La crisis alimentaria ha dejado sin comida a miles de personas en todo el mundo. A la cifra de 850 millones de hambrientos, el Banco Mundial añade cien más fruto de la crisis actual. El «tsunami» del hambre no tiene nada de natural, sino que es resultado de las políticas neoliberales impuestas sistemáticamente durante décadas […]
La crisis alimentaria ha dejado sin comida a miles de personas en todo el mundo. A la cifra de 850 millones de hambrientos, el Banco Mundial añade cien más fruto de la crisis actual. El «tsunami» del hambre no tiene nada de natural, sino que es resultado de las políticas neoliberales impuestas sistemáticamente durante décadas por las instituciones internacionales.
Pero frente a esta situación, ¿qué alternativas se plantean? ¿Es posible otro modelo de producción, distribución y consumo de alimentos? ¿Es viable a nivel mundial? Antes de abordar estas cuestiones, es importante señalar algunas de las principales causas estructurales que han generado esta situación.
En primer lugar, la usurpación de los recursos naturales a las comunidades es uno de los factores que explican la situación de hambruna. La tierra, el agua, las semillas… han sido privatizadas, dejando de ser un bien público y comunitario. La producción de alimentos se ha desplazado de la agricultura familiar a la agricultura industrial y se ha convertido en un mecanismo de enriquecimiento del capital. El valor fundamental de la comida, alimentarnos, ha derivado en un carácter mercantil. Por este motivo, a pesar de que en la actualidad existen más alimentos que nunca, las personas no tenemos acceso a ellos a no ser que paguemos unos precios cada día más elevados.
Si los campesinos no tienen tierras con las que alimentarse ni excedente que vender, ¿en manos de quien está la alimentación mundial? En poder de las multinacionales de la agroalimentación quienes controlan todos los pasos de la cadena de comercialización de los productos de origen a fin. Pero no se trata sólo de un problema de acceso a los recursos naturales sino también de modelo de producción. La agricultura actual podría definirse como intensiva, «drogo» y «petro» dependiente, quilométrica, deslocalizada, industrial… En definitiva, la antítesis de una agricultura respetuosa con el medio ambiente y las personas.
Un segundo elemento que nos ha conducido a esta situación son las políticas neoliberales aplicadas desde hace décadas en aras de una mayor liberalización comercial, privatización de los servicios públicos, transferencia monetaria Sur-Norte (a partir del cobro de la deuda externa), etc. La Organización Mundial del Comercio (OMC), el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI), entre otros, han sido algunos de sus principales artífices.
Estas políticas han permitido la apertura de los mercados del Sur y la entrada de productos subvencionados, especialmente de la Unión Europea y de los Estados Unidos, que vendiéndose por debajo de su precio de coste, y por lo tanto a un precio inferior al del producto autóctono, han acabado con la agricultura, la ganadería, el textil… local. Estas políticas han transformado los cultivos diversificados a pequeña escala en monocultivos para la agroexportación. Países que hasta hace pocos años eran autosuficientes para alimentar a sus poblaciones, como México, Indonesia, Egipto, Haití… hoy dependen exclusivamente de la importación neta de alimentos. Una situación que se ha visto favorecida por una política de subvenciones, como la Política Agraria Común (PAC) de la Unión Europea, que premia el agribussiness por encima de la agricultura familiar.
En tercer lugar, debemos de señalar el monopolio existente en la cadena de distribución de los alimentos. Megasupermercados como Wal-Mart, Tesco o Carrefour dictan el precio de pago de los productos al campesino/proveedor y el precio de compra al consumidor. En el Estado español, por ejemplo, el diferencial medio entre el precio en origen y en destino es de un 400%, siendo la gran distribución quien se lleva el beneficio. Por el contrario, el campesino cada vez cobra menos por aquello que vende y el consumidor paga más caro lo que compra. Un modelo de distribución que dicta qué, cómo y a qué precio se produce, se transforma, se distribuye y se consume.
Propuestas
Pero, existen alternativas. Frente a la usurpación de los recursos naturales, hay que abogar por la soberanía alimentaria: que las comunidades controlen las políticas agrícolas y de alimentación. La tierra, las semillas, el agua… tienen que ser devueltas a los campesinos para que puedan alimentarse y vender sus productos a las comunidades locales. Esto requiere una reforma agraria integral de la propiedad y de la producción de la tierra y una nacionalización de los recursos naturales.
