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La opinión pública tiene derecho a una información responsable sobre temas medioambientales

Fuentes: El escéptico digital

Echen un vistazo a los resultados del congreso anti-cambio climático promovido por el Instituto Heartland. Al parecer fue un éxito sin parangón. Durante varios días, los expertos internacionales que se dieron cita en Nueva York demostraron de forma irrefutable que no existe ningún cambio climático, sino una variación cíclica y natural de temperaturas; que en […]

Echen un vistazo a los resultados del congreso anti-cambio climático promovido por el Instituto Heartland. Al parecer fue un éxito sin parangón. Durante varios días, los expertos internacionales que se dieron cita en Nueva York demostraron de forma irrefutable que no existe ningún cambio climático, sino una variación cíclica y natural de temperaturas; que en caso de existir, éste se debe a causas naturales diferentes del CO2; que en caso de existir y no deberse a causas naturales diferentes del CO2, a resultas del mismo, el mundo se va a convertir en un lugar paradisíaco y productivo; que en caso de existir, no deberse a causas naturales diferentes del CO2 y no ser beneficioso, de todas formas es imparable; que en caso de existir, no deberse a causas naturales diferentes del CO2, no ser beneficioso y no ser imparable… que arreen los tataranietos; y por último, que sobre la enfermedad, la muerte y el cambio climático, todo el mundo en principio tiene opiniones en contra, lo cuál implica un notable consenso. Por lo tanto, los científicos del Heartland fueron exhaustivos a la hora de incluir todas las opciones, para no ser tildados de falta de rigor. ¡Bravo!

Pues resulta que la opinión pública tiene derecho a una información veraz, rigurosa y no sesgada sobre temas medioambientales. Los artículos de los negacionistas del cambio climático nunca aparecen publicados en literatura especializada. Algo bueno tendrá el método de peer-review, cuando el conocimiento científico ha tenido un avance tan clamoroso. Los propagandistas no publican en revistas prestigiosas, no por sesgo editorial, como algún frustrado ha escrito, sino porque casi nunca comunican datos originales, sino relecturas interesadas de informes previos, y porque su metodología científica es para echarse a llorar. Por el mismo motivo, los negacionistas publican sus opiniones en blogs, aunque según ellos son marginados por el establishment, que conspira para que no se sepa la verdad.

Por ejemplo, si alguien decide publicar el descubrimiento de la interrelación entre las ovejas de Nueva Zelanda y el calentamiento global, yo sólo lo aceptaría en la sección de chistes. Resulta que Nueva Zelanda es el país del mundo con un mayor número de ovejas. De hecho, por cada neozelandés, se calcula que existen alrededor de 16 ovejas, lo que implica una cabaña de alrededor de 60 millones de cabezas, aunque los mismos neozelandeses reconocen que número exacto es difícil de estimar con certeza. Pues bien, hay una serie de señores que afirman que el impacto que esta poderosa masa ovejuna ejerce sobre la troposfera y la regulación del clima ha sido incomprensiblemente obviado por los climatólogos durante años. Otro vergonzoso olvido de Al Gore, vamos. Dicen que durante mucho tiempo se ha especulado que las emisiones de metano neozelandés pudieran tener un impacto sobre el clima, pero la dificultad técnica inherente a la medición precisa del gas expelido por ovejas y vacas concretas, impidió durante años alcanzar resultados concluyentes. Sin embargo, en los últimos años, los avances tecnológicos en el campo de la climatología veterinaria han sido tan impresionantes, que en la actualidad se ha podido medir el albedo de una oveja única. Dicen que estas nuevas herramientas han abierto un nuevo y esperanzador campo de investigación, y amenazan con cambiar drásticamente nuestra forma de entender el mundo. La cosa viene de que las ovejas sean de color blanco, y por lo tanto los rebaños de gran tamaño tienen un albedo superior al suelo. Desde los últimos veinticinco años, los inventarios de ovejas neozelandesas han mostrado una inequívoca tendencia hacia una reducción en el número de rebaños y ejemplares. La causa evidentemente hay que buscarla en el espacio exterior, a través de un misterioso flujo de rayos cósmicos galácticos que la ciencia todavía no ha logrado identificar. Postulan que este fenómeno natural (aunque nunca observado) ha provocado la oscilación del número de ovejas, con el resultado de un descenso significativo del albedo de la Tierra. El consiguiente aumento de la temperatura planetaria habría provocado un descenso de la demanda de lana, y como consecuencia, el tamaño de los rebaños se sigue reduciendo. De esta forma se ha descubierto un mecanismo de retroalimentación ovino imparable. La «madre del cordero» nunca mejor dicho.

