Ante un enfermo tan grave, el sistema financiero internacional, que corrió el peligro de sufrir un colapso definitivo el fin de semana del 9 de octubre, los gobiernos han puesto en marcha un tratamiento de choque, con varios objetivos, en un intento desesperado de evitar lo peor. En primer lugar, tratan de impedir que las […]
Ante un enfermo tan grave, el sistema financiero internacional, que corrió el peligro de sufrir un colapso definitivo el fin de semana del 9 de octubre, los gobiernos han puesto en marcha un tratamiento de choque, con varios objetivos, en un intento desesperado de evitar lo peor.
En primer lugar, tratan de impedir que las bancarrotas de los bancos -el corazón del sistema- se propaguen por los principales centros financieros de todo el mundo. De ahí las decisiones de inyectarles liquidez y sanearlos, bien sea participando en su capital, caso de la Gran Bretaña, o comprándoles sus activos, los malos o tóxicos como en Estados unidos, o sólo los buenos, como asegura el gobierno español. En segundo lugar, quieren desatascar y lubricar los canales de circulación, ante la falta de riego monetario y crediticio de la economía, poniendo dinero fácil a disposición de las entidades, como está haciendo el Banco Central Europeo, o avalando los préstamos a la banca y las operaciones interbancarias, como ha decidido el gobierno español. En tercer lugar, pretenden que no se extienda como reguero de pólvora el pánico entre los depositantes, lo que arrastraría al hundimiento del sistema, que se fundamenta en la confianza del público, y de ahí la carrera de los Estados por garantizar la totalidad de los depósitos bancarios, caso por ejemplo de Alemania, o de elevar significativamente la garantía, de 20.000 a 100.000 euros por titular y entidad, caso español.
Cabe decir de inmediato que todas estas medidas, por dificultades de todo tipo y dado su carácter propagandístico y tranquilizador, se han quedado por ahora en declaración de intenciones, sin que se hayan traducido en acciones eficaces para lograr los objetivos mencionados. Una cosa es predicar y otra dar trigo. No sólo hay dificultades técnicas para poner en marcha los planes de salvamento anunciados, sino también problemas difíciles de superar, e incluso objetivos imposibles de cumplir. Tal es el caso del saneamiento de los balances de los bancos con fondos públicos, pues los Estados tendrán que acudir masivamente a los mercados para colocar deuda pública en unas cantidades tan colosales, cientos de miles de millones de euros o dólares, que los mercados obturados y dominados por la desconfianza no están en condiciones de absorber. Y si llegaran a conseguirlo, sería en gran medida por las compras de deuda pública de los particulares, con las consiguientes retiradas de sus depósitos de las entidades financieras, con lo que ….lo comido por lo servido.
Las intenciones son una cosa, las posibilidades reales de cortocircuitar eficazmente la crisis financiera otra muy distinta. Así que se puede llegar a la conclusión que, superado un momento dramático, el enfermo continua grave, es capaz de provocar mas momentos de pánico generalizado, sin poder descartarse un desenlace fatal, y, en la mejor de las expectativas, su curación requerirá de mucho tiempo, años, lo que determina un futuro económico depresivo y lleno de dificultades.
Para la economía española, estos pronósticos adquieren una particular gravedad. La crisis inmobiliaria aun no ha desencadenado plenamente sus repercusiones financieras, si bien el ritmo al que crece la morosidad avisa de los peligros. Los recursos necesarios para financiar el déficit de la balanza por cuenta corriente, unos 100.000 millones de euros anuales, en torno al 10% del PIB, acentúan las dificultades del sistema financiero español al depender en gran medida de los mercados exteriores. Y estos déficit crecientes en los últimos años han generado una deuda externa neta que supera los 700.000 millones, el 70% del PIB, lo que complica aún más la financiación, pues el país ya no goza de total confianza como buen deudor: los tipos de interés que se pagan están más de medio punto por encima de otros países considerados más solventes.
Para colmo, esa deuda neta, 0,7 billones de euros, es la diferencia entre los activos y los pasivos de la economía española con el exterior, y estos últimos ascienden a más de 2 billones de euros, con sus correspondientes cargas de intereses y compromisos de amortización. Añádase, por último, que la recesión la economía española será más intensa que la que sufrirán otros países del entorno, aunque sólo sea por la crisis particularmente aguda de la vivienda, y que la recesión entraña a su vez complicaciones financieras, ya que degrada la calidad de los activos financieros hoy todavía sanos. La caída de las cotizaciones ahí está para demostrarlo. Se puede concluir, pues, que de modo inexorable se abre un periodo temible, plagado de riesgos y problemas económicos y sociales, con muchas incertidumbres, pero también preñado de esperanzas para la izquierda.
Paradójicamente, la crisis financiera aún no ha explotado en nuestro país (aunque se ve afectado por la crisis internacional). El gobierno alardea de ello y cree que tiene la situación bajo control. Nada de ello es cierto. A la hora de hacer previsiones es un desastre: basta recordar que hace apenas unos meses hablaban del pleno empleo. Confiar en este gobierno para superar la crisis cae en el terreno de la fe: es como creer en los milagros de la virgen de Lourdes. Cabe preguntarse de donde se obtendrán los 50.000 millones euros con los que pretende adquirir activos a la banca española y si esa cantidad permitirá abrir las espitas del crédito. Eso sí, ha dejado bien claro, como socialista que es, que de entrar en el capital de la banca o de crear un sector financiero público, nada de nada, ¡hasta ahí se podía llegar!
Que nadie se confunda. La crisis financiera sigue, la depresión económica está llegando para quedarse y se ha de tener siempre presente que si todo esto fuese un mal sueño, al despertarnos aún habría que soportar la amarga realidad de una economía cuya situación competitiva en el contexto del mercado y la moneda únicos arroja un déficit exterior de más del 10% del PIB.