«En medio siglo la economía mundo ─capitalista─ que tiene como objetivo obtener los máximos beneficios posibles se ha multiplicado por siete, pero los sistemas que sostienen esa economía se están destruyendo: la sobreexplotación del mar y la contaminación, la escasez de agua, la erosión del suelo, la deforestación, el cambio climático, la pérdida de muchas […]
«En medio siglo la economía mundo ─capitalista─ que tiene como objetivo obtener los máximos beneficios posibles se ha multiplicado por siete, pero los sistemas que sostienen esa economía se están destruyendo: la sobreexplotación del mar y la contaminación, la escasez de agua, la erosión del suelo, la deforestación, el cambio climático, la pérdida de muchas especies, la proliferación de desastres naturales. Todo ello implica una consecuencia: los ciclos necesarios para mantener la vida están bajo un equilibrio. Actualmente ese equilibrio se encuentra en grave riesgo, en riesgo de perderse para siempre.» (Extraído de un informe de expertos.)
Actualmente todos somos responsables, de una forma u otra, de esa grave situación alrededor del mundo. Harina de otro costal es cómo funcionan el sistema capitalista actualmente hegemónico, las instituciones y empresas que gestionan ese sistema, la situación socioeconómica y los ciudadanos que vivimos en cada país a la hora de tomar decisiones.
En efecto, en el capitalismo neoliberal actual todo es más que nunca mercancía: el trabajo, la tierra, el agua y el aire. Y obtener con esas mercancías el máximo provecho y beneficio posible es el punto de partida, eje y objetivo de cualquier proyecto. Y quien choque con esto va servido. En la selva del beneficio, los grandes, las empresas y corporaciones más fuertes, hacen lo que quieren con la mercancía y el mercado (tanto nacional como internacional), más si tienen detrás a un estado poderoso.
Con las debidas excepciones, las instituciones políticas (gustosamente o a disgusto) se han convertido en servidoras de esa realidad. Casi han perdido la capacidad de decidir y la capacidad que tienen la utilizan a favor del capitalismo las más de las veces. Y, gustosamente o a disgusto, también los ciudadanos comunes estamos atrapados y no estamos a salvo de esa ley de hierro. La última encuesta que se ha hecho entre nosotros sobre transportes lo expresa muy claramente: dice que estamos muy poco dispuestos a cambiar costumbres dañinas. Sobre todo a prescindir del automóvil.
En cualquier caso, aún siendo todos cuantos ocupamos la Tierra, trabajadores ordinarios y capitalistas, los que viven en la calle y los que viven en la abundancia, responsables en cierta medida, unos y otros no tenemos la misma responsabilidad en este desastre. Al meter en el mismo saco a toda la humanidad se comete un gran engaño y los verdaderos responsables salen maquillados. En efecto, no tienen la misma responsabilidad quienes impulsan la guerra (con sus costes humano y ecológico) y quienes sufren sus deletéreas consecuencias; quienes han dejado la conferencia de Bali casi en nada y quienes querían que de ahí saliera algo; los empresarios que atacan diariamente al medio ambiente y los ecologistas que intentan impedir su actividad; los gobiernos español, vasco y las diputaciones que no han sido capaces de crear una red de transporte público adecuada y los ciudadanos que a falta de ello cogen el coche privado.
A causa de la gravedad de la situación del medio ambiente ha surgido el concepto de desarrollo sostenible, que utilizan de modo mendaz y maquillado el capitalismo y los políticos empresarios que gestionan las instituciones. Han adecuado un discurso para llevar el agua a su molino, nada más. Salta a la vista, con las excepciones debidas, que al hablar del medio ambiente no hay entre los hombres y mujeres empresarios quien de una forma u otra ─con diferencias de matiz─ no mencione la gravedad de la situación y, de paso, hable a favor del desarrollo sostenible. Como cuando se habla de democracia o de la discriminación que soportan las mujeres, también en torno al medio ambiente se ha afianzado un lenguaje considerado «políticamente correcto». La práctica, en cambio, es muy diferente.
