Cortázar plantea sus reflexiones sobre el erotismo en Último round, concretamente en su ensayo «que sepa abrir la puerta para ir a jugar». Reflexiones que no sólo tienen que ver con el erotismo en sí, sino con su papel en nuestro idioma. Cortázar habla de un «subdesarrollo de la expresión lingüística en lo que toca […]
Cortázar plantea sus reflexiones sobre el erotismo en Último round, concretamente en su ensayo «que sepa abrir la puerta para ir a jugar». Reflexiones que no sólo tienen que ver con el erotismo en sí, sino con su papel en nuestro idioma. Cortázar habla de un «subdesarrollo de la expresión lingüística en lo que toca a la libido», una carencia de lenguaje erótico en la narrativa latinoamericana que la lleva, en este terreno, al circunloquio, a la imagen poética, al eufemismo o, en su defecto, al tremendismo, a la literatura negra. Y, ¿en dónde se origina esa precariedad expresiva? En la gazmoñería heredada que no nos permite escribir lo que con tanto desenfado expresamos a nivel oral. «(…) nuestro subdesarrollo -dice Cortázar- nos impone la peor de las vedas, la parálisis de la escritura, ya que en materia oral no nos sentimos tan responsables como lo sabe cualquiera que frecuente tertulias de españoles y argentinos después de la tercera copa». El mismo Cortázar sostiene que «en toda mi obra no he sido capaz de escribir ni una sola vez la palabra ‘concha’, que por lo menos en dos ocasiones me hizo más falta que los cigarrillos. Miedo de ser verdaderamente lo que somos, pueblos tan eróticos como cualquiera, necesitados de una cabal integración en un dominio que este siglo ha liberado y situado prodigiosamente»
Y necesitó cuatro años más, hasta la publicación en 1973 de Libro de Manuel, para escribir la palabreja y tantas otras de la rica cantera latinoamericana. Veamos una muestra: «(…) después de todo pija es una linda palabra, más personal que pene, por ejemplo, puro tratado de anatomía, o miembro viril que siempre me hizo pensar en la historia romana probablemente por lo de toga/ sí, pija suena bonito en argentino, me gusta más que la polla española/ Eso de los gustos, vos sabés, yo creo que la picha gallega y la pinga cubana están muy bien, o el pico chileno, que dicho sea de paso es un caso de masculinización porque todas las variantes argentinas o latinoamericanas son siempre femeninas, llamale pinchila o poronga o como quieras (…) pero si llega el caso vos a esto lo llamás pelotas o huevos y se acabó, no es ni peor ni mejor que testículos, de la misma manera que concha es una palabra hermosísima, la esencia misma del cuadro de Botticelli, si te fijás, y de todas las asociaciones sensuales y estéticas que quieras». No es sino sustituir estas expresiones por los modismos regionales equivalentes y se quintuplica la intención de Cortázar de enriquecer el verbo erótico.
