es catedrático de salud pública en la Universidad de Toronto. Ambos autores han publicado muchos trabajos científicos y de divulgación sobre varios asuntos de salud pública y las desigualdades en salud como la precariedad laboral, […]
Joan Benach es profesor de salud pública y salud laboral en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y Carles Muntaner es catedrático de salud pública en la Universidad de Toronto. Ambos autores han publicado muchos trabajos científicos y de divulgación sobre varios asuntos de salud pública y las desigualdades en salud como la precariedad laboral, las diferencias geográficas de la salud y el impacto que los factores políticos tienen sobre la salud. La reciente publicación de su libro Aprender a mirar la salud. Cómo la desigualdad social daña nuestra salud (Ed. Viejo Topo, 2005) nos ofrece la oportunidad de conversar con ellos.
Podíamos empezar, si os parece, por hacer algunas aclaraciones conceptuales. ¿Qué debería entenderse por salud pública? ¿Cuál sería su diferencia o posible relación respecto a la noción de salud privada?
Hay dos maneras diferentes de entender lo que se entiende por «salud pública». Una primera visión, restrictiva, que es la que la mayor parte de la población conoce, tiene que ver con la atención sanitaria y médica que se ofrece en los hospitales y los centros de salud públicos. En este sentido, la «sanidad pública» sería el conjunto de funciones, recursos y actividades que las administraciones ponen al servicio de los ciudadanos para diagnosticar, tratar, curar o paliar sus enfermedades y problemas de salud. Esa visión, suele contraponerse con la compra de servicios de salud de tipo privado que cada cual puede pagar en función de sus ingresos. La segunda visión de «salud pública» es más amplia y aún no ha arraigado lo suficiente en la conciencia popular, desde luego no en el estado español. En este caso, la salud pública hace referencia al campo académico y profesional que abarca el conjunto de actividades sociales destinadas a estudiar, investigar, proteger, promover y restaurar los problemas y causas de salud que afectan a la población o la comunidad. En ese sentido, los conocimientos y acciones que la salud pública realiza abarcan tanto a los individuos, como por ejemplo los servicios que presta una enfermera para cuidar a un enfermo en un centro de atención primaria o un hospital, como a la colectividad, como es el caso de las acciones para mantener la calidad de los alimentos y el agua que ingerimos o el aire que respiramos que caracterizan a la «salud ambiental», o de la mejora del medio y las condiciones bajo las que trabajamos que caracterizan a la «salud laboral». Seguramente, si eso fuera posible, para entendernos mejor debiéramos hablar de este tipo de salud pública como lo hacen los brasileños: como «saude colectiva», la salud de todos.
Querría haceros otra pregunta conceptual relacionada con lo que debemos entender por salud. Da la impresión de que cuando se escribe o habla de la salud muchas veces nos centramos en los factores o procesos biológicos y, en menor medida, en los psicológicos. ¿Podríais explicarnos un poco vuestra visión de qué se entiende por salud? ¿En que medida debemos tener también presente los factores sociales?
La pregunta plantea un tema complicado, que no es fácil contestar brevemente. La tarea de definir la salud es compleja y esquiva pensemos que hace unos años un estudio recopiló las distintas definiciones de salud señalando que ésta tenía cuando menos 18 dimensiones distintas. Es bien conocida la definición de salud realizada a mediados del siglo XX por la Organización Mundial de la Salud cuando señaló que la salud es «un estado de completo bienestar físico, mental y social y no sólo la ausencia de enfermedad». Años después, Jordi Gol, un gran médico que se designaba a sí mismo como «médico de personas», criticó y refinó esa visión al afirmar que salud era «aquella manera de vivir que es autónoma, solidaria y gozosa». Gol también señalaba que la salud y la enfermedad no deben separarse sino que de hecho son un continuo y que se puede estar enfermo de forma sana y se puede estar sano de forma insana. No obstante, junto a esas visiones «perceptivistas», otras varias definiciones han puesto el acento en la capacidad de los individuos para adaptarse y afrontar adecuadamente las diversas situaciones vitales. En conjunto, esas definiciones no pueden hacernos olvidar que la salud tiene necesariamente un componente social, económico y político muy importante y que la salud debe ser un derecho humano fundamental. Muchísimos estudios muestran con claridad como la pobreza, la desigualdad, la explotación, la violencia y la injusticia, tan presentes en el capitalismo y la globalización neoliberal, están en los orígenes de la mala salud y muerte prematura que sufre una enorme cantidad de personas. Así pues, si realmente se quiere conseguir que toda la población mejore sustancialmente su nivel de salud, inevitablemente habrá que cambiar de forma drástica muchas de las prioridades políticas y económicas actuales y habrá que cuestionar intereses muy poderosos.
En los países desarrollados suele decirse que la esperanza de vida y la salud de la población están mejorando. Sin embargo, en los últimos tiempos parece que estemos asistiendo a la aparición de nuevas enfermedades. ¿Es eso cierto? ¿Se trata de un fenómeno real?
