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«La restauración monárquica nacía elitista, selectiva y desconfiada ante la voluntad popular libremente expresada. Surgía del caciquismo de los clanes y castas del franquismo, que se ampliaba a los caciques de la oposición, ávidos de tocar poder (…) No obstante, tenía una ventaja sobre el modelo a imitar, aquél de 1874, es que en esta ocasión la llamada ala liberal, frente a la conservadora, era más amplia, pues comprendía también a la izquierda histórica, una izquierda que renunciaba a todo lo que la definía como tal»
Pablo Castellano (exdirigente del PSOE, del PASOC y de IU)
Soy hijo de la Transición. Nací cuando el nuevo Régimen estaba ya consolidado, en plena era felipista. Crecí oyendo hablar de ella, siendo adoctrinado, aprendiendo a adorar aquel proceso político mitificado. Desde el púlpito televisivo, desde el sillón del maestro, la gran mentira cuajó en mí, y en mis compañeros de generación. No conocimos a Franco, ni siquiera a Suárez, España ya había transitado cuando vinimos al mundo.
Ahora otro aniversario revive aquella época. De nuevo, alabanzas y parabienes al consenso, reverencias al monarca, y recuerdo cariñoso del duque de Suárez. Todo sea por la Constitución, todo por la democracia. Morralla, basura informativa, sumisión al poder, pena de país.
En medio de la ficción caramelizada, dos antiguos prohombres de la UCD confiesan el delito: el principal objetivo de la Transición fue reducir a mínimos el potencial social, obrero y electoral del PCE. Para ello, fabricaron una ley electoral anticomunista y financiaron al PSOE. Ya no nos pueden llamar conspiranoicos, Herrero de Miñón y Calvo-Sotelo han cantado.
Ganaron, volvieron a ganar. De hecho, no han perdido desde el 18 de julio. El herrumbroso andamiaje de la dictadura obstaculizaba las perspectivas europeas del capital. El invento franquista ya no les servía. Había que renovar el Estado, siguiendo siempre parámetros lampedusianos. Evitar la República, apostando por la Monarquía heredera del dictador.
Uno de los puntales de esta estrategia fue el meteórico resurgimiento del PSOE, a cuenta de alemanes y yanquis, con discurso rupturista e intenciones reformistas. El PSOE de Suresnes renunció a Pablo Iglesias y se encargó de arrinconar al PCE. La clase política franquista se dividió en varios partidos, desde el centro derecha al fascismo más irredento. El búnker ejerció de asustaviejas, sus cachorros actuaron como bandas parapoliciales, reventando manifestaciones y asesinando izquierdistas.
El PCE abandonó el rupturismo, acató la Monarquía, jugando al posibilismo. La disciplina de partido, el centralismo democrático, condicionaron la actuación política de muchos militantes comunistas disconformes con el carrillismo. La extrema izquierda, abanderada del republicanismo, fue perseguida y diezmada, emigrando sus cuadros dirigentes al PSOE en los ochenta.
ETA animó el ruido de sables, mientras crecía el apoyo ciudadano a la izquierda abertzale. Desmovilizado el movimiento vecinal, calmadas las universidades, contentos los sindicatos con la legalidad y la posibilidad de negociar con el patrón, la Transición fue triunfando. Con el paso del tiempo, gente cómo Marcelino Camacho o Julio Anguita han reconocido que aquello constituyó una evidente derrota de las fuerzas populares.
Algunos rumores de golpe militar quizás fueron difundidos desde los propios partidos de izquierda, ávidos de justificarse ante su honrada y leal militancia. Lo cierto es que el sector más duro del franquismo no estaba contento con el rumbo de la Transición, demasiado liberal para su gusto. Estos factores cristalizaron el 23 de febrero de 1981, cinco años después de la muerte del Generalísimo, en la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como presidente del gobierno.
Numerosos indicios, desvelados por militares disidentes como Juan Alberto Perote o Amadeo Martínez Inglés, señalan que la toma del Congreso fue una farsa y el propio Tejero un pelele, dirigido por instancias superiores. Una operación de envergadura, que rectificó el camino que empezaba a recorrer el nuevo Régimen. Una operación que debilitó el poder autonómico y facilitó la victoria socialista en 1982, a costa del desmoronamiento de la UCD.
Parece que Adolfo Suárez, principal arquitecto de la Transición, quiso volar sólo, no respetó los compromisos adquiridos, intentó independizarse de la tutela imperialista. Decidió ser el De Gaulle español, un derechista sutilmente enfrentado al Imperio, formar parte del mundo no alineado, establecer relaciones más fuertes con el bloque socialista. Y, casualidades del destino, los barones ucedistas empezaron a rebelarse, se revolvió el gallinero del centro, decayó el favor regio, y llegó la dimisión de un Suárez amenazado y vencido. Washington no paga traidores.
La ultraderecha se diluyó en el pozo de AP, ETA siguió matando, España votó masivamente al PSOE. Los mismos que habían rechazado la OTAN ratificaban nuestra entrada en esa alianza terrorista, a la vez que organizaban el GAL. El PCE fundaba Izquierda Unida, como un proyecto unitario que agrupaba a las distintas sensibilidades anticapitalistas. Felipismo, guerra sucia, corrupción. Pero eso, es otra historia.
El golpe del 23-F triunfó, aunque los cortesanos nos digan lo contrario. Se desarticuló la opción Suárez y a la izquierda le metieron el miedo en el cuerpo. España amaneció juancarlista aquel 24 de febrero. El trabajo estaba hecho, la República olvidada, los criminales franquistas amnistiados, España en la OTAN, la verdadera libertad agonizante en el vertedero de la Transición.
Juan Carlos de Borbón, digno sucesor del gallego, venció. El pueblo soberano, se dejó engañar, se dejó ganar. La Transición devino en dogma. La democracia, en quimera. La dinastía Borbón, expulsada en dos ocasiones del solar patrio (1868 y 1931), volvió a legitimarse. Como antaño, los espadones al servicio de la Corona. La República ha muerto, viva el Rey.