Enriquecerlo e instalarlo en un marco de cierta delicadeza que parta del «ejercicio natural de una libertad y una soltura que responda culturalmente a la eliminación de todo tabú en el plano de la escritura. Sólo así -dice Cortázar- se puede llegar a escribir algo como: ‘Marcelle, en effet, ne pouvait jouir sans s’inonder, non de sang, mais d’un jet d’urine claire, et même, à mes yeux, luminuex.’ (George Bataille), o: ‘(…) he stopped hearing the sound soup of her mouth and felt the brief pain of her teeth nipping the draw foreskin and the throb of his groin pumping fluid into her throat.’ (J.P. Donleavy, ‘The Ginger man’)». Ejemplos que propone Cortázar en otros idiomas cuyo contexto histórico y cultural les permite esa frescura que Cortázar reclama para el español. En la narrativa, claro está. La poesía la considera un terreno privilegiado con exponentes tan esclarecidos como Paz, Neruda, Salinas, Molinari, Vitier, etc. Pero en la narrativa sólo señala a Lezama Lima, Fuentes, Vargas Llosa y a algunos escritores jóvenes que «tratan hoy de desflorar el idioma, pero en la mayoría de los casos no hacen más que violarlo previa estrangulación, lo que como acto erótico es bastante grueso. El tremendismo -prosigue Cortázar- no da nada en ese terreno como no sea algún espasmo más sádico que otra cosa, y la mayoría de las tentativas cubanas, colombianas o rioplatenses sólo han eruptado productos de un estilo que me permitiré llamar peludo». Dicho esto en 1.969. Aunque increíblemente, a la fecha es muy poco lo que se puede agregar, salvo uno que otro escritor en nuestro medio: García Márquez o Andrés Caicedo, este último tan ligado a un aspecto muy caro en el erotismo cortazariano, el vampirismo-canibalismo, forma extrema de posesión, ceremonia que permite degustar el sabor de la sangre y la carne del ser amado, sentir que circula en las venas, que no pertenece a nadie más. En Último round, Cortázar se pregunta: «¿Será necesario eso que llamamos lenguaje erótico cuando la literatura es capaz de transmitir cualquier experiencia, aun la más indescriptible, sin caer en manos de municipalidad atenta buenas costumbres en ciudad letras? Respuesta: no sea hipócrita, se trata de dos cosas diferentes. Por ejemplo en este libro algunos textos como ‘Tu más profunda piel’ y ‘Naufragios en la isla’ buscan transponer poéticamente instancias eróticas particulares y quizás lo consigan; pero en un contexto voluntariamente narrativo, es decir no poético». Habría que añadir otros con una fuerte carga erótica, y más claramente insertos en el contexto narrativo, como «Ciclismo en Grignan» o «Silvia». Sin embargo, transcribamos un aparte de «Tu más profunda piel»:
«Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a perderme en el pasaje hurtado y prieto que se negaba al goce de mis labios mientras desde tan allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada (…) No eras sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y contacto, y sólo unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el instante en que me enderecé sobre tí para lentamente reclamar las llaves de tu pasaje, forzar el dulce trecho donde tu pena tejía las últimas defensas ahora que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más profunda piel (…) Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo».
Texto que a despecho del autor está impregnado de pura poesía. Hasta el punto de pensarse que es un poema. Es en Libro de Manuel donde lo desarrolla plenamente en correspondencia con sus concepciones sobre el erotismo en la narrativa. En Libro de Manuel cristaliza toda la teoría erótica elaborada por Cortázar en «que sepa abrir la puerta para ir a jugar». Constituye, además, un segundo tomo de Rayuela. Andrés Fava, el personaje central es una especie de vástago de Oliveira que obsesivamente busca liberarse y realizarse, hasta lograrlo, pero no en la mira individual de Oliveira, sino en el terreno de la lucha política, del auténtico compromiso social. No importa que ese castillo de naipes llamado socialismo se hubiese derrumbado aparatosamente 16 años después. En Libro de Manuel, Cortázar expresa hasta la fatiga sus reservas frente a este proceso. Y de todas maneras, la quiebra del comunismo no acabó con los pobres del mundo. Andrés Fava aceptó el compromiso revolucionario, pero dejaba en claro que no cedía nada de su reino individual, aquello que peyorativamente llamaban actitudes pequeño-burguesas, cuya enajenación configuró el infierno de la experiencia marxista. Lonstein le dice a Andrés:
«-El señor quiere cosas, pero no renuncia a nada.
-No, no renuncio a nada, viejo.
– ¿Ni siquiera un poquito, digamos un autor exquisito, un poeta japonés que sólo él conoce?
-No, ni siquiera.
-¿Su Xenaquis, su música aleatoria, su freejazz, su Joni Mitchel, sus litografías abstractas?
-No, hermano, nada. Todo me llevo conmigo a donde sea».
Y así tendrá que ser.