Al igual que en el caso de la salud, tampoco es nada fácil definir que es una enfermedad y, claro, si no definimos bien una enfermedad, entonces no la clasificaremos ni la mediremos bien y tampoco será fácil cuantificar su evolución en el tiempo. De entrada podríamos decir que las enfermedades son desviaciones más o menos objetivas del bienestar fisiológico o psicológico. Ahora bien, aquí deberíamos aclarar dos aspectos relacionados con la forma en como cada sociedad percibe las enfermedades y en como éstas pueden definirse. En primer lugar, la percepción de qué significa sentirse enfermo es algo que cambia histórica y culturalmente, ya que un determinado problema puede o no corresponderse con los valores dominantes en una sociedad determinada. Por ejemplo, sólo en el año 1973 la homosexualidad dejó de ser catalogada en Estados Unidos como una enfermedad mental. Por otro lado, una determinada desviación o anormalidad puede hallarse tan extendida entre una población determinada que la misma no sea percibida como una enfermedad. Entre algunos pueblos indígenas mexicanos, el tracoma (una enfermedad que produce la ceguera) es tan frecuente que la comunidad no siente esta situación como una enfermedad.
En relación con la definición de las enfermedades, el tema tampoco es sencillo. Aunque es por supuesto cierto que los individuos enferman, las enfermedades no dejan de ser abstracciones, creaciones humanas que cambian históricamente a medida que tenemos un mayor conocimiento científico dentro de cierto contexto social. Por ejemplo, desde que el SIDA salió por vez primera a la luz pública en 1981 en Estados Unidos y en 1982 apareció la primera definición, ha habido dos definiciones más en los años 80 y otra más en los 90 a partir sobre todo de diversos criterios biológicos y clínicos. Claro, cada cambio tiene numerosas implicaciones ya que se altera el número y situación de quienes deben ser considerados enfermos lo cual tiene numerosas implicaciones sanitarias, económicas, legales, éticas y sociales. Ahora bien, hoy en día en los medios de comunicación aparecen constantemente fenómenos que suelen etiquetarse como «enfermedades» nuevas. ¿Qué decir de eso? Seguramente podríamos dividir esas enfermedades en tres tipos. En primer lugar, es cierto que en algunos casos estamos ante problemas patológicos reales como es el caso del descubrimiento de las enfermedades producidas por decenas de nuevos agentes infecciosos como los virus Marburgo o Ébola. Segundo, en otros casos vemos posibles problemas de salud que aun no está claro que deban ser etiquetados como enfermedades como ocurre con la fibromialgia, el síndrome de la fatiga crónica o el síndrome de la clase turista. Finalmente, en muchos otros casos no deberíamos en absoluto hablar de enfermedades sino de la creación de enfermedades imaginarias como la calvicie, la menopausia, el envejecimiento o la disfunción sexual femenina. Es sabido que las industrias farmacéuticas juegan un papel primordial en ese proceso al estar interesadas en crear, difundir y justificar enfermedades nuevas con las que hacer buenos negocios.
Creo que uno de las herramientas más utilizadas por la salud pública pero que aún se conoce muy poco popularmente es la ciencia de la epidemiología. ¿Cómo podríais definirla? ¿Podríais explicar cual es su utilidad?
En el segundo sentido que antes hemos apuntado, la salud pública es una disciplina inmensa, imposible de abarcar por un solo individuo o incluso por un grupo de especialistas ya que tiene que tener en cuenta lo social y lo individual, lo ambiental y lo laboral, lo sanitario y lo genético, lo legislativo, ético y político… y así podríamos seguir. En definitiva, la salud pública ha de tener en cuenta el conjunto de factores que inciden en mejorar o empeorar nuestra salud, en crear bienestar y calidad de vida, en prevenir la muerte prematura, la enfermedad o el malestar. Entre las muchas técnicas, instrumentos y ciencias que utiliza la salud pública destaca la epidemiología, a la cual podríamos definir como aquella ciencia que estudia las distribuciones y determinantes de los estados de salud con el objetivo de prevenir, vigilar y controlar los problemas de salud en las poblaciones humanas. Gracias a ella es posible identificar los problemas de salud de una comunidad, identificar los factores que incrementan el riesgo de adquirir la enfermedad, elucidar los mecanismos de transmisión de la enfermedad, predecir tendencias de la enfermedad, probar la eficacia de las estrategias de intervención o evaluar los programas de intervención. Según cual sea su objeto principal de estudio, podemos hablar de la epidemiología genética, la epidemiología de servicios sanitarios, o la epidemiología clínica, que seguramente son las especialidades actualmente dominantes. Gracias a la epidemiología ha sido posible saber, por ejemplo, que fumar, estar obeso o tener la tensión arterial elevada son importantes factores de riesgo para la salud. Sin embargo, algunos creemos que variables sociales como la clase social, el sexo, etc., constituyen deberían constituir un núcleo central de la epidemiología, ya que en caso contrario dejaríamos de lado causas de tipo social, económico y político que son fundamentales en la generación de la salud y la enfermedad.
Suele pensarse que la pobreza, y en general la falta de desarrollo económico, se relaciona con tener menor salud. ¿Qué hay de verdad en esa afirmación? ¿Es cierto que los países donde existe una gran desigualdad de ingresos la mortalidad es mayor que en aquellos cuya diferencia de rentas es menor?
