Isabel fue una vocacional estudiante de farmacia. Amaba la ciencia. Cursó estudios en la Universidad de Barcelona. Después de diversos trabajos, logró ser contratada por unos grandes laboratorios farmacéuticos. Tenía, tiene, 37 años. Su perfil profesional encajaba con las necesidades de la empresa. El período de prueba duraba seis meses. El […]
Isabel fue una vocacional estudiante de farmacia. Amaba la ciencia. Cursó estudios en la Universidad de Barcelona. Después de diversos trabajos, logró ser contratada por unos grandes laboratorios farmacéuticos. Tenía, tiene, 37 años. Su perfil profesional encajaba con las necesidades de la empresa. El período de prueba duraba seis meses.
El 17 de mayo de 2007 se encontró indispuesta. Tenía náuseas. Pudo coger la baja y evitarse complicaciones pero quiso ser veraz y notificó su situación a la dirección de los laboratorios. Estaba embarazada, esperaba gemelos a finales de año. Se alegraron, dijeron que se alegraban.
Una semana más tarde recibió una carta de despido. No daban ninguna explicación. No era necesario. Faltaban veinte días para que superara el período de prueba.
Isabel conjetura que los responsables de personal pensaron que si esperaban más tiempo alcanzaría los seis meses. Echaron cuentas. Calcularon, razonaron. Podía faltar, teniendo en cuenta su edad y el tipo de embarazo, dos o tres mes, o a lo mejor 15 días. O ninguno claro está. Depende, todo depende. Sumados a los cuatro meses de descanso tras el parto, representaban más de medio año en alguno de sus cómputos. Tendría que ser sustituida durante ese tiempo. El coste de la sustitución, calcularon, haría disminuir los objetivos y beneficios de los laboratorios. Un 0,003%, aproximadamente. El perfil de Isabel ya no encajaba en el modelo laboral de aquellos laboratorios.
Pero hay muchas más Isabeles.
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Fue poco después de Chernóbil. El Comité científico del «Sexto congreso Internacional de Médicos por el impedimento de una guerra nuclear» invitó a Günther Anders a su reunión. El filosofo de la situación tenía entonces 84 años.
Anders tituló su ponencia: «Diez tesis sobre Chernóbil». Inició su alocución con un «¡Queridos compañeros de los tiempos del fin!». Después fue desgranando poco a poco sus tesis. Hablaba en alemán. «Empiezo con algo perfectamente actual: el verdadero peligro hoy consiste en la invisibilidad del peligro». Después se refirió al pánico y a los que se burlaban del adjetivo emocional que consideraban prueba de frialdad y estupidez. Así, hasta la décima tesis. Era la cuestión decisiva. Él la llamó así.
Se detuvo un instante. Miró al público asistente. La mayoría eran médicos. Alzó algo la voz y leyó con mucha calma, con más calma aún. «Estamos en peligro de muerte por actos de terrorismo perpetrados por hombres sin imaginación y analfabetos sentimentales que son hoy omni-potentes. El que crea que desde 1945, desde el ingenuo Truman, esos terroristas omnipotentes, esos altos funcionarios, no han actuado conforme a una racionalidad; el que crea poder hacer cambiar de opinión a esos hombres ofreciéndoles florecillas, multiplicando sus días de ayuno, poniendo sus manitas en otras manitas para hacer una cadena humana, o hablando con ellos de hombre a hombre, ese es un ingenuo porque ignora -poco importa que sea consciente o inconscientemente- los intereses de la industria militar. Además hay muchos hombres de buena voluntad entre nosotros que están interesados exclusivamente -en un gesto muy egocéntrico- por el hecho de seguir teniendo buena consciencia».
Los deberes, nuestros deberes, aseguró, son más serios. Debemos molestar a esos obtusos omnipotentes, debemos molestar a los que pueden decidir sobre el ser o no ser de la humanidad. En interés de los por nacer no deben darse órdenes como aquella a causa de la cual se aniquilaron Hiroshima y Nagasaki. De hecho, añadió Anders, no deberían existir tales órdenes ni gente que las diera. Finalizó con una llamada a la acción: si no actuamos hoy es posible que nuestros nietos y biznietos, o los nietos o biznietos de los otros (anders) perezcan con nosotros, por nosotros. De esta modo, las mujeres de hoy, los hombres de hoy, no habremos existido finalmente. Jamás.
