Recién inaugurada la conferencia previa de Barcelona1, se acumulan los indicios de que las negociaciones acabarán con una foto final positiva, como han ido recomendando los asesores de imagen de las transnacionales y de los grandes estados industriales. El escenario con que se llegará a Copenhague resulta bastante diferente de lo que se preveía hace […]
Recién inaugurada la conferencia previa de Barcelona1, se acumulan los indicios de que las negociaciones acabarán con una foto final positiva, como han ido recomendando los asesores de imagen de las transnacionales y de los grandes estados industriales. El escenario con que se llegará a Copenhague resulta bastante diferente de lo que se preveía hace pocos meses: el enorme rescate con dinero público de las deudas criminales de bancos y corporaciones privadas está permitiendo recuperar el mando de la gobernabilidad global en los términos habituales. Los elementos clave son la determinación de avanzar con pasos pequeños y la reducción de las diferencias de intereses y necesidades a una cuestión de dinero.
Pasada la fase de crisis a tumba abierta que hacía temer que no quedaría otro remedio que incrementar la regulación, el control democrático, del sistema financiero y, en el caso de la protección del clima, la sustitución de Kyoto por un acuerdo completo con carácter normativo para el conjunto de las actividades contaminantes, la élite industrial y política mundial respira aliviada. En los EE.UU., la sociedad más contaminante del planeta si lo miramos por cápita, la Administración Obama ya ha dejado claro que «no tiene tiempo» para llegar a Copenhague con ninguna ley o proyecto de cuidado del clima aprobado, ya que su prioridad es la reforma sanitaria interna. La anfitriona de la cumbre, la ministra conservadora danesa, Connie Hedegaard, ha dejado de incomodar a las industrias fundamentales para la expansión del neoliberalismo y ya no habla ni en broma de introducir una tasa sobre el turismo internacional en avión y el transporte marítimo de mercancías2, dos olvidos monumentales del tratado de Kyoto y que hipotecan cada vez más acusadamente cualquier reducción real global. Se impone el «realismo», es decir, las técnicas de Management aprendidas en Harvard: la cumbre tiene que salir bien y sería mejor un gran acuerdo con pequeños gestos positivos que una ruptura por no ser capaces de reformar en un sentido justo y sostenible el sistema de consumo de los estados industrializados.
Para que el mundo se lo trague, nada mejor que desviar el foco de atención hacia la factura: qué vale proteger el clima y quién lo pagará. Éste es el idioma nativo del neoliberalismo que nos ha llevado al precipicio y que se pretende que sea la herramienta intercultural compartida («si ponemos dinero por el medio, todo el mundo querrá una parte y, por lo tanto, ya hemos ganado») que haga posible el acuerdo. Hace unos días, The New York Times lo resumía con crudeza: «El obstáculo mayor para el acuerdo climático global puede ser cómo pagarlo»3. La subasta está cogiendo velocidad. Si los economistas oficiales hablan de 100 millardos de dólares año para subvencionar la mitigación del caos climático en el Sur, hay bastantes entendidos que creen que la cifra tendría que multiplicarse por diez. China, que ya es líder absoluto en emisiones, no quiere ni oír hablar de pagar. Mientras tanto, los estados más vulnerables, como los africanos4 o los insulares5 amenazados de inundación permanente, amenazan con marcharse de la subasta.
Los EE.UU., la UE o el inefable gobierno español (que, para ganar imagen internacional a las puertas de asumir la presidencia de la UE el próximo mes de enero, acaba de anunciar que dará la irrisoria suma de 100 millones de aquí al 2012)6 se esfuerzan a hacer ver últimamente que firmarán «generosos» cheques en Copenhague para salvar el clima. Sin embargo: ¿quién puede fiarse de su palabra? Según la citada crónica del NYT, el flamante Fondo de Adaptación de las Naciones Unidas, creado en 2008, para financiar proyectos en el Sur que mitigaran el calentamiento global y que se tenía que alimentar tanto de los mercados del carbono gestionados por la propia ONU como con donaciones voluntarias del Norte, apenas ha recaudado hasta ahora 18 millones de dólares cuando se preveían un mínimo de 1.6 millardos.
Para darse cuenta de la hipocresía de la élite industrialista a costa del clima de todo el mundo, resulta estremecedor el contraste con la fabulosa suma de dinero público que en menos de un año han conseguido desviar para salvar los problemas financieros de bancos y transnacionales privadas que han hecho su agosto con la especulación sin fronteras. Las estimaciones varían, pero van de un mínimo de cinco7 hasta los 13 billones de dólares8. Es decir, el coste de entre dos y cuatro guerras de Irak como la actual. O entre 30 y 90 veces los pomposos Objetivos del Milenio de las Naciones Unidas, dirigidos a reducir a la mitad la pobreza antes del 2015.9
En el fondo, para los 200 millones de personas que se pueden convertir en refugiados ambientales en el 2050, el éxito de la «feria de Copenhague» será irrelevante. El riesgo de que el caos climático genere nuevas y terribles líneas de conflicto entre el Norte y el Sur es elevadísimo, como dice el psico-sociólogo Harald Welzer10. En realidad lo que necesitamos en Copenhague es evidente: justicia climática para el Sur en un contexto de reducción drástica del estilo de vida consumista del Norte y los estados emergentes como la China y la India. Hacer otra cosa, como distraerse con cheques caritativos, no evitará la explosión de las migraciones Sur-Norte para sobrevivir.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.