En este punto del análisis es preciso abandonar a Cortázar y sus concepciones sobre el erotismo para abordar la crítica cortazariana que advierte elementos no propuestos por el autor.
En general, la temática de Cortázar, desde Los reyes, su primera obra, hasta los últimos escritos, gira en torno de la transgresión de los fundamentos sobre los cuales se apoya la cultura occidental, la tradición judeo-cristiana. Se intenta desmoronar la base de esta civilización que se ha desarrollado a expensas de la infelicidad del hombre. Ya lo señalaba Freud en El malestar en la cultura. Marcuse sostenía: «La proposición de Sigmund Freud acerca de que la civilización está basada en la subyugación permanente de los instintos humanos ha sido pasada por alto. Su pregunta sobre si los sufrimientos infligidos de este modo a los individuos ha valido la pena por los beneficios de la cultura no ha sido tomada muy seriamente (…) La libre gratificación de las necesidades instintivas del hombre es incompatible con la sociedad civilizada: la renuncia y el retardo de las satisfacciones son los prerrequisitos del progreso. ‘La felicidad -dice Freud- no es un valor cultural’. La felicidad -prosigue Marcuse- debe estar subordinada a la disciplina del trabajo como una ocupación de tiempo completo, a la disciplina de la reproducción monogámica, al sistema establecido de la ley y el orden». Entendida la felicidad, en el marco de la filosofía del psicoanálisis, como la liberación de la sensualidad, como la realización de un deseo prehistórico, subyugado en la cuna por el principio de la realidad. Así lo expresa Cortázar: «Nuestra realidad cotidiana enmascara una segunda realidad, que no es ni misteriosa ni teológica, sino profundamente humana. Y, sin embargo, a causa de una larga serie de equivocaciones permanece escondida bajo una realidad prefabricada por muchos siglos de cultura, una cultura en la que existen grandes hallazgos pero también profundas aberraciones, profundas distorsiones». Es explicable, entonces, que ahora volvamos ansiosamente las miradas a las étnias milenarias.
Podría afirmarse que esa «segunda realidad», de la que habla Cortázar, no vive enmascarada ni escondida, sino subyugada por la civilización. Tras su liberación se orientan los esfuerzos de Cortázar. Y no se equivoca cuando pone en la mira los elementos y circunstancias que rígidamente mantienen sometido ese reino. Por eso apunta contra «la alegría barata y sucia del trabajo», por eso hace «saltar en mil pedazos el tiempo de los empleados», por eso, de alguna manera, señala la miseria de la monotonía conyugal, el sexo aletargado por la monogamia, las ocho horas ineluctables de tortura laboral, las oficinas-calabozos, las fábricas que agotan la vida de los obreros, el vientre seco de las mujeres que marchitaron su belleza en la tarea de perpetuar la especie.
No es raro que en casi todos los cuentos de Cortázar, sus personajes sean seres anodinos, inmersos en la rutina de su cotidianidad. Y que, abruptamente, en cualquier momento de esa vida gris, caigan en el extrañamiento, en una dislocación de la realidad que, en ocasiones, los sitúa en el centro mismo del horror. Precio alto por escapar de la rutina ordinaria, pero válido. Cualquier cosa es válida si coadyuva a quebrantar esa vida chata, sin expectativas ni esperanza.
Pero es en Rayuela y en Libro de Manuel donde Cortázar ritualiza el erotismo en ceremonias que aparean el sexo con la muerte, como pasos previos al salto, al puente que conduce a la otredad, a su segunda realidad, a sus cielos. Es a la crítica Margery A. Safir a quien corresponde este fascinante análisis, cuya esencia está en las conductas extremas utilizadas por Cortázar, Sade y Lautréamont como recursos extremos «para el sufrimiento y para romper los límites de la conciencia», tal como lo anota Susan Sontag.