El desarrollo sostenible exige prudencia, control, un equilibrio que considere nuestros límites y planificación. Sin embargo, las instituciones se han plegado al mercado formado por los capitalistas privados: ¿que el pronóstico de crecimiento de transporte es tal? ¡Preparemos las autopistas para lo que venga! ¿Tal crecimiento del mercado de la vivienda? ¡Tal organización del crecimiento territorial! ¿Que la Cámara de Comercio (esto es, la cámara de la burguesía comarcal) quiere impulsar tales infraestructuras para su particular provecho? Las instituciones harán suyo el proyecto y le ayudarán a vender el producto (el superpuerto de Pasajes, (1) por ejemplo). En nuestras instituciones no hay ninguna intención ni proyecto de cambiar la dirección del mercado capitalista. Algunos remiendos, como mucho, y la mayoría en vísperas de elecciones.
Quiero decir que si no les presionamos fuertemente, nuestras instituciones no crearán ningún sistema de transporte público eficaz que pueda limitar el actual uso del automóvil privado. No tienen intención alguna de corregir el crecimiento incontrolado del terreno de vivienda e industrial, aunque sepan que eso no tiene futuro a largo plazo. Tampoco tienen plan alguno para hacer frente al crecimiento de los residuos. Lo que hay entre nosotros no es desarrollo sostenible, sino asfixiante.
El capitalismo, además del fruto de nuestro sudor, nos quita también la capacidad de organizar nuestra vida. En la sociedad capitalista, ni la sociedad ni la persona tienen capacidad para ser dueñas de sí mismas ni de sus decisiones. Unos pocos deciden y el resto consumen o utilizan. La democracia burguesa o liberal (es decir, la vigente en nuestra sociedad) es una democracia muy limitada y en muchos ámbitos ni siquiera existe. Es cada vez más virtual.
Es en este contexto donde debe insertarse el debate sobre el tren de alta velocidad (TAV) [1]. Por eso, exigir que se paralicen macroproyectos como el TAV, además de comportarse con prudencia, constituye una condición imprescindible para organizar nuestro futuro democráticamente.
En mi modesta opinión es imprescindible cambiar de dirección. En contra de lo que dice el Gobierno vasco, no podemos hacer una apuesta por la movilidad. Debe detenerse la actual carrera enloquecida que no nos lleva sino al precipicio; debe ponerse en cuestión el actual modelo de consumo; debe romperse la actual espiral y emprenderse una organización del transporte y el territorio que imponga criterios de racionalidad, sostenibilidad social, energética, económica y ecológica.
Cada vez lo tengo más claro. Sin lucha no lo lograremos.
* Joxe Iriarte
Traducción para www.sinpermiso.info: Daniel Escribano
Nota del traductor
[1] Proyecto de interconexión ferroviaria entre las capitales vascas y de integración de éstas en una red de alta velocidad de escala europea. El trazado del TAV en el País Vasco, cuyo coste se calcula en torno a los 6000 millones de euros, supera los 440 kilómetros e implica, entre otros efectos, la extracción de 33 millones de metros cúbicos de tierra, la construcción de 121 túneles y 113 viaductos, la ocupación directa de más de 2500 hectáreas y la emisión de 1.375.370 toneladas de CO2. Asimismo, se da la circunstancia de que la mayoría de desplazamientos que tienen lugar en el País Vasco son de carácter intraprovincial y que las administraciones vascas están construyendo, paralelamente al TAV, nuevos ejes viarios, hechos que desmiente los pretendidos beneficios en punto a movilidad y a descongestión de las carreteras aducidos por sus responsables políticos. El diseño del proyecto, por lo demás, se ha caracterizado por una falta total de transparencia por parte de las administraciones competentes, por la elusión de cualquier tipo de participación de la sociedad civil y por la criminalización, política y mediática, de los grupos contrarios a éste.