Aunque la riqueza tiene una clara relación con la salud, no siempre se asocia a ella del mismo modo. A finales del siglo XX los países pobres tuvieron un nivel absoluto de ingresos de 200 dólares por persona y año en comparación con los 8.000 de los países ricos. Pues bien, se estima que en los países pobres un incremento del ingreso per cápita del 10% reduce las tasas de la mortalidad infantil y de la mortalidad en la infancia entre un 2 y un 3,5%. Ahora bien, el posible efecto sobre la salud de esa riqueza medida en valores absolutos se ve también influido por cada contexto. Por ejemplo, no es lo mismo poseer un nivel de renta mensual de 1500 € en un país tan pobre como Haití, que en Suiza, uno de los países más ricos del mundo. Aunque hoy en día el debate científico sigue abierto, parece que en los países pobres el aumento de la riqueza media se asocia fuertemente al aumento de la esperanza de vida mientras que, en cambio, los estudios muestran como en los países ricos una distribución más igualitaria de la riqueza se asocia con una mayor esperanza de vida.
En vuestro libro, vosotros citáis una frase de Bill Gates: «hoy el ciudadano medio disfruta de una vida mucho mejor que la que tuvo la nobleza unos siglos atrás» ¿Compartís esta opinión y el economicismo optimista que le subyace?
No cabe duda de que el bienestar, la salud y la calidad de vida de una parte de la población mundial han mejorado notablemente en los últimos siglos y, especialmente, desde la segunda guerra mundial. Sin embargo, la afirmación de Gates no tiene en cuenta cuando menos tres hechos: el primero, es que se trata de una afirmación ideológica que no se basa en información fidedigna ya que siglos atrás apenas si existían indicadores de salud por clase social. Pensemos que solamente en algunos países ricos se desarrollaron estadísticas por clase social fiables a partir de mediados del siglo XIX; el segundo punto es que los promedios, eso que Gates denomina el «ciudadano medio», esconden enormes desigualdades donde se mezclan personas como él, la más rica del mundo, con personas extremadamente pobres. En un mismo país hay regiones o barrios donde viven personas con niveles de riqueza y riesgos de tipo social, ambiental o personal para la salud muy distintos según cual sean su clase social, sexo o etnia; y el tercer punto es que cuando hablamos de salud y bienestar el tema no es sólo valorar cuanto hemos mejorado sino con respecto a quién, y en las últimas décadas multitud de estudios nos enseñan que las desigualdades sociales y las desigualdades en salud han aumentado notablemente como se ve, por ejemplo, cuando comparamos la desigualdad entre países ricos y pobres.
¿A que os referís exactamente cuando habláis de desigualdades en salud? ¿Podríais definirlas? ¿Por qué ese término no parece ser de uso muy común?
Las desigualdades en salud pueden definirse como aquellas diferencias en la salud que valoramos como injustas, innecesarias y evitables. Pongamos un ejemplo. Es injusto, innecesario y evitable que cada día mueran 30.000 niños y niñas en el mundo a causa de enfermedades que pueden técnicamente fácilmente prevenirse. Ahora bien, para referirse a situaciones de este tipo, los medios de comunicación utilizan a menudo las palabras «variación», «diversidad», «disparidad» o «desequilibrio», entre otras, en vez de hablar abiertamente de «desigualdad». Sin entrar ahora a valorar por qué ocurre eso, es importante que tengamos presente que el uso de las palabras que utilizamos no es nada inocente. No parece desde luego que fuera una casualidad que en el Reino Unido de los años ochenta, bajo el gobierno conservador de Margaret Thatcher, los investigadores preocupados por estudiar las desigualdades en salud fueron «instados» a estudiar las «variaciones» en salud. ¿Por qué? Porque entonces puede parecer que esas diferencias de salud hayan sido causadas por el azar o por razones difícilmente modificables.
¿Cuáles son pues las causas de esa desigualdad? ¿No hay detrás de ello la permanente y antigua discusión sobre lo heredado y los factores ambientales? ¿No podría sostenerse que los cambios sociales tienen muy poco efecto sobre los factores genéticos de cada individuo?
Aunque no hay duda que cuando hablamos de salud los factores genéticos deben ser tenidos muy en cuenta, éstos sólo juegan un papel relativamente menor en la salud comunitaria. Eso ocurre por varias razones. En primer lugar, porque las enfermedades que son exclusivamente genéticas, como son por ejemplo la distrofia muscular o la corea de Huntington (el llamado «mal de San Vito») sólo representan una pequeña proporción de los problemas de salud de la sociedad. Segundo, porque estos factores no actúan aisladamente sino en constante interacción con el ambiente, ya que una desventaja inicial genética en la predisposición a ser, por ejemplo, ser propenso a ser obeso o a padecer hipertensión arterial puede ser compensado mediante un cambio social adecuado ya que la predisposición genética casi nunca produce efectos inevitables. En tercer lugar, porque los cambios en el medio social juegan un papel muy importante en la producción de la enfermedad. Un ejemplo de ello podemos verlo en los países desarrollados a través del cambio progresivo de quienes más fuman y tienen más cáncer de pulmón desde las clases sociales más ricas hasta las más pobres. Y finalmente, podríamos añadir que a pesar del enorme alud de información sobre la importancia que los factores genéticos tienen sobre nuestra salud, el conocimiento actual es aún muy incipiente y mucho más incompleto de lo que sugieren los medios de comunicación.
Si me permitís que insista. ¿No podría ocurrir que, más allá de aquellos casos extremos de pobreza o exclusión social, las causas de las enfermedades radiquen realmente en otros factores de tipo biológico, o en las costumbres o hábitos culturales que realiza libremente cada individuo?