Evidentemente, esta estupidez sólo la podrán publicar en su blog o en una rueda de prensa, pero no en una revista seria, aunque les pese. El siguiente argumento consiste en encontrar fisuras en el consenso científico. La realidad es que las revisiones sistemáticas (por ejemplo, Oreskes. Science 2004) muestran que casi todos los artículos científicos son coherentes entre sí, y describen el escenario de un planeta que se calienta a la par que el CO2 asciende. No se trata, como ha tratado de afirmar algún ignorante, de que el modelo climático sea incuestionable. Se podrá cuestionar cuando surjan datos nuevos que entren en contradicción con los previos. Hay varios ejemplos muy tristes de cómo algunos han atravesado este oscuro sendero. Uno de ellos es la conocida encuesta de Daniel Bram y John Stoker, publicada en 2003… ¡en su influyente blog, dónde si no! Realmente la metodología del estudio era tan horrorosa que la revista Science rechazó su publicación en 2004. Según los resultados de esta encuesta, sólo el 9% de los científicos estaban muy de acuerdo con la hipótesis del calentamiento global antropogénico. Ellos afirmaron haber encuestado sólo a científicos relacionados la climatología. Pero finalmente se demostró que la encuesta había sido enviada a una lista de distribución de conocidos escépticos del cambio climático, integrada por 200 miembros. No existió ningún método para garantizar la representatividad muestral ni para prevenir el sesgo de selección, ni para evitar a los respondedores múltiples. Tan sólo pidieron por favor la abstención a los curiosos y profanos. Teniendo en consideración una tasa de respuestas del 40%, un tamaño muestral de 557 personas y las consideraciones previas, las conclusiones de esta encuesta tienen un riesgo de sesgo muy alto. Cuando esta encuesta se realizó de nuevo con una metodología más correcta, el 97% de los climatólogos se mostraron de acuerdo con la realidad del calentamiento global. La plataforma de Wilkins se estaba descomponiendo a ojos vista. La encuesta de Bram-Stoker fue «citada» por otro conocido escéptico, Benny Hill, un antropólogo subespecializado en climatólogía «amateur». Tras leer el artículo de Naomi Oreskes en Science, donde se demostraba que ni un solo artículo científico publicado entre 1993 y 2004 había encontrado datos en contra del calentamiento global, el bueno de Hill decidió que estos datos tenían que estar equivocados y al parecer decidió vengarse. Por ello efectuó su propia revisión sobre una base de 1247 artículos. Hill encontró que 34 artículos parecían entrar en contradicción con la realidad de un calentamiento global. Lo anunció a bombo y platillo y los negacionistas se pusieron muy contentos. Pero cuando envió su artículo a Nature y a Science, en seguida rechazaron su publicación porque la metodología era incorrecta, y por tanto no se podía asegurar que los resultados fueran ciertos, con lo que Benny se deprimió mucho. ¿Sería una prueba más del infame sesgo editorial? Pues Hill no se dio por vencido y publicó sus resultados en la prensa general y en blogs de escépticos, que encontraron en sus hallazgos un nuevo motivo para hacer propaganda. Sin embargo, las afirmaciones de Benny Hill fueron analizadas de forma independiente, y los revisores hallaron que de los 34 artículos supuestamente críticos, sólo 1 sugería realmente que no se estaba produciendo un calentamiento antropogénico. Finalmente, Benny Hill tuvo que admitir que se había equivocado en un 97%, y que el artículo de Naomi Oreskes era el correcto.