El filósofo que había hablado de la obsolescencia de ser humano moría seis años después. Había existido.
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El señor monseñor arzobispo Antonio María Rouco Varela fue invitado a celebrar el Domingo de Resurrección de 2007 en el barrio de Puente de Vallecas, en la misma parroquia que ordenó clausurar por no cumplir con «la ortodoxia católica» y dedicarse a los excluidos. Prácticas que se han desarrollado en San Carlos Borromeo para acercarse a los feligreses, como celebrar la misa en pantalón vaquero en vez de la preceptiva casulla o dar una rosquilla a los niños en la Eucaristía en vez de la tradicional hostia, han servido al arzobispo para concluir que la parroquia se había apartado del camino. Ya no podía continuar con su labor. No existen ni siquiera confesionarios porque las confesiones se realizan de manera comunal.
Los tres sacerdotes de la iglesia tienen su propia concepción de la fe católica. Jesús Baeza sostiene que proclamar la fe es atender al hermano pobre y pequeño, por lo que su parroquia se convirtió en un centro al que acudían familiares de presos e inmigrantes. Desde hace casi treinta años se ha trabajado en la parroquia en la atención de adolescentes, jóvenes e inmigrantes en riesgo de exclusión social. Uno de los colectivos que han participado en la vida diaria de la parroquia es «Madres contra la Droga». Una de sus integrantes, Sara Nieto, ha señalado que ellos van a seguir con su rutina. Nadie les va a cerrar, nadie les hará callar. Patricia Fernández, portavoz de la Asamblea de San Carlos Borromeo, mostró su malestar por los calificativos de «iglesia roja» que se han vertido. Se queja de que se ha manipulado lo que allí se vive y que no se ha reflejado la realidad. Fernández destacó que en la parroquia trabajan 180 personas en el día a día. «Tenemos una realidad muy desbordante», señaló, «y entendemos que tenemos que seguir respondiendo a las urgencias y seguir celebrando en el día a día nuestra fe y nuestro compromiso».
Carmen Díaz, una de las fundadoras de «Madres contra la Droga», ha justificado la petición de las llaves de la parroquia a los curas por parte de la asamblea. Esta no es una historia de sacerdotes con el Arzobispado porque «la comunidad somos todos, curas y feligreses». Carmen recordó que hace veinte años se acercó a la parroquia por una convocatoria de ayuda a presos. Se quedó en ella. Se sintió acogida, se enriqueció personalmente.
Enrique de Castro, uno de los tres sacerdotes de San Carlos lleva 35 años ejerciendo en Vallecas. Se le considera un sacerdote comprometido con los más desfavorecidos. Es autor de un trilogía -¿Hay que colgarlos?, Dios es ateo, La fe y la estafa– en la que denuncia la manipulación del Evangelio por parte de la Jerarquía católica. «A la Iglesia le ha ocurrido lo mismo que le ocurrió al movimiento obrero con los sindicatos. Las reivindicaciones obreras perdieron sus principios cuando acudieron al poder», explicaba en la presentación de su obra en Sevilla en enero de 2005.
El teólogo Leonardo Boff, que abandonó el sacerdocio en 1992 tras numerosas presiones del Estado Vaticano, participó el viernes, 1 de junio de 2007, en una jornada de encuentro que se celebró en la parroquia. El lema de la jornada fue «Unidos en la exclusión». El domingo 3 de junio, pese a la prohibición expresa del arzobispo, el doctor honoris causa monseñor Rouco Varela, volvieron a ofrecer la eucaristía a los fieles.
El doctor Rouco tiene en su mesa más de 12.000 firmas de fieles que le piden que reconsidere su decisión de clausurar la parroquia.
