Qué difícil es, a veces, tomar posiciones sobre algunos asuntos que se pueden manipular maliciosamente. Los que opinamos corremos el riesgo de que nos coloquen compañeros de viaje indeseables. Sucede estos días con la última ocurrencia del juez español Baltasar Garzón para ‘procesar’ la dictadura de Franco y remover las fosas anónimas en las que […]
Qué difícil es, a veces, tomar posiciones sobre algunos asuntos que se pueden manipular maliciosamente. Los que opinamos corremos el riesgo de que nos coloquen compañeros de viaje indeseables. Sucede estos días con la última ocurrencia del juez español Baltasar Garzón para ‘procesar’ la dictadura de Franco y remover las fosas anónimas en las que los golpistas arrojaron a los republicanos y, de paso, a quien les vino en gana durante cuatro décadas. La ultraderecha española está que se sube por las paredes contra el polémico juez y lo hace porque, sinceramente, se siente heredera de aquel período criminal. Esto no debería ofrecer dudas: cómo es posible que haya tanta gente que se siente aludida. En Alemania no sucede igual con el nazismo (1).
La Justicia no es siempre la Judicatura (lo justo no es siempre lo judicial), y mucho menos la pretendida encarnación de lo judicial en un único y mesiánico individuo. Por eso la causa contra el franquismo no es motivo suficiente para que yo pueda aliarme con un juez disparatado y egocéntrico que, en mi opinión, representa lo más opuesto a la democracia: un funcionario público que va por libre abriendo procesos arbitrariamente y por apetencia, no porque exista un acuerdo popular o político para ello. No es, en este caso, un juez que se ve por encima de la ley sino algo mucho peor: un juez que piensa que él en sí mismo es la ley según su consideración del momento histórico. Sobra decir que no pretendo coincidir en nada con los postulados de la ultraderecha española, que lo que no desea es que se cuestione o castigue la dictadura.
A mí lo que me molesta, y muchos lectores en el continente americano lo entenderán así, es que este señor se lanzó hace unos años a una campaña furibunda para procesar las extintas dictaduras latinoamericanas mientras miraba hacia otro lado ante los políticos y criminales españoles que mantuvieron la dictadura de Franco y que tenía ante de sus narices. Muchas de esas alimañas se mantuvieron hasta recientes fechas en cargos públicos o trabajando en las comisarías en las que se torturó a miles de personas por ideas o por simple capricho del poder. En España no se procesó a nadie pero, con una repugnante y falsa superioridad moral, hay españoles como Garzón que pretenden dar lecciones de democracia a nuestros primos de Argentina o Chile. Tenía que venir un español, una vez más, a enseñar a hacer bien las cosas a estos indios retrasados. «Por qué pretende darme lecciones de cómo enfrentarme a mi pasado un tipo que convivía plácidamente con la escoria que nunca se juzgó en España», me dijo con rabia y con toda la razón un buen amigo suramericano.
Por eso no entraré en el capricho de Garzón, que apuesta a caballo ganador haciendo populismo, y esa rastrera tarea no es propia de jueces sino de los Gobiernos de turno, que bastante complacientes fueron y siguen siendo con este período histórico. En Alemania a nadie se le ocurre hoy procesar a Hitler o el momento cumbre del nazismo, pero cualquiera que en la actualidad muestre una esvástica o haga una alabanza del Holocausto será procesado y encarcelado sin remisión. Sin embargo, mientras este juez saca sus artificios en los medios, en España se multiplican (no están ocultos; van a programas de televisión con una impunidad absoluta) los historiadores revisionistas que no tienen reparo en mostrar su nostalgia de la Dictadura y en deformar la Historia a su antojo sin que nadie les ponga freno. Empecemos por ellos.
Nota:
(1) La única diferencia, como he mantenido en otras ocasiones, es que el nazismo perdió la guerra y fue metido en cintura, mientras que el franquismo ganó la guerra, propagó a la fuerza su ideología durante cuarenta años y acomodó la idealizada Transición a su antojo, hasta el punto de que los posteriores gobiernos ‘democráticos’ siguen humillándose y plegándose ante los poderes de toda la vida, empezando por la Iglesia y, durante años, el Ejército.