Otro método relacionado para timar a la opinión pública consiste en la confección de listas de científicos escépticos. Recientemente se ha conocido la lista del senador de Oklahoma, James Onofre, muy publicitada, que incluye a 650 personas que aparentemente discrepan de la realidad del calentamiento global. Meter a jueces o a políticos en una discusión académica puede rozar lo hilarante. Pero por desgracia, también muestra la ignorancia científica de quien considera que 650 opiniones pueden desafiar a las ideas confirmadas empíricamente. La lista en cuestión la elaboró Matías Morado tomando como fuente la página web de la «New Zealand Institute of Climate Change Policy», un grupo muy activo, que «becó» también a los científicos del cambio climático ovinogénico. Cuando la lista fue revisada con detalle se encontró que nadie conocía a 50 de las personas incluidas, y por supuesto ellos no salieron a reclamar. El resto fue incluido si en algún momento de su carrera profesional habían pronunciado alguna duda, aunque fuera parcial, sobre el calentamiento global. Claro, aquí hay que incidir otra vez en que cualquier científico serio alberga siempre un porcentaje de escepticismo honesto sobre su disciplina. Esto se debe a que cualquier intento de modelizar la naturaleza incluye aspectos poco conocidos, controvertidos o pendientes de resolver, y que gracias a este escepticismo, la ciencia puede avanzar. Sin embargo, se aprovechó esta circunstancia para incluir a numerosos autores que nunca había expresado ninguna «enmienda a la totalidad» sobre el cambio climático antropogénico. Por ejemplo, alguien dijo un día que: «había que tener en cuenta a Al Gore, aunque como científico prefería mantenerse escéptico sobre algunos aspectos», y acto seguido fue incluido en la lista de los 650 escépticos. Además, una revisión posterior encontró que 310 (el 51%) de los incluidos no tenían nada que ver con la climatología, otros 40 ni siquiera tenían ninguna credencial científica, había varios estudiantes, y solamente el 16% eran verdaderos expertos en climatología. Es cierto que hay algún Premio Nóbel entre ellos, pero su inclusión no deja de ser en calidad de «opinador», porque no aporta datos, y el galardón no confiere el don de la infalibilidad, como sí le ocurre al Papa. Por tanto, una lista de 600 individuos (o los que sean) elaborada de manera arbitraria y opaca, no otorga ni quita veracidad a nada, ni es relevante en una comunidad científica integrada por cientos de miles de personas. Más le valdría a este político ponerse a trabajar por los problemas reales de su comunidad, que no son pocos, en lugar de perder tanto el tiempo con estudiosos de las ovejas.

El siguiente aspecto es la comprobación de la credibilidad de la institución que apoya el artículo negacionista. Ninguna organización científica apoya los puntos de vista de los negacionistas del cambio climático. Para tratar de confundir a la opinión pública han surgido grupos de presión que son parte de un negocio multibillonario. Y no crean, lo dicen tranquilamente: «…no tendría nada de malo recibir fondos de las pequeñas o grandes empresas (¿granjeros de ovejas?) que sepan cuáles son los valores que defiende el Instituto […] No sólo no sería malo aceptar ayudas por parte de empresas que tengan intereses coincidentes con el Instituto (¿la defensa de la ganadería neozelandesa?) sino que ésa debe ser precisamente parte de nuestra sólida estrategia de futuro… Por el contrario, nuestros rivales han demostrado una y otra vez que están dispuestos a comprometer y variar sus erróneas ideas por una tajada de los impuestos públicos, un coche oficial o la defensa de un político. Es su financiación y sus motivaciones lo que con frecuencia apestan». El autor de estas líneas, un conocido grupo de presión ovejuno, señala el transfondo de la cuestión, los intereses, y no la búsqueda de la verdad a través del debate honrado, ni mucho menos el derecho a la información del público. No se trata de lo que encuentren los estudios, sino de lo que ellos quieren de antemano que digan. Cada vez que algo va mal en el mundo, siempre echan la culpa a los pobres granjeros de Nueva Zelanda. Si la realidad muestra otra cosa, el problema lo tiene sólo la realidad, o los ordenadores con los que se analiza estadísticamente esa realidad incómoda.