En la actualidad, lo que podríamos llamar la «ideología biomédica dominante» en la sociedad repite una y otra vez con gran insistencia en que las principales causas que producen los problemas de salud de las personas tienen que ver con factores biológicos o con elecciones «personales» como las prácticas dietéticas o el hábito de fumar. Sin embargo, ni los factores genéticos o biológicos explican las diferencias en la salud comunitaria, ni el tipo de alimentación o la adicción al tabaco de cada individuo dependen exclusivamente de una elección libre y personal sino de un complejo entramado de factores culturales, sociales y políticos presentes en cada comunidad. Entre ellos podríamos mencionar, por ejemplo, los tipos y características de la escuela y amigos, las costumbres y hábitos culturales de los familiares más cercanos, las condiciones de trabajo estresantes o, en un plano más general, la existencia o no de publicidad, o de las leyes o políticas preventivas que puedan existir en una sociedad dada. Estando todos esos factores presentes es difícil sostener que la salud se elija «libremente». De hecho, quienes estudiamos los determinantes de la salud pública o colectiva, sabemos que la salud de una comunidad determinada no depende sólo de la suma de las elecciones individuales de las personas sino, también en gran medida, de los múltiples condicionantes y necesidades sociales y políticos que configuran la forma de vivir, relacionarse, trabajar y enfermar de cada grupo social. Hoy en día, tres cuartas partes de la humanidad no parece que disponga de la opción de elegir con libertad factores relacionados con la salud tan importantes como seguir una alimentación adecuada, vivir en un ambiente saludable o tener un trabajo digno que no sea nocivo para la salud. Por tanto, podemos decir que la salud no la elige quien quiere sino quien puede.
Si las principales causas tienen un origen social y político, ¿a través de qué mecanismos enferma la gente? ¿De qué manera se producen las alteraciones biológicas -además de psicológicas y de otra índole- que sufrimos las personas cuando enfermamos?
Los seres humanos no somos máquinas biológicas. Cada individuo nace, vive, trabaja, se relaciona con los demás, enferma y muere fuertemente influido por el medio social que le rodea. No podemos entender a los individuos aisladamente, sin contar con su contexto familiar, cultural, comunitario y social, las enfermedades ocurren en seres humanos y como que éstos son animales sociales, las enfermedades necesariamente se convierten en fenómenos sociales e históricos. Quizás un ejemplo nos ayude a aclarar cómo lo social afecta a nuestra biología. Imaginemos una mujer mayor que llega al servicio de urgencias de un hospital con un infarto de miocardio. Aunque casi todos, médicos, enfermeras e, incluso, familiares, tendemos fijamos en los factores biológicos y clínicos relacionados con ese infarto, debemos también darnos cuenta que esa mujer expresa en su cuerpo todos los problemas y factores de riesgo que se han acumulado a lo largo de su vida. Esa mujer refleja en su biología y en su psicología su propia historia personal, la de su clase social y la de su sexo, y también la historia del colectivo social, la comunidad y el país en donde vive. Así pues, desde la vida intrauterina hasta la muerte, las personas incorporamos dentro de nuestro cuerpo, expresamos biológicamente, los distintos factores sociales que nos rodean.
En relación con los factores sociales, creéis que se reconoce en toda su dimensión la importancia de las enfermedades y problemas de salud asociados al trabajo? ¿Existe también la desigualdad en el mundo laboral?
Contrariamente a lo que algunos escritores o intelectuales posmodernos creen, el trabajo sigue ocupando un lugar central en la vida de las personas ya que determina no sólo nuestro sustento diario, nuestro grado de influencia social y nivel de vida, sino también nuestra salud. Las personas tenemos o no trabajo, trabajamos dentro, fuera del hogar o ambas cosas a la vez, tenemos o no tenemos contratos laborales y éstos son estables o temporales y en ocupaciones saludables, insalubres o peligrosas. No cabe duda de que en el siglo XXI el tipo de trabajo sigue enfermando y matando a los trabajadores y sigue afectando a sus familias. Pero además, el trabajo no sólo nos enferma y mata, también nos desgasta, deteriora y envejece. Por ejemplo, el «desgaste psíquico» se refiere no sólo a las enfermedades reconocidas por la psiquiatría sino también a enfermedades psicosomáticas y a una serie de sufrimientos, con frecuencia difíciles de definir y raramente reconocidos y estudiados, que van desde la fatiga al insomnio pasando por los dolores musculares, el malestar, la ansiedad o la insatisfacción. Otro aspecto a tener en cuenta es que el trabajo se produce en un contexto social poderosamente influido por las instituciones y las relaciones de poder. Los trabajadores pertenecen a clases sociales y sexos distintos, y la mayor parte de lugares de trabajo se organizan en forma jerárquica reflejando una distribución muy desigual en su nivel de control sobre el planeamiento y la ejecución de tareas. Las diferencias de poder de los trabajadores influyen profundadamente sobre la salud ya que éste determina, por ejemplo, qué tipo de trabajadores tendrán más posibilidades de ser despedidos, cuales estarán sometidos a un contrato precario, o quienes estarán expuestos a factores de riesgo dañinos para la salud.
