El agua ha sido considerada comúnmente como un recurso renovable, cuyo uso no se veía limitado por el peligro de agotamiento que afecta, por ejemplo, a los yacimientos minerales. Los textos escolares hablan, precisamente, del «ciclo del agua» que, a través de la evaporación y la lluvia, devuelve el agua a sus fuentes para engrosar […]
El agua ha sido considerada comúnmente como un recurso renovable, cuyo uso no se veía limitado por el peligro de agotamiento que afecta, por ejemplo, a los yacimientos minerales. Los textos escolares hablan, precisamente, del «ciclo del agua» que, a través de la evaporación y la lluvia, devuelve el agua a sus fuentes para engrosar los ríos, lagos y acuíferos subterráneos… y vuelta a empezar.
Y ha sido así mientras se ha mantenido un equilibrio en el que el volumen de agua utilizada no era superior al que ese ciclo del agua reponía. Pero el consumo de agua se ha disparado: a escala planetaria el consumo de agua potable se ha venido doblando últimamente cada 20 años, debido a la conjunción de los excesos de consumo de los países desarrollados (ver Consumo responsable) y del crecimiento demográfico, con las consiguientes necesidades de alimentos.
La Conferencia de Mar del Plata, Argentina, celebrada en 1977, constituye el comienzo de una serie de actividades globales en torno al agua que trataban de contribuir a nivel mundial a cambiar nuestras percepciones acerca de este recurso y a salir al paso de un problema grave y creciente que afecta cada vez más a la vida del planeta. Como se señala en el Primer Informe de Naciones Unidas sobre el Desarrollo de los Recursos Hídricos del Mundo: «De todas las crisis, ya sean de orden social o relativas a los recursos naturales con las que nos enfrentamos los seres humanos, la crisis del agua es la que se encuentra en el corazón mismo de nuestra supervivencia y la de nuestro planeta». Es necesario recordar a este respecto que aunque el agua es la sustancia más abundante del planeta solo el 2,53% del total es agua dulce, el resto agua salada.
La lista de conferencias y acuerdos internacionales que han tenido lugar a lo largo de las tres últimas décadas resulta ilustrativa de la creciente gravedad de la problemática del agua, situándola en el centro del debate sobre el desarrollo sostenible. Así, en el Segundo Foro Mundial del Agua, reunido en Holanda en el 2000, se alertaba de que la agricultura y ganadería consumían el 70-80% del agua dulce utilizada en el mundo, con una responsabilidad muy particular de las técnicas intensivas de los países desarrollados: «para producir un solo huevo en una granja industrial hacen falta 180 litros de agua: esto es 18 veces más de lo que tienen a su disposición cada día los pobres de la India» (Riechmann, 2003). Este crecimiento del consumo ha llevado, por ejemplo, a una explotación de los acuíferos subterráneos tan intensa que su nivel se ha reducido drásticamente. Como advierte Jorge Riechmann (2003), «a escala mundial, algunas regiones agrícolas (como las llanuras del norte de China, el sur de las Grandes Llanuras de EEUU, o gran parte de Oriente Próximo y el norte de África) están extrayendo aguas subterráneas más rápido de lo que el acuífero puede recargarse, una práctica obviamente insostenible». (…) La sobreexplotación de los acuíferos los daña en muchos casos irreversiblemente, ya por intrusión marina si nos hallamos cerca de la costa (lo que provoca su salinización), ya por compactación y hundimiento de sus estructuras».
Pero no se trata sólo de las aguas subterráneas: se ha tomado tanta agua de los ríos que, en algunos casos, su caudal ha disminuido drásticamente y apenas llega a su desembocadura, lo cual acaba produciendo irreversibles alteraciones ecológicas: pensemos que muchos peces desovan en el agua dulce que los ríos introducen en el mar y que muchas especies precisan de los nutrientes que esas aguas acarrean. Un caso extremo lo constituye la desaparición del mar de Aral, en el territorio de la antigua Unión Soviética, causada por la desviación de las aguas de los dos ríos que lo alimentaban para irrigar a gran escala el cultivo del algodón, que algunos califican como «la mayor catástrofe ecológica de la historia» (Chauveau, 2004).
Junto a este crecimiento explosivo del consumo del agua se ha producido y se sigue produciendo una seria degradación de su calidad debido a los vertidos de residuos contaminantes (metales pesados, hidrocarburos, pesticidas, fertilizantes…), muy superior a tasa o ritmo de asimilación de los ecosistemas naturales. Son conocidos, por ejemplo, los efectos de los fosfatos y otros nutrientes utilizados en los fertilizantes de síntesis sobre el agua de ríos y lagos, en los que provocan la muerte de parte de su flora y fauna por la reducción del contenido de oxígeno (eutrofización). Unos dos millones de toneladas de desechos son arrojados diariamente, según el Informe de Naciones Unidas sobre el Desarrollo de los Recursos Hídricos del Mundo, en aguas receptoras. Se estima que la producción mundial de aguas residuales es de aproximadamente 1500 km3 y asumiendo que un litro de aguas residuales contamina 8 litros de agua dulce, la carga mundial de contaminación puede ascender actualmente a los 12000 km3, siendo las poblaciones pobres las más afectadas, con un 50% de la población en los países en desarrollo expuesta a fuentes de agua contaminadas.