El siguiente punto consiste en revisar con un poco de criterio la metodología de estos estudios. Los negacionistas del cambio climático, los de la «enmienda a la totalidad» interesada, casi nunca realizan ni financian estudios de campo. No pasan frío en la Antártida, ni mandan satélites al espacio, ni suben al Kilimanjaro a medir temperaturas ellos mismos. Se dedican a manipular desde su sofá los datos de otros que sí lo han hecho, es decir, reanalizan a conciencia las imágenes de los satélites para demostrar que no hace falta recurrir al CO2, las ovejas explican de sobra la evolución del clima. Sus peroratas no contienen datos originales, sino «refritos» de estudios diversos de los que extraen fragmentos de información descontextualizada. Cualquier día son capaces negar la diferencia entre el verano y el invierno. El caso del calentamiento de la Antártida es un ejemplo de la estrategia de sacar la información de su contexto para fabricar una versión falsa de la misma. En 2001, Peter Doran, un climatólogo de la Universidad de Illinois publicó un artículo sobre la evolución de la temperatura en un paraje concreto de la Antártida llamado «McMurdo Dry Valleys». En ese artículo se discutía la evolución de la temperatura de este lugar durante unos veinte años, la mitad del periodo de observación del artículo de Steig et at. La noticia sobre el enfriamiento de un trozo de la Antártida se convirtió en muy poco tiempo en el argumento principal de los negacionistas del cambio climático. El argumento en sí era falso porque las medidas locales no tienen por qué representar las tendencias globales. En lugares concretos podían estar operando variables locales que no tuviesen nada que ver con los patrones climáticos del planeta. De hecho, poco tiempo después se publicaron varios estudios que demostraron estos mecanismos locales eran reales (Thompson et al. Science 2002). Sin embargo, en aquella época los datos todavía eran poco maduros, y ello fue tomado como un pseudoargumento para negar el cambio climático que estaba ocurriendo a nivel general. De hecho, mostrar datos locales en el tiempo y en el espacio es la táctica principal de los propagandistas. Con ello tratan de demostrar que cualquier dato siempre se contradice de forma inmediata a sí mismo. En realidad lo único que refutan es el axioma euclídeo de que por dos puntos separados del espacio sólo puede pasar una única línea recta, la teoría del punto «grueso». Después aplican el teorema de la incompletitud de Gödel, el principio de incertidumbre de Heisenberg y la teoría del caos, todo a la vez al cambio climático. Si todo falla, citan a un tal Booker y afirman que ellos simplemente odian a los ordenadores que como todo el mundo sabe son muy malos. Como los modelos climáticos los hacen los ordenadores, entonces son falsos. De aquí se deduce que los estudios hechos a mano son indefectiblemente verdaderos. El concepto de «punto grueso» es explotado de forma recurrente en los artículos que niegan el cambio climático. Si los rebaños de ovejas medraron entre el 70 y el 90, entonces hay que aplicar un análisis estadístico más avanzado para optimizar los datos. Hay autores, como el notable Cristóbal Mojón, que en nombre de organizaciones de nombre rimbombante han desarrollado muy bien esta técnica y la han aplicado con mucho éxito a las gráficas originales del IPCC, aunque hay algunos críticos que afirman que esta teoría no es demasiado seria. Afirman estos escépticos, que cuando el modelo no está optimizado todavía, suele ser una buena idea aplicar alguna técnica todavía más avanzada de análisis. Por ejemplo, si se quiere afirmar que las previsiones del IPCC son catastrofistas, se coge un modelo no lineal y se selecciona arbitrariamente un periodo de observación concreto, para que haya pocas observaciones y así disminuya el poder estadístico, y para que la tangente de la curva tenga mucha pendiente. Como se restringe una gráfica de varios siglos a un intervalo pequeño, por arte de magia el modelo aparentemente se transforma en lineal, pero esta vez con una pendiente arbitraria y particularmente exagerada. Luego en la representación visual se ajusta la escala de nuevo para exagerar los valles y suavizar los picos, en unos sitios más que en otros. El resultado es que cuando se compara consigo mismo, se concluye que el modelo es catastrofista. Así se han construido la mayoría de los artículos escépticos más conocidos.

Por último, puede identificar un artículo fraudulento porque el autor parece estar muy cabreado, y porque en la discusión afirma que posee la razón absoluta en todo, que todos los demás somos alarmistas, tontos o ignorantes, pero que no espera que nadie le haga mucho caso porque sus palabras no son políticamente correctas.

Claro, ¿para qué escuchar a los que realmente han estudiado y comprendido el problema?

 

Boletín electrónico de Ciencia, Escepticismo y Crítica a la Pseudociencia

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Edición 2009 – Número 6 (232) – 4 de septiembre de 2009

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