En España las cifras hablan por sí mismas. Uno de cada ocho trabajadores sufra cada año algún tipo de accidente laboral, cada día se producen más de 2.700 lesiones laborales con baja y tres trabajadores mueren cada día por causas que se debieran prevenir. Se estima que alrededor de una cuarta parte de los trabajadores se halla expuesto a carcinógenos, una cifra que sobrepasa el 50% en los sectores de actividad más peligrosos y que cada año mueren más de 7.000 personas a causa del cáncer contraído por productos tóxicos en el lugar de trabajo. Estos ejemplos no son sino «síntomas» muy claros de las enormes deficiencias que existen en España en la organización del trabajo y en los sistemas de prevención de riesgos laborales. Pero además de eso, hay que hablar también de la desigualdad en salud laboral, un problema poco conocido que refleja una situación dramáticamente injusta. Pongamos tres ejemplos. Los trabajadores con contrato temporal tienen una probabilidad entre dos y tres veces superior de padecer una lesión por accidentes de trabajo respecto a quienes tienen un contrato permanente; segundo, casi el 52% de los trabajadores que realizan tareas manuales está expuesto a ruido (30,5% en las mujeres) comparado con sólo el 32% de trabajadores que efectúan un trabajo no manual (20,5% en las mujeres); y tercero, las mujeres de la limpieza están más afectadas por enfermedades como el asma o la bronquitis crónica, y padecen con una frecuencia tres veces mayor de padecer «mala salud» que las mujeres que realizan trabajos no manuales.
Hablemos un poco de las diferencias por sexos, otro aspecto que creo es muy relevante ¿Es cierto que las mujeres enferman más que los hombres? ¿No hay aquí una contradicción entre la afirmación de que la pobreza tiene nombre y rostro de mujer y el hecho de que las mujeres tengan mayor esperanza de vida por término medio?
Es cierto que las mujeres tienen una mayor esperanza de vida que los hombres. Ahora bien, dejando de lado que hay varias hipótesis que permiten explicar este hecho, la esperanza de vida es solo un indicador más de salud aunque desde luego es muy útil e importante. Sin embargo, como se ha dicho, la cuestión no es sólo añadir más años a la vida sino también dar más vida a los años. Así, cuando observamos otro indicador menos conocido como la esperanza de vida libre de incapacidad podemos ver como éste es igual en ambos sexos. En definitiva, las mujeres mueren después pero viven peor. Igualmente, al mirar otros indicadores de salud, lo que observamos es que las mujeres tienen más problemas de salud crónicos a lo largo de su vida. Pero además, en este punto hay que citar el hecho que han señalado investigadoras como la canadiense Karen Messing, que ha criticado parte de las ciencias de la salud al señalar que ésta suele hacerse con un «solo ojo», es decir, que muchos de los problemas de las mujeres son invisibles y faltos de datos e información. Eso ocurre tanto a nivel profesional como de investigación. Veamos algunos ejemplos. Con frecuencia la visión médica de los profesionales de la medicina esta sesgada, sin que tengan en cuenta las diferencias biológicas y sociales de las mujeres. Un estudio mostró como a igualdad de síntomas al entrar en un hospital, los tratamientos son distintos en hombres y mujeres y como éstas últimas seguían con menos frecuencia programas de rehabilitación tras tener un infarto, y también como a los 6 meses del ingreso las mujeres tenían el doble de mortalidad. Por otro lado, las encuestas de salud, una de las fuentes de información más importantes de que disponemos, muchas veces no preguntan, o preguntan poco, sobre cuestiones importantes para la salud de las mujeres como las relacionadas con el trabajo reproductivo o sobre problemas de salud que afectan más a las mujeres como la anemia, los problemas de tiroides, enfermedades de transmisión sexual, las migrañas, la artrosis o la depresión. En relación a la investigación científica en este campo hay que decir que con frecuencia es androcéntrica. Aún hay pocos estudios científicos sobre la violencia sexista, los temas relativos a la conciliación laboral y familiar, la interacción entre el sexo y la clase social, o tantos otros. Las mujeres participan en menos ensayos clínicos. Un ejemplo bien conocido es la investigación sobre enfermedades cardiovasculares donde durante años los datos de estudios hechos en hombres fueron simplemente extrapolados a las mujeres.
Ambos habéis investigado las desigualdades en salud en varios países entre los que se incluye España. ¿Podríais resumir cual es la situación actual del Estado español sobre este tema? ¿Podríais ofrecer algunos ejemplos de interés y algunas de las principales características de esa desigualdad?