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A finales de junio de 1975, Juan José Dalton había terminado el segundo año de secundaria en la Escuela «Manuel Bisbé» de Miramar, en La Habana. Fue a una fiesta. Su grupo había pasado de curso con buenas notas. Se reunieron en casa de Smyrna, una amiga venezolana. Bailaban, tomaban las primeras cervezas y los primeros tragos de «Coronilla», el aguardiente que por entonces se vendía en Cuba. Dalton hacía chistes y se burlaba de medio mundo. Estaban, dice él mismo, en gran jodedera, celebrando el fin de curso.
La fiesta fue terminando. Se quedaron unos pocos. Luisa, una amiga, le preguntó: «Oíme, Juan José, ¿en qué paró por fin esa noticia que llegó hace como un mes de El Salvador en la que se decía que a Roque lo habían matado?». Juan José no respondió de inmediato. Después agregó lo que tenía indicado decir. Su padre estaba en Vietnam. Hacía poco habían recibido carta de él. Estaba bien. Él sabía que Dalton estaba realmente en El Salvador y que estaba integrado a la guerrilla. Luisa quiso cambiar de conversación. Alguien añadió: «No recuerdo muy bien, pero la noticia era rara. Algo así como que lo había matado la propia guerrilla».
La inquietud se apoderó de Juan José. Miró la hora. Era de madrugada. Tenía que caminar más de 10 cuadras, desde el Paseo hasta la Calle J. Tenía instrucciones de su madre de contarle todo lo referido a su padre. Cualquier comentario. Llegó a casa, despertó a su madre y le contó lo que le habían dicho. Su mirada la delató. «Andá a acostarte, tranquilo, mañana hablamos.» Juan José fue a llorar a su cuarto. No recuerda exactamente cuánto tiempo.
Temprano, su madre, y su hermano mayor Roque, les reunieron a Jorge y a él en la mesa del comedor. Les explicaron que había una enorme confusión, que se estaba investigando todo lo referido a su padre. Las noticias decían, sí, que lo habían asesinado. No había total certeza. Su madre y Roque hacía un mes que sabían lo que estaba pasando. No quisieron decirles nada a él y a Jorge hasta que terminara el curso.
Juan José Dalton cree ahora que los asesinos de su padre, la dirección de entonces del Ejército Revolucionario del Pueblo, encabezada por Edgar Alejandro Rivas Mira y Joaquín Villalobos, ordenaron la muerte de su padre el 10 de mayo de 1975. No dieron a conocer lo sucedido hasta finales de ese mismo mes en un pequeño comunicado que se lanzó en la Universidad de El Salvador. Alguien le ha contado que la dirección del ERP no tenía el valor de dar la noticia. No sabían cómo justificar el crimen hasta que tuvieron una magnífica idea: Roque Dalton era, dijeron, agente de la CIA.
Su abuela paterna llamó por teléfono desde San Salvador a La Habana. Fue entrevistada por diarios y medios radiofónicos. Pedía evidencias. Los asesinos nunca quisieron entregar el cadáver. Según una versión no confirmada, sus restos fueron abandonados en un lugar conocido como «El Playón». Era el mismo que utilizaban los escuadrones de la muerte para lanzar a sus víctimas.
Rivas Mira, Villalobos y Jorge Meléndez han vivido en Londres, en Oxford o San Salvador. Villalobos es ahora «consultor para la resolución de conflictos internacionales». En ocasiones publica chistes. Este es el último. «Normalmente los padres suelen reprender a sus hijos prohibiéndoles ver la televisión, sin embargo los cubanos, cuando sus hijos se portan mal, los amenazan con obligarlos a ver la televisión estatal».
Seis años después, el hermano mayor de Juan José Dalton, Roque, moría en combate. Era octubre de 1981. Habían pasado unos 1.982 días desde el asesinato de su padre.
