El 13 de agosto de 1790, los mexicanos asistieron desconcertados al descubrimiento de una estatua de tres mil kilos y casi tres metros, distinguida por garras filosas y colmillos, adornada con una falda de serpientes y un collar de corazones, y se supo entonces que había sido ocultada bajo tierra, en el siglo XVI, al […]
El 13 de agosto de 1790, los mexicanos asistieron desconcertados al descubrimiento de una estatua de tres mil kilos y casi tres metros, distinguida por garras filosas y colmillos, adornada con una falda de serpientes y un collar de corazones, y se supo entonces que había sido ocultada bajo tierra, en el siglo XVI, al igual que ocurrió con la ciudad de Tenochtitlán, la gran capital de los aztecas. Se trataba de la representación de la diosa Coatlicue, dueña de la vida y la muerte de los hombres.
La obra fue transportada, con reservas, al patio de la Universidad de México, donde una comisión de teólogos y eruditos admiró la gran habilidad del artista, elogió su valor y, días más tarde, la rechazó y sugirió sepultarla otra vez porque su sola presencia despertaba el recuerdo agitado de la religión antigua entre los indios escépticos a las bondades del cristianismo que los había devastada1. En 1804, el barón Alexander von Humboldt pidió ver esta muestra de arte, cuya belleza había llegado a sus oídos, y las autoridades desconsoladas permitieron con resignación que el sabio alemán la examinara y luego procedieron a enterrarla de nuevo hasta 1892, fecha en la que el gobierno aceptó que se expusiera al público.
Pero esta curiosa historia se repitió el esperado 17 de diciembre del mismo año de 1790. Un grupo indiferente que trabajaba en la construcción del costado sur de la Plaza Mayor, descubrió la Piedra de Sol, un gigantesco y misterioso monolito con un calendario azteca solar y ritual. Desanimados, los frailes no encontraron otra forma de impedir una revuelta que adosando la obra a un muro de la Catedral Metropolitana, donde fue tiroteada por diversión, y sólo la presión pública permitió que este monumento extraordinario se conservase y fuese separado de las manos de la iglesia y llevado a un museo.
La política de la conquista europea en América estuvo basada en la destrucción, encubrimiento y complicidad impar con la utopía de la negación y olvido de las culturas indígenas: la vasta operación de adhesiones estaba destinada a justificar el saqueo económico. Pocos comprendieron que mientras mayor era el robo de materias primas, más impulsivo era el pillaje de la memoria colectiva2; cada crimen impune proporcionó excusas para aniquilar con más fuerza los símbolos de las víctimas; cada nuevo atropello demandó un proceso de transculturación más acelerado. Fernán Pérez de Oliva desenmascaró este propósito en su Historia de la invención de las Indias, cuyo manuscrito estuvo perdido casi cuatrocientos cincuenta años y reapareció en 1965. En su obra, este cronista insistió en que el plan era «dar a aquellas tierras extrañas forma de la nuestra»3, lo que desenfundó la teoría de las maquetas exportables.
El saqueo cultural de América Latina fue un etnocidio4, una destrucción premeditada para cercenar la memoria histórica de sus pueblos. Esto se hizo porque quienes asesinaron y robaron comprendieron pronto que ni su religión cristiana ni su cultura occidental lograría imponerse sin atacar las coordenadas principales de la memoria, que es el eje de la identidad. No hay identidad, ciertamente, sin memoria. Contra América Latina se perpetró además un cruel «memoricidio» (término formado a partir de «memoria» y la terminación «cidios» que significa asesinato).
La identidad de América Latina ha consistido, como lo supo descifrar Rodolfo Kusch al apreciar la cultura quechua5, en «estar o no estar» más que en «ser o no ser». Esta atractiva y armoniosa dialéctiva fue atropellada y neutralizada por la implantación de los nuevos valores. Si se entiende que cultura6 es toda tradición colectiva de representaciones adquiridas que otorgan especificidad, integración y orientación social transmisible7, puede asumirse que la conquista cultural supuso que los latinoamericanos perdieran los principales estímulos de su identidad.
Todo aquello que el hombre ha creado lo identifica y le da pleno sentido. En primer lugar, el origen: la migración ha condicionado en casi todos los pueblos la necesidad de reconocimiento. En segundo lugar, el mito y la religión: la creencia y la fe le dan valor a la supervivencia. En tercer lugar, la lengua: sin comunicación la cultura está disminuida. En cuarto lugar, la historia, los valores, costumbres e instituciones. En quinto lugar, tecnologías. Todo esto forma el nexo del «patrimonio cultural»8.
A su vez, la identidad proporcionada por la cultura constituye un conjunto de memorias comunes9 que clasifica: pueden ser tribus, etnias, comunidades religiosas, naciones e incluso civilizaciones. La identidad, por tanto, se construye sobre estratos simultáneos y nunca estáticos de sentido de pertenencia, abstracción categorial (espacial-territorial, conductual, temporal) y dinamismo jerárquico. La integración de estos componentes, que no suele ser rápida en el acontecer histórico, constituye la base estable de comportamientos de reacción, reflexión o acción que producen significados, formatos y pautas de gestión social.
Pero la identidad depende de la continuidad del entorno y si alteran sus memorias queda mutilada. Un pueblo sin memoria, en cierto sentido, es como un hombre que ha quedado amnésico porque le han lavado el cerebro o ha sufrido un golpe en la cabeza: no sabe lo que es ni lo que hace y es presa fortuita de quien lo rodee. Puede ser manipulado.