El tema de la desigualdad en salud es preocupante y debería formar parte de forma prioritaria de la agenda política. En España, bastantes estudios científicos han mostrado su enorme impacto. Veamos varios datos y ejemplos para ilustrarlo. En relación a la mortalidad se estima que la desigualdad social produce la muerte de alrededor de 4 personas por hora, unas 35.000 personas al año, que sobre todo, se concentran en las comunidades más deprimidas como Andalucía y Extremadura. En otros ámbitos geográficos no conocemos si hay o no desigualdad no porque no pueda haberlas sino porque no hay estudios. En la ciudad de Barcelona, el lugar donde más estudios se han llevado a cabo, los distritos, barrios y áreas de salud muestran grandes diferencias: la esperanza de vida de los barrios más ricos es 10 años superior en los hombres y 6,5 años en las mujeres a la de los barrios más pobres. Los análisis por clase social muestran como a medida que se desciende en la escala social de forma progresiva empeora la salud y aumenta la frecuencia de enfermedades como el asma, la bronquitis crónica, la hipertensión arterial, o la diabetes. Por ejemplo, las mujeres que trabajan en la limpieza y el servicio doméstico tienen de dos a tres veces peor salud que las mujeres que realizan un trabajo de carácter no manual. Por otro lado, la frecuencia e intensidad de las conductas perjudiciales para la salud se manifiestan también de forma gradual entre las distintas clases sociales. Así, hábitos como hacer poco ejercicio físico, alimentarse inadecuadamente, fumar, o consumir alcohol en exceso, tienden a aumentar conforme descendemos en la escala social. Por ejemplo, entre los hombres de la clase social con mayores recursos es dos veces más probable el hábito de hacer ejercicio comparado con los hombres de menor nivel educativo. Detrás de todo ello se esconden un sinnúmero de problemas laborales y sociales como son la pobreza, la precariedad laboral o el desempleo. Pensemos que entre los desempleados los problemas de salud mental son 2 o 3 veces más frecuentes que entre quienes trabajan. A pesar de la gravedad de la situación, apenas si ha habido reacción por parte de las administraciones públicas y no existe un debate social y político absolutamente imprescindible. Estos datos no son secretos, han sido publicados en artículos científicos, libros de divulgación y periódicos. ¿Por qué pues ese olvido? La principal razón es seguramente que estamos ante un tema que, por su claro componente social y político, se sitúa en el centro de muchos intereses y conflictos.
Es conocido que la pobreza afecta a la salud y que los pobres enferman más y mueren antes que los más ricos pero vosotros habéis planteado otra interesante tesis: «Ser pobre y vivir en una zona rica puede ser más dañino para la salud que ser más pobre pero vivir en una zona pobre». De hecho en vuestro libro se sostiene que la esperanza de vida y la salud en general de los habitantes del Estado indio de Kerala son mejores que la de los habitantes negros de Estados Unidos. ¿Por qué?
Aunque a primera vista esta última afirmación puede parecer paradójica no lo es en absoluto. La salud de una comunidad, territorio, o país, se halla determinada en gran medida por los determinantes sociales, económicos y políticos que afectan a cada sociedad. El estado de Kerala en la India puso en práctica durante décadas -ahora las cosas parece que han cambiado- un amplio abanico de políticas sociales, sanitarias y educativas a través de una fuerte inversión pública social y sanitaria y la obtención de un elevado nivel de educación de las mujeres, una amplia disponibilidad de servicios de salud accesibles, una distribución igualitaria de alimentos, vacunación universal y una atención infantil efectiva. Por su parte, en Estados Unidos, a pesar de su riqueza, es un país con desigualdades sociales y sanitarias tan enormes que de hecho deberíamos mirar Estados Unidos como un país en cuyo interior existen «muchos países». Pensemos que en Estados Unidos el 1% de la población más rica tiene en sus manos cerca del 40% de la riqueza nacional y que el 40% más pobre tiene mucho menos del 1%. Un dato esclarecedor es el hecho de que algunos condados pobres de Estados Unidos tienen una esperanza de vida 17 años menor que los condados más ricos. Esa desigualdad se refleja dramáticamente en la salud como mostró hace años una investigación al señalar que era menos probable que los ciudadanos de raza negra de Harlem llegaran a los 65 años que los habitantes de un país tan pobre como Bangladesh. Así pues, es más duro sobrevivir en Harlem debido al alto nivel de explotación, exclusión y segregación que padece que en un lugar mucho más pobre como es Bangladesh.
¿Hay enfermedades de ricos y enfermedades de pobres? ¿Cómo se explica que el gasto total de la investigación sobre paludismo apenas alcance la mitad de lo que se invierte en investigaciones sobre el asma?
En las campañas de publicidad que realizan las compañías farmacéuticas se presentan a sí mismas como grandes promotoras de la salud de toda la población. Sin embargo, es obvio que su móvil principal son los beneficios que rinde la venta de productos y servicios a poblaciones con la suficiente capacidad de compra. Por ello, investigan sobre todo en fármacos rentables como el tratamiento de la impotencia sexual masculina, la calvicie o la obesidad o vacunas para prevenir el Alzheimer pero no enfermedades como el paludismo, ampliamente extendido en los países pobres. Entre 1975 y 1999, sólo 11 de los 1393 nuevos fármacos puestos al mercado por la industria farmacéutica correspondieron a enfermedades tropicales. Hoy en día se estima que más del 90% de la inversión en investigación se dedica a las enfermedades del 10% de la población mundial que goza del más elevado nivel social y económico. El resultado es que un tercio de la población mundial no tiene acceso a medicamentos esenciales para su salud.
En vuestro libro planteáis que «si todo el planeta consiguiera alcanzar el nivel de mortalidad infantil que hoy tiene Islandia (el más bajo del mundo en 2002), cada año podría evitarse la muerte de más de 10 millones de niños», ¿se trata de una utopía?, ¿de quién depende que se solucionen las tasas de mortalidad infantil en aquellos países más afectados?, ¿en qué alternativas podríamos pensar?