Los gobiernos deben de apoyar la producción a pequeña escala y sostenible, no por una mistificación de lo «pequeño» o por formas ancestrales de producción, sino porque ésta permitirá regenerar los suelos, ahorrar combustibles, reducir el calentamiento global y ser soberanos en lo que respecta a nuestra alimentación. En la actualidad, somos dependientes del mercado internacional y de los intereses de la agroindustria y la crisis alimentaria es resultado de ello.
La relocalización de la agricultura en manos del campesinado familiar es la única vía para garantizar el acceso universal a los alimentos. Las políticas públicas tienen que promover una agricultura autóctona, sostenible, orgánica, libre de pesticidas, químicos y transgénicos y para aquellos productos que no se cultiven en el ámbito local utilizar instrumentos de comercio justo a escala internacional. Es necesario proteger los agro-ecosistemas y la biodiversidad, gravemente amenazados por el modelo de agricultura actual.
Frente a las políticas neoliberales hay que generar mecanismos de intervención y de regulación que permitan estabilizar los precios del mercado, controlar las importaciones, establecer cuotas, prohibir el dumping, y en momentos de sobre producción crear reservas específicas para cuando estos alimentos escaseen. A nivel nacional, los países tienen que ser soberanos a la hora de decidir su grado de autosuficiencia productiva y priorizar la producción de comida para el consumo doméstico, sin intervencionismos externos.
En esta misma línea, se deben de rechazar las políticas impuestas por el BM, el FMI, la OMC y los tratados de libre comercio bilaterales y regionales, así como prohibir la especulación financiera, el comercio a futuros sobre los alimentos y la producción de agrocombustibles a gran escala para elaborar «petróleo verde». Es necesario acabar con aquellos instrumentos de dominación Norte-Sur como es el pago de la deuda externa y combatir el poder las corporaciones agroindustriales.
Frente al monopolio de la gran distribución y el supermercadismo, debemos de exigir regulación y transparencia en toda la cadena de comercialización de un producto con el objetivo de saber qué comemos, cómo se ha producido, qué precio se ha pagado en origen y cual en destino. La gran distribución tiene efectos muy negativos en el campesinado, los proveedores, los derechos de los trabajadores, el medio ambiente, el comercio local, el modelo de consumo… Por este motivo debemos de plantear alternativas al lugar de compra: ir al mercado local, formar parte de cooperativas de consumo agroecológico, apostar por circuitos cortos de comercialización… con un impacto positivo en el territorio y una relación directa con quienes trabajan la tierra.
Hay que avanzar hacia un consumo consciente y responsable ya que si todo el mundo consumiese, por ejemplo, como un ciudadano estadounidense serían necesarios cinco planetas tierra para satisfacer las necesidades de la población mundial. Pero el cambio individual no es suficiente si no va acompañado de una acción política colectiva basada, en primer lugar, en la construcción de solidaridades entre el campo y la ciudad. Con un territorio despoblado y sin recursos no habrá quien trabaje la tierra y en consecuencia no habrá quien nos alimente. La construcción de un mundo rural vivo nos atañe también a quienes vivimos en las ciudades.
Y en segundo lugar es necesario establecer alianzas entre distintos sectores afectados por la globalización capitalista y actuar políticamente. Una alimentación sana no será posible sin una legislación que prohíba los transgénicos, la tala indiscriminada de bosques no se parará si no se persiguen las multinacionales que explotan el medio ambiente… y para todo ello es importante una legislación que se cumpla y que anteponga las necesidades de las personas y del ecosistema al lucro económico.
Un cambio de paradigma en la producción, distribución y consumo de alimentos sólo será posible en un marco más amplio de transformación política, económica y social. La creación de alianzas entre los oprimidos del mundo: campesinos, trabajadores, mujeres, inmigrantes, jóvenes… es una condición indispensable para avanzar hacia ese «otro mundo posible» que preconizan los movimientos sociales.
*Esther Vivas es co-coordinadora de los libros «Supermercados, no gracias» (Icaria editorial, 2007) y «¿Adónde va el comercio justo»? (Icaria editorial, 2006).
**Artículo publicado en América Latina en Movimiento (ALAI), nº433.