«He elegido examinar este tipo de conducta -dice Margery A. Safir- en Rayuela y Libro de Manuel porque creo que se ha convertido en un tópico demasiado frecuente hablar de Libro de Manuel como una desviación radical de Rayuela, ignorando los notables paralelismos estructurales, lingüísticos y temáticos que coinciden en ambas novelas (…) Analizar cómo un modelo de comportamiento extremo, esencialmente transgresivo por naturaleza, se usa en ambas novelas pasando de la crisis a la liberación».
El capítulo 36 de Rayuela muestra a Oliveira completamente solo. El club se ha disuelto, ha abandonado a sus amigos («Ya va siendo tiempo de que me dejen solo, solito y solo. Admitirás que no me ando colgando de los levitones. Rajá, hijo de Bosnia, la próxima vez que me encontrés en la calle no me conozcas», le dice Oliveira a Gregorovius). La Maga y Pola, sus mujeres, han desaparecido. Lo trabaja la obsesión de acceder a su cielo, al Kibbutz del deseo. Debe, al igual que Heráclito, para curar su hidropesía, hundirse «en la mierda hasta el cogote». Baja a la orilla del Sena, debajo de un puente, y se une a Emmanuéle, una clocharde, una vagabunda. Se beben una botella de vino y Emmanuéle «se echa poco a poco sobre su amigo borracho y con una lengua manchada de tanino le lame humildemente la pija».
En Libro de Manuel, Andrés sodomiza a Francine en una habitación del Hotel Terrass, frente al cementerio de Montmartre. Previamente la había conducido al balcón. «Le puse la mano en la boca para que no gritara, desnudos salimos al balcón, la forcé a ir hasta la barandilla, bajo la luz morada del cielo de Montmartre vio las cruces y las lápidas, la geometría coagulada de las tumbas».
Obsérvese cómo, en ambas escenas, el acto sexual está ligado a la muerte en la medida en que no es reproductor. Cómo la clocharde no es más que una caricatura grotesca de la vida y Francine es virtualmente violada frente a un cementerio. En los ritos eróticos cortazarianos el Eros y el Tánatos se funden en un ceremonial que conduce al mandala, a ese cielo demencialmente perseguido por sus personajes.
«El descenso espacial de Oliveira a las orillas del Sena -dice Margery Safir- tiene también su paralelo en un descenso social que significa su ruptura con la sociedad burguesa. Oliveira avanza hacia el mundo de los clochards o vagabundos, un grupo social marginal que, en contraste con otros grupos marginales, se caracteriza por su abstinencia del trabajo. Este detalle es importante y da una clave para descubrir la naturaleza de la escena que contemplamos en este capítulo. Los avanzados estudios antropológicos y psicológicos del siglo XX sugieren que el trabajo es la actividad que separa al hombre del animal y que constituye la base de la sociedad. Como eje de la sociedad, el trabajo es también la fuente de toda represión. Tal vez George Bataille sea clarísimo en este punto al insistir en que todos los tabúes fundamentales nacen de la necesidad de restringir cualquier actividad cuyo libre reinado represente una amenaza para el trabajo. Así, pues, empezando desde la base, el único grupo humano que escapa de los tabúes más elementales es el que George Bataille llama el ‘inframundo’, una subcultura que, como los clochards de Rayuela, existe fuera de las exigencias del trabajo. En el inframundo, como entre los clochards de Cortázar, todos los límites de la sociedad normal desaparecen, incluida la racionalidad asociada con las obligaciones de la producción económica y la necesidad de reprimir explosiones de energía no productiva. En otras palabras, el descenso al mundo de los clochards es claramente un movimiento hacia ‘el otro lado».