Si bien hoy en día el control o incluso la eliminación de un buen número de enfermedades comunes en la infancia es algo técnica y financieramente factible, millones de niños y niñas siguen muriendo en los países pobres a causa de enfermedades fácilmente prevenibles. ¿Cómo podemos valorar un hecho tan dramático como que no se actúe ante enfermedades o problemas de salud evitables como el sarampión o la diarrea? ¿Que opinaría la opinión pública de los países ricos si existiera un tratamiento efectivo que permitiera prevenir o curar el infarto de miocardio, el cáncer de mama o el sida y no se utilizara? Dado que las soluciones efectivas están disponibles y pueden ponerse en práctica con un coste económico asequible, la ignorancia o la pasividad no pueden tolerarse. Reducir la mortalidad infantil no es pues algo utópico o inalcanzable sino algo posible. Ahora bien, dado que los principales factores que condicionan la elevada mortalidad infantil y la de los ciudadanos y regiones más pobres derivan sobre todo de la desigual distribución de poder económico y social entre y dentro de los países, para remediar esta situación se requieren cambios políticos muy profundos y sobre todo un nivel de democracia y participación social muy superior al actual. En este sentido, un buen ejemplo alternativo es el programa de salud «Misión Barrio Adentro» que se lleva a cabo actualmente en Venezuela.
¿Qué características tiene ese programa? ¿Podríais darnos algunos detalles de la situación reciente en Venezuela?
El programa Barrio Adentro provee atención sanitaria gratuita para aproximadamente 17,5 millones de venezolanos excluidos (alrededor del 70% de la población) que previamente no tenían ningún acceso a la misma. La experiencia de Barrio Adentro se realiza según los principios de democracia participativa. El programa incluye la gestión participativa de salud integral por parte de los miembros de la comunidad, un aumento en el número de ambulatorios y la acción de los médicos que viven en el seno de las propias comunidades donde trabajan. Los comités locales de salud escogidos por los vecinos tienen el poder de contactar directamente con los gobiernos federal y local para pedir nuevos y mejores servicios para sus comunidades.
Situándose en una perspectiva global, ¿cuáles son los principales problemas de salud pública que afectan a la humanidad? ¿Dónde están las mayores urgencias?
La mayoría de personas que habitan el planeta no posee el mínimo bienestar material y social que les permita un desarrollo adecuado de su salud. Más de 800 millones de personas tienen hambre, 150 millones de niños tienen un peso menor del que corresponde a su edad y más de 10 millones de niños no alcanzan los 5 años de vida, dos tercios de las cuales son producidas por el sarampión, la diarrea, la malaria, la neumonía y la desnutrición. ¿En quién y dónde ocurre se localizan los problemas? En primer lugar, como es sabido, en los países pobres donde aproximadamente el 40% de los niños i niñas de dos años tienen una estatura menor de la que les corresponde y las tasas de mortalidad materna son, en promedio, 30 veces las de los países ricos. Si analizamos la situación social y económica del planeta, aunque mejor habría que hablar de que la humanidad vive en planetas diferentes, estos datos no nos extrañan: un 1% de la población acumula la misma cantidad de ingresos que varios miles de millones de personas pobres, y mientras el 20% más rico aumenta sus ingresos, el 50% más pobre se empobrece aun más en términos reales. De hecho, en el último medio siglo la cantidad de ricos se ha duplicado y la cantidad de pobres triplicado. Los datos son escandalosos. Doscientos cincuenta millones de niños y niñas transportan ladrillos, acarrean basura, rompen piedras o fabrican de sol a sol bombillas, alfombras, balones de fútbol. El valor anual de los productos para animales vendidos en Estados Unidos es cuatro veces mayor que toda la producción de Etiopía. A la vez, sin embargo, en el Tercer Mundo se asientan islas de privilegio y en los países ricos existen amplios núcleos de barrios marginados y entre un 7 y un 17% de pobres. En Estados Unidos, por ejemplo, el millón de hogares más rico posee 140 veces más riqueza que el millón más pobre. El 1% de la población más rica tiene en sus manos cerca del 40% de la riqueza nacional y el 40% más pobre tiene mucho menos del 1%. Así pues, los pobres, las clases sociales más desfavorecidas, los explotados, los trabajadores precarios, las mujeres, los desempleados y los emigrantes, son quienes sufren en carne propia la peor epidemia de nuestro tiempo: la desigualdad social. Tienen menos recursos económicos, menos poder en la toma de decisiones, peor atención sanitaria y están más expuestos a los factores de riesgo que empeoran su salud. Estos problemas son la consecuencia del capitalismo y la globalización neoliberal y la muy desigual distribución del poder político y económico y la explotación y el dominio de muchos por una minoría.
Podría pensarse que los temas de salud pública tiene una solución relativamente fácil: bastaría con que el Estado de Bienestar, independientemente del sistema económico capitalista, tomase cuenta de la situación y dedicase más medios a las zonas y capas afectadas. En definitiva, la cuestión se reduciría a ofrecer más recursos y actuar ante los más desfavorecidos. ¿Puede ser esta la solución que resuelva los problemas de salud? ¿Qué políticas de salud pública podrían mejorar la salud de las capas sociales y las zonas geográficas en peor situación?
