La conocida como Ley de la Memoria está dejando sobre la mesa muchas preguntas inquietantes sin respuesta que podrían resumirse en una con doble enunciado: ¿Qué pasa en este país? ¿Por qué un Gobierno legítimamente votado por millones de españoles a punto probablemente de revalidarse y volver a gobernar (a la vista está cómo la […]
La conocida como Ley de la Memoria está dejando sobre la mesa muchas preguntas inquietantes sin respuesta que podrían resumirse en una con doble enunciado: ¿Qué pasa en este país? ¿Por qué un Gobierno legítimamente votado por millones de españoles a punto probablemente de revalidarse y volver a gobernar (a la vista está cómo la oposición se autodestruye) tiene que andar tirando la piedra y escondiendo la mano en un asunto que mayoritariamente respaldan los españoles?
Y no vamos a caer en la trampa tonta de los bobalicones que están deseando titulares como: «Una ley que no convence a nadie», etc. a los que nos tienen tan acostumbrados cuando se trata de tirar piedras a cualquier gobierno que no sea de la derecha. No es eso, no; es otra cosa, algo de verdad profundo. Yo me alegro de que se haga una ley y me alegro de que se haya superado el primer texto impresentable que era un punto y final, vinagre y sal en las heridas una vez más, complicidad aunque fuera sin querer con los que pretenden la impunidad. Yo me alegro de la voluntad de este gobierno de Zapatero (que me consta) de ir avanzando. Sin embargo, lamento aspectos fundamentales del texto, en el fondo y hasta en la forma.
Me inquieta que se deje lo fundamental a la burocracia, a la capacidad de asociaciones, a la interpretación de los jueces, al esfuerzo personal, al albur de la suerte de tantos y tantos españoles, algunos enterrados en fosas comunes todavía (que, por cierto, tendrían que ser declarados lugares intocables de la memoria). De que tengan o no parientes que les rescaten dependerá que sus huesos se pierdan o no en cualquier rincón; de que las víctimas y sus descendientes tengan recursos o conocimientos para seguir adelante reclamando Justicia con mayúsculas, dependerá que ésta se haga y verifique, de que todos los intervinientes e intermediarios en el laberinto que se ahora se abre sean hombres y mujeres de bien y no les muevan bastardos intereses dependerá que otros 70 años después, al hacer balance, concluyamos que algunos españoles han tenido padrinos, buena estrella, lo que sea y han sido reconocidos sus derechos. Muchos más seguirán en el olvido. Está claro que 70 años después o cuando sea, también esta ley y este momento pasarán la prueba de la balanza, esa en la que los egipcios pesaban el alma y la pluma.
No se ha cogido al toro por los cuernos con esta ley. Las precauciones que se palpan me dan miedo.
Y eso que sólo nos encontramos en la fase primera con un retraso por cierto de 30 años: el intento de reparación de las víctimas de un golpe de Estado y un genocidio durante la guerra y la dictadura.
Cuando ya tendría que haberse abordado a fondo la cuestión inapelable de la impunidad, aún nos encontramos con una condena del franquismo tratada con guante de seda, desde una patente distancia de la generalización de cuestiones obvias: «Nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios…. Lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad». Pues faltaría más. La redacción es para analizar en una tesis doctoral. Como si la cosa no fuera casi con nosotros. Claro que al no hablar a calzón quitado pues se evita tener que pensar siquiera que el golpe de Estado no fue para imponer convicciones de ninguna clase sino por intereses económicos claros y concretos de terratenientes, Iglesia y «nobleza». Por si no quedara a salvo de ser tildada con algún san benito de esos de la Inquisición, la «condena» se parapeta en otras declaraciones y en Europa.
Será en otros países europeos donde tengamos que matricularnos para que nos enseñen bien nuestra historia y serán los Tribunales Internacionales los que digan la última palabra.
70 y tantos años después de las atrocidades, el pueblo español está sumido en una especie de enfermedad colectiva de miedos, falsas creencias, papeles cambiados… Lo que hace que las víctimas apenas se atrevan a reclamar (que lo tengan que hacer ya es un síntoma), que haya supuestos derechos de determinados personajes a seguir teniendo no la última palabra sino la única palabra, esos que se proclaman a título individual estabilizadores de España, patriotas (algunos confunden el patriotismo con el fascismo y no han leído a Garfias, Aub ni a tantos otros, claro porque nuestros mejores hombres de la cultura siguen en fosas comunes de la memoria a ver si cuela y como pasó con la herencia de cultura árabe y judía nos seguimos conformando con una España ruda, torpe y orgullosa de su ignorancia que es la que esos sujetos nos proponen). Afortunadamente están empezando a aparecer estudios psicológicos que explican muy bien todo esto.
Las fosas comunes las tiene que abrir el Estado con los impuestos de todos, las telarañas del pasado las tenemos que limpiar todos y a los exiliados y descendientes del exilio y todos los que lucharon contra el fascismo por la República, por la democracia o fueron perseguidos, los tenemos que buscar allá donde estén y repatriar, pedirles por favor que vuelvan que son nuestro activo, que son España y cuando lleguen rendirles homenaje. Su nacionalidad española no tiene que ser una posibilidad sino una realidad automática y una necesidad para el conjunto pues recuperar a la España forzada a estar fuera es hacer España y construir ese futuro con todos, para todos, que aún no tiene sentadas las bases correctas, en absoluto.
«El pasado es pasado», dice una editorial de El País. No, caballeros de la prensa: el pasado sigue en el presente porque el pasado constantemente se pretende cerrar en falso, falsear, tapar, tergiversar.
Pero es imparable el esclarecimiento de la historia, los historiadores jóvenes son un ejemplo de imparcialidad y compromiso con la verdad. No hay más que ver la diferencia de perspectiva, el rigor de sus conclusiones. Señores que se den por aludidos: ya no se puede escribir la historia al dictado ni interesadamente. No somos tontos.
Los libros de texto tienen que recoger la verdad; en todos los colegios públicos y subvencionados debe explicarse qué ha pasado aquí. Es imparable la ola de ansias de saber, de querer reconciliarnos unos con otros de una vez pero sin exclusiones, sin imposiciones intolerantes, sin tutorías infantiles por parte de los sabios intérpretes de lo correcto, algunos de los cuales desde el periodismo, la política o cualquier ámbito se van descubriendo ahora, por cierto, en su verdadero ser cuando ya están jubilándose, después de haber vivido a cuerpo de rey representando el papel equivocado con el que nos han equivocado a todos y nos han hecho comulgar con ruedas de molino.
Es imparable que sigamos investigando y sabiendo y diciendo porque la verdad no se ha escrito. ¿Nos van a fusilar otra vez? Pues «volveremos y seremos millones», señores de la política que quieran seguir guardando la ropa y señores de la reacción que quieren seguir acogotando y encima llevándose los honores. Pues no.