Movimiento en el que Oliveira debe deseducar los sentidos, «abrir a fondo la boca y las narices y aceptar el peor de los olores, la mugre humana». Agarrar la botella de vino de la clocharde y bebérsela a sabiendas de que el cuello está untado de rouge y de saliva. Humillar la náusea y proseguir en el descenso hasta contemplar, en un mundo alucinatorio, a Emmanuéle como una diosa siria caída, «tirada en el polvo y pisoteada por soldados borrachos que se divertían en mear contra los senos mutilados hasta que el más payaso se arrodillaba, ante las exclamaciones de los otros, el falo erecto, masturbándose contra el mármol y dejando que la esperma le entrara por los ojos donde ya las manos de los oficiales habían arrancado las piedras preciosas». La violencia y el erotismo hirviendo en el fondo del abismo, a un paso de dar el salto, de entrar en el camino que llevaba al kibbutz del deseo, por entre «los mocos y el semen y el olor de Emmanuéle…»
En Libro de Manuel, la escena de Andrés y Francine se prepara con los mismos ingredientes ya examinados en el capítulo 36 de Rayuela. Andrés propone un descenso simbólico: «Necesito bajar con vos estos peldaños de coñac y ver si en el sótano hay respuesta, si me ayudás a salir de la mancha negra…» Salir de la mancha negra es llegar al kibbutz del deseo. El acto sexual anal realizado con Francine está igualmente asociado con la muerte, por cuanto no está orientado a la reproducción de la especie. El cementerio frente al hotel Terrass reafirma esa presencia. La resistencia de Francine a participar del acto, y la forma como Andrés la somete, a despecho de su aquiescencia final, configura el entorno violento, la fundamentación sádica. Es, de otra parte, la forma acabada, según los planteamientos eróticos de Cortázar, de «Tu más profunda piel».
«Estos aspectos del acto erótico que Andrés realiza con Francine -dice Margery Safir- son importantes porque demuestran hasta qué punto las acciones de Oliveira en el capítulo 36 de Rayuela se repiten en la escena del Hotel Terrass. En Rayuela existe una visión onírica de una figura femenina pasiva, una diosa caída que es violada a través de un acto erótico no reproductor y no heterosexual. La visión implica también la vinculación de excreta con el erotismo a través de la figura de un soldado que orina sobre la diosa caída. En Libro de Manuel la transgresión onírica de Oliveira se convierte en la transgresión real de Andrés. Una figura femenina pasiva, Francine, se usa como objeto sacrificial y es litúrgicamente violada a través de otro acto sexual no reproductor que se asocia con la actividad homosexual. Y nuevamente la excreción, esta vez a través del mismo acto sexual, queda vinculada con el erotismo». Es mediante esta extraña liturgia como Andrés se libera de la mancha negra.
Quedaría por examinar el tratado sobre el onanismo que Lonstein desarrolla en Libro de Manuel. Igual podría decirse sobre el vampirismo en 62, Modelo para armar y las relaciones lesbianas que coincidencialmente la mayoría de los personajes femeninos de Cortázar experimentan. Pero sería imperdonable no transcribir el extraordinario capítulo 68 de Rayuela, un texto erótico escrito en glíglico, una especie de lunfardo montevideano inventado por la Maga. Disfrutemos este irrepetible pasaje:
«Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo como poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.»
Queda, finalmente, la extraña sensación de que la erótica permanece huérfana desde Cortázar. Que lo poco existente, en español y otros idiomas, es una erótica anacrónica que ni siquiera toca de lejos la increíble revolución sexual que se dio a partir de los sesenta y que el maestro vivió y percibió, pero que no alcanzó a expresar en su totalidad porque ya la vida se le agotaba. Se precisa otro Cortázar para que relate la praxis de esa revolución que perseguía la libertad y la felicidad a través de la liberación de la sensualidad, que buscaba los cielos de Freud y de Marcuse, los mandalas cortazarianos. Es necesario que se escriba sobre el erotismo de los últimos 30 años, sobre ese frenesí sexual, sin antecedentes en la historia de la humanidad, que brutalmente fue estrangulado por el sida: recurso siniestro que se inventó la madre naturaleza para que, de nuevo, prevaleciera la realidad sobre la felicidad.
Tomado del libro Detritus de Luis Eduardo Saavedra