La información y los estudios acumulados muestran de forma contundente como la salud comunitaria o poblacional depende, sobre todo, de la acumulación de los efectos producidos por las condiciones sociales y económicas sobre nuestras vidas. Sabemos que la desigualdad social no es buena para nuestra salud, sabemos que los más ricos y con más educación viven más y tienen mejor salud, sabemos que esa desigualdad persiste incluso en aquellas sociedades con la menor desigualdad de renta, la mejor educación pública, y el nivel de salud pública y servicios sanitarios más elevado, y también sabemos que una mayor igualdad social requiere una redistribución igualitaria de la riqueza que favorezca a quienes menos tienen. Por tanto, reducir las desigualdades en salud necesitamos, cuando menos, reducir las desigualdades en la riqueza mediante políticas fiscales progresivas y políticas sociales que reduzcan el desempleo, la precariedad laboral y la marginación y que incrementen el acceso y la calidad de la educación, la vivienda y los servicios sanitarios entre quienes más lo necesitan. Ahora bien, aunque sabemos que el principal determinante de la equidad en la salud es la justicia, la manifiesta desigualdad social que caracteriza al capitalismo existente contradice los mitos de progresiva libertad e igualdad con los que se quiere justifica el orden social existente. Así pues, si no se transforma la organización, la estructura socio-política y las desigualdades de poder que atenazan al planeta no será posible reducir la desigualdad en salud hasta niveles cuando menos aceptables. La pregunta que podemos hacernos es: ¿es posible eliminar o reducir globalmente la desigualdad a un nivel mínimo bajo un capitalismo que multiplica las injusticias y degrada al planeta, donde unos pocos países sobredesarrollados subdesarrollan a los países pobres, donde la explotación, dominio y discriminación son enormes? Aunque las políticas del Estado de Bienestar son imprescindibles, algunos estamos convencidos de que una reducción adecuada de la desigualdad no será posible bajo este capitalismo, y más que probablemente bajo cualquier otra forma de capitalismo.
¿Creéis que la izquierda con finalidad transformadora ha tomado suficiente nota de las cuestiones relacionadas con los asuntos que estamos tratando? ¿Cómo podemos y qué debemos hacer para «Aprender a mirar la salud» con una mirada que no permanezca ciega o esté obnubilada?
Hasta el momento, los temas de salud pública y la desigualdad en salud son aún muy poco conocidos por la ciudadanía. A ello no es nada ajeno la omnipresente visión biomédica dominante que hemos comentado que hace que la inmensa mayoría de la población y los profesionales sanitarios vean la salud como algo biológico, relacionado con la atención sanitaria o, en todo caso, con eso que se denomina «estilos de vida». Con muy pocas excepciones, hasta ahora ni los partidos políticos, ni los sindicatos, ni los movimientos sociales ciudadanos han percibido las desigualdades de salud como un tema fundamental que tiene sus raíces y sus soluciones en la sociedad y la política. De hecho, incluso en el mundo académico ocurre algo curioso ya que quienes estudian los problemas de salud suelen olvidarse sistemáticamente que también se trata de un fenómeno social, mientras que sociólogos y politólogos tratan los temas sociales sin analizar la salud sin darse cuenta de que los temas de salud son sobre todo temas sociales y políticos. Es por ello, que nos parece que sobre este tema debe hacerse una gran labor de pedagogía. Cualquier transformación social profunda tiene su origen -inicialmente al menos- en otra manera de mirar la realidad. Pues bien, en la actualidad puede decirse que en el planeta la pobreza, la exclusión social y la desigualdad en salud son inmensas, escandalosas, mucho mayores de lo que vemos o de lo que imaginamos. Sólo con buena información, capacidad crítica, reflexión, y un cambio notable de valores es posible ver la salud de otra manera. En un tiempo como el que vivimos donde todo se comercializa y la barbarie y el pragmatismo todo lo invaden, donde se manipula la información, se falsea la historia y casi todo se maquilla, es preciso preservar el sentido del horror y de la realidad. Por otro lado, denunciar el problema como hace el Banco Mundial para luego hacer acciones que favorecen el desarrollo de un capitalismo aún más salvaje no es ninguna solución, hacen falta alternativas reales. En los balbuceos del nuevo siglo que comienza, es preciso un compromiso personal y colectivo real con el derecho a la prevención de la enfermedad y a la protección y promoción de la salud que deben tener todos los habitantes de nuestro planeta. Hacerlo es posible, no caben excusas.
Para finalizar, ¿qué ideas os gustaría destacar por encima de todo en relación con la situación de desigualdad en salud que vive el planeta?
La globalización capitalista actual ha ensanchado las desigualdades sociales y de salud hasta extremos jamás conocidos en la historia. Hoy en día, entre un 10% y un 20% de la población mundial vive con niveles materiales muy elevados, explotando y protegiéndose de quienes no tienen o tienen muy poco. Un poder tan desigual beneficia o daña muy desigualmente la salud de las gentes. Así pues, el bienestar y la salud de unos pocos se alimenta del sufrimiento y la mala salud de muchos. Tras la actual globalización neoliberal lo que está en juego es la salud y el bienestar de las personas. Tras un complicado, y a menudo oculto, entramado de intercambios, intereses y conflictos desiguales, los gobiernos, las instituciones internacionales y las empresas más poderosas toman cada día miles de decisiones comerciales, financieras, militares, y sociales que defienden a unos pocos privilegiados y determinan -aunque no seamos conscientes de ello- la enfermedad y la muerte de millones de seres humanos. Si a lo largo de la historia cada civilización ha creado sus propias enfermedades y sus propias epidemias, en la actualidad nuestra enfermedad más importante, nuestra epidemia más devastadora, no es la tuberculosis, la malaria, el sida, el cáncer de pulmón o las enfermedades cardiovasculares sino la desigualdad social que produce esas y otras enfermedades.
(*) Entrevista publicada parcialmente en la revista española El Viejo Topo. Diciembre del 2005, nº 214-215, pp. 28-35.