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Segundo Marey falleció en agosto de 2001. Se sintió mal, «horrorizado» dijo él, cuando dos meses antes, Rafael Vera, condenado por su secuestro, quedaba definitivamente en libertad. Comentó: «Es como si me hubieran secuestrado otra vez». En mayo de 2007 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha considerado que el señor Vera no tuvo un proceso imparcial y ha fallado a favor del recurso presentado por el ex Director General de Seguridad del Estado. Ha declarado nulo el juicio contra él. Era la tesis del catedrático Javier Pérez Royo, quien ha defendido que sus amigos Barrionuevo y Vera fueron condenados sin pruebas, que el Tribunal Supremo Español había vulnerado el derecho constitucional. Los visitó, como acto de solidaridad, cuando cumplían condena en las cárceles de Guadalajara y Segovia.
Marey, dedicado a la venta de mobiliario de oficina, fue secuestrado el 4 de diciembre de 1983. Tres personas irrumpieron en su domicilio de Hendaia. Tras golpear a su esposa, le introdujeron en un vehículo y trasladaron hasta Dantxarinea. Un grupo de policías, a las órdenes del señor José Amedo, se hicieron cargo de él. Fue la primera acción reivindicada bajo las siglas de los GAL. La intención era secuestrar al refugiado político vasco Mikel Lujua. Días después se dieron cuenta del error. Llamaron al ministro del Interior. El señor José Barrionuevo ordenó que a pesar de ello siguieran adelante.
Durante su cautiverio Marey permaneció con los ojos vendados, drogado, apenas sin andar y temiendo en todo momento que fuera ejecutado. La cabaña en la que estaba secuestrado no tenía ni agua ni luz. Apenas le dieron de comer. Los pies se le helaron. Tuvo por ello los problemas respiratorios que le mantuvieron largos períodos de tiempo en el hospital y que finalmente le provocaron la muerte en agosto de 2001.
Después el Tribunal Supremo condenó a diez años de prisión a altos cargos del Gobierno. Entre ellos estaba el señor Vera. Dos meses más tarde ingresaron en prisión. Permanecieron tres meses. Salieron a la calle tras un indulto concedido por el Gobierno del Partido Popular.
Los acusados acudieron al Tribunal Constitucional para pedir amparo. Éste rechazó la petición. La Fiscalía se vio obligada a informar a favor del reingreso en prisión. Pero la entrada en la cárcel de los señores Amedo y Vera fue virtual. Cuando tan sólo llevaban nueve horas encarcelados, Instituciones Penitenciarias les concedió un régimen especial por el que no tenían que volver más a prisión
Al conocer el reciente fallo del tribunal europeo, el señor Vera ha declarado que se podría haber solucionado todo sin irnos tan lejos. Su abogado estudia en estos momento cómo aplicar la sentencia y cómo resarcir a su cliente. La Justicia española no contempla la opción de repetir el juicio.
El señor Javier Pérez Royo está convencido que José Barrionuevo y Rafael Vera son inocentes. Fueron condenados de manera perversa, con vulneración de los derechos fundamentales más esenciales en el proceso penal. Los derechos fundamentales también garantizaban la integridad y seguridad del señor Marey.
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Rita Godoy y los cinco mil habitantes que pueblan el barrio Ituzaingo en las afueras de la ciudad de Córdoba, en Argentina, sufren las consecuencias de las fumigaciones con pesticidas que desde avionetas se lanzan sobre los campos de soja que rodean sus casas. Su hijo, ha explicado Rita, jugaba sobre un árbol junto a otros niños, cuando le empezaron a arder la cara y las manos. Bajó, se mojó para refrescarse y de pronto, prosigue Rita, la parte blanca de los ojos de su hijo se le salió fuera. Cuando le preguntó, él le dijo que estaban mirando la avioneta fumigadora.
Naciones Unidas calcula que más de 25 millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares. La degradación de la naturaleza, la sequía, las inundaciones o la desertización hacen la vida muy difícil.
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En el cementerio de Montparnasse, donde están enterrados Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, y también Julio Cortázar y César Vallejo, puede visitarse también la tumba de Cornelius Castoriadis. Hay sobre ella una rama de olivo y una inscripción en griego y francés. Es un fragmento de Heráclito. En la traducción castellana de García Bacca diría: «No encontramos caminando los confines del alma, aun recorriendo todo camino, tan profundo es su principio».
Nota: Este escrito apareció publicado en El Viejo Topo, julio de 2007.