El saqueo cultural de América Latina hizo decir al cronista Sahagún: «[…]Esto es lo que, literalmente, ocurrió a los indios con los españoles. Fueron hasta tal punto pisoteados y destruidos ellos y toda su sociedad que no les quedó ya ninguna apariencia de lo que eran antaño».10 Pero no debe falsificarse la historia atribuyendo exclusivamente a los españoles esta mentalidad destructiva: casi todos los europeos sucumbieron a sus propios fantasmas en América. Y luego lo hicieron los Estados Unidos, que apenas consideraron a la región como su patrio trasero.
NOTAS FINALES AL TEXTO
1 Paz, Octavio. In / mediaciones. Seix Barral, Barcelona, 1981, pp. 51-52.
2 La memoria colectiva se entiende aquí como una base de datos sociales que proporciona un repertorio de símbolos y representaciones a los problemas que plantea la supervivencia, entre los que sobresale un esquema de identidad. La memoria étnica o etnomemoria, como la denominó André Leroi-Gourhan (El gesto y la palabra. Venezuela, Universidad Central de Caracas, 1971) fomenta el miedo al olvido. Ante todo, el principal punto de referencia es un conjunto de mitos fundacionales y experiencias. Con miras a dar continuidad a los mitos, se elaboraron rituales que fijaban los cánones de organización con miras a la reactualización permanente de las creencias principales del grupo.
3 Historia de la invención de las Yndias; Historia de la conquista de la Nueva España / Fernán Pérez de Oliva; edición, introducción y notas de Pedro Ruiz Pérez, Universidad de Córdoba, 1993.
4 El etnocidio o destrucción cultural precede o es simultáneo a la transculturación, un proceso más creativo y producto de una intención de dirimir el conflicto entre un grupo dominante y otro dominado por medio de la subordinación o integración del último a nuevos esquemas de identidad. En el contacto, las dos sociedades se transforman desde una primera fase de conquista, una segunda fase de reconocimiento, apropiación e interacción, una tercera fase de ajuste con o sin rebeliones y una cuarta fase en la que se crea la autoestima social. Del etnocidio sólo quedan ruinas y resentimientos prolongados; de la transculturación puede emerger la transferencia de tecnologías, costumbres, valoraciones, concepciones, signos y discursos, lo que se conoce como convergencia, heterogeneidad e hibridización en todos los ámbitos culturales.
5 Rodolfo Kusch. America Profunda. Editorial Bonum, 3ra. Edición, 1986, pp. 89-98.
6 En la etimología de la palabra «cultura» hay una pista para rastrear el término: sabemos que procede directamente de «culto», que sería el verbo «colo» en latín, con la salvedad de que la raíz indoeuropea es kwel-, que significaría «hacer girar» «dar la vuelta», «estar o establecerse allí». Algunas palabras, y valga el comentario curioso, estarían relacionadas con cultura: es el caso de «colonia» o «ciclo». El momento que creó esa metáfora «cultivo-cultura» puede leerse en las Disputas Tusculanas (II, 13) de Cicerón: «no todos los ánimos cultivados dan frutos. Además, para moverme en el mismo símil, así como un campo, por fértil que sea, sin cultivo no puede ser fructuoso, así el ánimo sin doctrina». Hacia 1515, la palabra cultura ya estaba presente en la lengua castellana.
7 La definición que doy no está ajena al debate. Alfred Louis Kroeber y Clyde Kluckhohn publicaron A critical review of concepts and definitions (1952) con ciento sesenta y una definiciones de cultura; en 2005, un equipo liderado por John R. Baldwin elaboró en Redefining Culture: Perspectives Across the Disciplines un catálogo con trescientas definiciones, insuficientes porque sólo incluían versiones inglesas. Hoy se estima que existen cuatro mil conceptos extendidos a las diversas disciplinas del conocimiento. Esto puede dar una idea de la complejidad del tema.
8 En el sentido etimológico, la palabra castellana «patrimonio», etimológicamente, procedería del latín y mucho antes del griego antiguo: «pater» (padre) y «moneo» (recuerdo), lo que vendría a ser, si se acepta, «recuerdo de los padres», esto es, memoria de aquello que alude al padre. En el derecho romano, y no debemos olvidar que la palabra derecho («ius») derivaba de una raíz sánscrita que aludiría al verbo «ligar» o «unir», el «patrimonium» abarcaba el conjunto de poderes y deberes heredables por el «pater familias», que era la cabeza legal del núcleo familiar. Hacia el siglo XIV esta palabra quedaría establecida; hoy sigue predominando su concepción como herencia o legado transmisible a nivel personal o colectivo que podría ser material o espiritual y que constituiría una parte ontológica inseparable que convoca y a la vez evoca una condición insoslayable. Hay una asociación de matriz entre el patrimonio y la noción de lo temporal en el sentido de una tradición de lo antiguo, lo sagrado y lo colectivo.
9 Entre los factores de memoria colectiva que asimilan o diferencian: Actitudes, alimentos, arte, celebraciones, ceremonias, ciencia, concepciones del mundo, conductas, conocimiento, convicciones, costumbres, emociones, epistemología, estilo, ética, expectativas, filosofía, hábitos, héroes, herramientas, ideologías, lenguaje, leyes, literatura, metáforas, mitos, orígenes, presunciones, procesos cognitivos, propósitos, regulaciones, relaciones, religión, rituales, sentimientos, significados, símbolos, sistemas de comunicación, valores y ruinas.
10 Historia General de las cosas de la Nueva España, I, México, 1956, p. 29