La Comisión Mundial del Agua ha alertado además del drástico descenso de los recursos hídricos provocado también por la degradación ambiental y, muy concretamente, por la deforestación y la pérdida de nieves perpetuas fruto del cambio climático: la lluvia ya no es retenida por la masa boscosa, ni tampoco en forma de nieve, lo que favorece la erosión y desertización. En el 2000 las reservas de agua en África eran la cuarta parte de las que existían medio siglo antes y en Asia y en América Latina un tercio y siguen disminuyendo mientras crecen la desertización y las prolongadas sequías. Y denuncia que 1200 millones de personas carecen de agua potable, mientras que a 3000 millones les falta agua para lavarse y no tienen un sistema de saneamiento aceptable. Tocamos así un segundo problema: el de los graves desequilibrios en el acceso al agua: como promedio, cada habitante de la Tierra consume 600 metros cúbicos al año, de los que 50 son potables, lo que supone 137 litros al día. Pero un norteamericano consume más de 600 litros al día y un europeo entre 250 y 350 litros, mientras un habitante del África subsahariana tan solo entre 10 y 20 litros (Chauveau, 2004). De los 4400 millones de personas que viven en países en desarrollo, casi tres quintas partes carecen de saneamiento básico y un tercio no tienen acceso al agua potable. En consecuencia, en las últimas décadas del siglo XX hemos asistido a un fuerte rebrote de las enfermedades parasitarias asociado a las dificultades de acceso al agua potable y a carencias en los servicios de salud. La mayoría de los afectados por mortalidad y morbilidad relacionadas con el agua son niños menores de cinco años y como señala el informe de Naciones Unidas sobre el Desarrollo de los Recursos Hídricos del Mundo: «la tragedia es que el peso de estas enfermedades es en gran parte evitable».
Al propio tiempo, como se señala en la Declaración Europea por una Nueva Cultura del Agua, reproducida en la web http://www.unizar.es/fnca/presentacion1.php, de la Fundación Nueva Cultura del Agua, «el hecho de que más de 1.100 millones de personas no tengan garantizado el acceso al agua potable y de que más de 2.400 millones no tengan servicios básicos de saneamiento, mientras la salud de los ecosistemas acuáticos del planeta están al borde de la quiebra, ha sido el detonante de crecientes conflictos sociales y políticos en el mundo».
El problema del agua aparece así como un elemento central de la actual situación de emergencia planetaria (Vilches y Gil, 2003) y su solución sólo puede concebirse como parte de una reorientación global del desarrollo tecnocientífico, de la educación ciudadana y de las medidas políticas para la construcción de un futuro sostenible, superando la búsqueda de beneficios particulares a corto plazo y ajustando la economía a las exigencias de la ecología y del bienestar social global (Ver crecimiento económico y sostenibilidad).
Conviene destacar que las posibilidades técnicas para resolver muchos de los problemas que hemos ido mencionando ya están disponibles. Existen, por ejemplo, numerosas técnicas para determinar la calidad de las aguas, los elementos y compuestos tóxicos que pueden tener, los microcontaminantes, basadas en las orientaciones de la OMS de límites permitidos para el agua destinada a la alimentación. También hay tecnologías contrastadas de tratamiento de aguas residuales, depuración de vertidos industriales, etc. Hay tecnologías sostenibles que no sólo procuran disminuir la contaminación, sino que tratan de prevenir los problemas. Y existen unos principios básicos fundamentales recomendados para los proyectos tecnológicos de depuradoras, basados en la máxima reutilización de aguas limpias y semilimpias, reducción de caudales, separación inmediata de residuos donde se producen, sin incorporarlos a las corrientes de desagüe, para tratarlos separadamente, etc.
También en lo que se refiere a impedir el agotamiento de los recursos de todo tipo (aguas subterráneas, bancos de pesca…) las técnicas y los planes de actuación ya están previstos y cuentan con formas de control extremadamente fiables, que van desde la vigilancia vía satélite al análisis genético de las capturas.
Por otra parte, estudios fiables de muy diversa procedencia (PNUD, Banco Mundial…) han mostrado que con inversiones relativamente modestas -apenas 9000 millones de dólares- habría agua y saneamiento para todos. En realidad bastaría con el 5% del gasto militar para lograr la reducción de la pobreza extrema con sus secuelas de enfermedad, hambre, analfabetismo…
Lo que falta, pues, es decisión responsable para llevar adelante los cambios necesarios. Algo que exige impulsar la educación para la sostenibilidad y, como parte de la misma, una Nueva Cultura del Agua: «Para asumir este reto se precisan cambios radicales en nuestras escalas de valores, en nuestra concepción de la naturaleza, en nuestros principios éticos, y en nuestros estilos de vida; es decir, existe la necesidad de un cambio cultural que se reconoce como la Nueva Cultura del Agua. Una Nueva Cultura que debe asumir una visión holística y reconocer las múltiples dimensiones de valores éticos, medioambientales, sociales, económicos, políticos, y emocionales integrados en los ecosistemas acuáticos. Tomando como base el principio universal del respeto a la vida, los ríos, los lagos, las fuentes, los humedales y los acuíferos deben ser considerados como Patrimonio de la Biosfera y deben ser gestionados por las comunidades y las instituciones públicas para garantizar una gestión equitativa y sostenible» (http://www.unizar.es/fnca/presentacion1.php).
Referencias bibliográficas en este resumen
CHAUVEAU, L. (2004). Riesgos ecológicos. ¿Una amenaza evitable? México: Ediciones Larousse S.A.
RIECHMANN, J. (2003). Cuidar la Tierra. Políticas agrarias y alimentarias sostenibles para entrar en el siglo XXI. Barcelona: Icaria Editorial S.A.
VILCHES, A. y GIL, D. (2003). Construyamos un futuro sostenible. Diálogos de supervivencia. Madrid: Cambridge University Presss. Capítulos 3 y 10.
Cita recomendada
VILCHES, A., GIL PÉREZ, D., TOSCANO, J.C. y MACÍAS, O. (2006). «Nueva cultura del agua» [artículo en línea]. OEI. [Fecha de consulta: dd/mm/aa].